Ruth Rendell - Simisola
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– ¿Está de broma? ¿Sabe cómo llaman a las personas como ellos? La elite de ébano. La crème de la crème negra. Tenían organizado nuestro futuro antes de que cumpliéramos los diez años. Patrick sería el gran cirujano, probablemente un neurocirujano, sí, en serio, para ellos no es una broma. Y a él le va bien, es lo que quiere, tiene vocación. ¿Pero yo? Yo no soy tan brillante, sólo soy normal. Me gusta cantar y bailar, así que me licencié en eso, pero mis padres no lo aguantan porque es lo que hacen las negras que triunfan, ¿lo comprende? Se alegraron de que no consiguiera un trabajo, querían que volviera a los estudios y así tenerme en casa. Estaban dispuestos a que trabajara en una oficina y estudiara administración de empresas por la noche, en casa. No hacen otra cosa que hablar todo el santo día de carreras, cursos de perfeccionamiento, títulos y promociones. Y aunque son demasiado educados para decirlo, reventaban de orgullo cuando se enteraron de que las personas que no quisieron tenerles como vecinos sólo habían hecho la escuela primaria.
»Me voy de casa y a ellos sólo se les ocurre que me fui a vivir con Euan o alguien como él. -Frunció la boca en un gesto de amargura-. Y quizá lo haga ahora. No puedo tener un hijo si no tengo un hombre, ¿no? No dejaría a Chris llegar tan lejos, aunque es eso lo que busca, por mucho que lo niegue. Sólo le gusto porque soy negra. Encantador, ¿no? Tuve que pararle los pies.
– Tenemos que informar a sus padres inmediatamente. No pueden continuar en la ignorancia ni un minuto más. Han sufrido mucho. Nada de lo que hayan hecho justifica esto. Han padecido lo indecible, su padre ha perdido peso, parece un anciano, pero han continuado con su trabajo…
– No me extraña.
– Les diré que está bien y después tendrá que ir a verles. Lleve a los niños, no tiene más alternativa. -Wexford pensó en el desperdicio de tiempo y medios, en el coste de todo esto, en la pena, el dolor y el sufrimiento. En el regreso del hermano desde sus vacaciones por Asia, en su propia vergüenza y justificaciones. Pero se apiadó. Quizá fuera sentimental y sensiblero, pero le daba lástima-. ¿A qué hora llegan los Epson?
– Ella dijo sobre las nueve o las diez.
– Enviaré un coche a recogerla a las seis. -Se levantó, dispuesto a marcharse, pero recordó una cosa-. Un favor se merece otro. Quiero hablar con usted en otro momento. ¿De acuerdo?
– Sí.
– Supongo que fue usted la que habló por teléfono con uno de mis agentes cuando llamamos para preguntar sobre la muchacha muerta.
– Me dio un susto tremendo -contestó Melanie-. Pensé que me habían encontrado.
– Cúrese el dedo. ¿Tiene tiritas en la casa?
– Miles. Es algo imprescindible. Los críos se lastiman continuamente.
Sobre el escritorio había dos informes de Pemberton. Por el primero se enteró de que la zapatería de Kingsmarkham que vendía botas de lona y suela de goma de media caña llevaba un estricto control de las ventas. En los últimos seis meses habían vendido cuatro pares. Una empleada recordaba haber vendido un par a John Ling. Lo conocía porque él era uno de los dos hombres chinos de la ciudad. Otro par se lo había llevado alguien que describió como «la señora de las bolsas», que había entrado en la zapatería con dos bolsas descomunales y que tenía pinta de dormir en la calle. No recordaba a los compradores de los otros dos pares. Wexford echó un vistazo al segundo informe y dijo:
– Quiero que venga Pemberton.
– Se le han subido los colores -comentó Burden, con el teléfono en la mano.
– Lo sé. Es la excitación. Escuche esto. La abuela de Kimberley Pearson murió a principios de junio pero no dejó dinero en herencia, y mucho menos una propiedad. Vivía en una de esas casas del ayuntamiento en Fontaine Road. La señora Pearson, que era su nuera, no sabe nada de que Kimberley recibiera dinero alguno, se refería a dinero de la familia, porque no tienen ni un duro, son más pobres que las ratas. Clifton Court, donde se mudó Kimberley después de que a Zack le enviaran a prisión preventiva, es un bloque de pisos, o apartamentos como los llama Pemberton, vaya a saber por qué, alquilados. Adivine cuál es la compañía propietaria del edificio.
– Corte el suspenso y dígamelo.
– Nada menos que Crescent Comestibles, o en otras palabras, Wael Khoori, su hermano y nuestra candidata al consistorio local, su esposa.
– Se pueden alquilar esos pisos con opción a compra -comentó Pemberton, que entró en ese momento-. Cuarenta libras a la semana y dicen que cuando se haga la transferencia las cuotas de la hipoteca serán por la misma cantidad. Desde luego, no hablé con Kimberley, le pedí a su madre que no le dijera ni una palabra de todo esto. Su madre dice que se mudó a Clifton Court en cuanto enchironaron a Zak, depositó la fianza y se trasladó al día siguiente. Desde entonces ha comprado un montón de muebles.
– ¿Piensa comprar?
– Según la madre, ya se ha puesto en contacto con un procurador para que inicie los trámites. Por cierto, ocupaban ilegalmente aquella casucha de Glebe End, aunque a nadie le importaba. Al propietario no le sirve para nada. Tendría que invertir cincuenta mil libras para ponerla en condiciones antes de sacarla a la venta.
– ¿Crescent Comestibles es la propietaria de los pisos?
– Es lo que me dijeron los vendedores. No es ningún secreto. Construyen por todo Stowerton, allí donde hay un solar desocupado o derriban una casa vieja. Es el mismo proceso en todas partes. Los pisos son baratos, tal como va el mercado. Pagas el alquiler mientras esperas que te concedan la hipoteca que es por el total del precio, sin entrada. Las cuotas de la hipoteca son iguales al alquiler.
– Todo de acuerdo a los postulados políticos de la señora Khoori -comentó Wexford, con voz pausada-. Ayuda a los desfavorecidos a que se ayuden a sí mismos. No les des nada pero dales la oportunidad de ser independientes. Supongo que no es una mala filosofía. Me pregunto cuándo llegará el día en que alguien funde un partido político llamado conservadores socialistas.
Al doctor le avisaron entre consultas en el centro médico, a su esposa la llamaron a la unidad de cuidados intensivos. Wexford se presentó cuando el doctor Akande llegaba a casa y la expresión de dolor de su rostro era casi la misma de cuando pensaba que su hija estaba muerta. Hubiese sido peor si hubiese estado muerta, muchísimo peor, pero esto era terrible. Saber que su hija era capaz de hacerle pasar por esto, sin preocuparse si podría superarlo o no, sólo era soportable después de filtrarlo a través del enojo y Raymond Akande no estaba enfadado. Estaba humillado.
– Pensaba que nos quería.
– Se dejó llevar por un impulso, doctor Akande. -Wexford no mencionó a Christopher Riding. Que lo hiciera Melanie.
– ¿Estuvo en Stowerton todo el tiempo?
– Así parece.
– Su madre trabaja un poco más allá. Yo voy a allí a visitar a mis pacientes.
– Los Epson le dejaron un coche para hacer la compra y llevar a los niños a la escuela. No creo que saliera mucho a pie.
– Tendría que estar de rodillas agradeciendo a Dios por su bondad, tendría que estar saltando de alegría. ¿Es eso lo que piensa?
– No -contestó Wexford. Y se atrevió a añadir-: Sé cómo se siente.
– ¿Dónde nos equivocamos?
Antes de que pudiera responder -si es que se sentía capaz o dispuesto a contestar- entró Laurette Akande. Wexford pensó primero que parecía diez años más joven, después que rebosaba de alegría y por último que era la mujer más furiosa que había visto en años.
– ¿Dónde está?
– Un coche la traerá a las seis. Vendrá con los niños. Los traía o había que buscar una asistente social y dado que los Epson regresan esta noche…
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