Ruth Rendell - Simisola

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La ciudad del inspector Wexford -personaje legendario de la autora- se ve sacudida por la desaparición de una joven de color. El inspector se lanza a una investigación que le desvela los resortes más difíciles de la convivencia racial, y una sociedad de claroscuros que confirma la maestría de la autora británica para urdir tramas perfectas y ahondar en las miserias humanas.

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– ¿Qué camino siguió aquel día?

– Aquel día no fui por allí -contestó Melanie, como si le complaciera llevarle la contra-. Crucé el campo hasta Mynford. Por los senderos.

Wexford se sintió desilusionado, aunque no sabía por qué. Formulaba estas preguntas, cuya importancia presentía, con la esperanza de que le permitieran intuir alguna cosa.

– Casi llegué hasta Mynford New Hall -añadió Melanie, con una mirada idéntica a la de su padre-. Me sorprendió ver la casa, no sabía que estuviera tan cerca. -La mirada tenía una fuerza hipnótica-. Ese fue el día que fui a la oficina de la Seguridad Social. ¿Es ese el que le interesa, no?

– El que me interesa es el anterior al día que fue a la oficina de la Seguridad Social. -El inspector trató de no perder la paciencia-. El lunes.

– Ah, el lunes. Espere un momento. El sábado salí a correr por la carretera de Pomfret, y después el domingo… El domingo y lunes tomé el mismo camino, por Ashley Grove, subí por Harrow Avenue, doble en Winchester Drive y luego por Marlborough Road. Es muy bonito allá arriba, el aire es limpio y cuando miras abajo, se ve el no.

– ¿Mientras corría nunca vio a esta muchacha?

Wexford volvió a sacar la foto. Melanie la observó otra vez pero sin ninguna emoción.

– Mi madre dijo que la sacaron porque creyeron que el cadáver era yo, sólo que no era. ¿Es ella?

– Sí.

– Vaya. En cualquier caso, nunca la vi. Casi nunca veo a nadie cuando corro. La gente no camina, ¿verdad? Va en coche. Supongo que usted sospecharía si viera a alguien caminando por allí. Los pararía y les preguntaría qué hacen.

– Todavía no hemos llegado a eso -respondió Wexford-. ¿Nunca vio su rostro en una ventana? ¿O la vio en un jardín?

– Ya se lo dije. Nunca la vi.

Era difícil recordar que Melanie Akande tenía veintidós años. Estaba seguro de que Sojourner, con diecisiete, hubiese parecido mayor. Pero Sojourner, desde luego, había sufrido, había padecido los rigores de la vida. Los Akande habían mantenido a su hija como una niña, tratándola como una persona irresponsable, que sólo servía para ser controlada y dirigida por los demás. Se estremeció al pensar que la muchacha quería tener un hijo para escapar de su casa.

Abandonaron la búsqueda casa por casa. No habían conseguido nada, así que cuando Wexford dijo que irían a Ashley Grove, Burden quiso saber el motivo.

– Vamos a visitar a un arquitecto -le explicó a Burden después de relatarle la entrevista con Melanie-. O quizás a la esposa de un arquitecto antes de que se marche a atender sus buenas obras por la parroquia.

Pero aquel no era el día en que Cookie Dix llevaba material de lectura a los enfermos. Se encontraba en casa con su marido, aunque no fue ninguno de los dos los que hicieron entrar a Wexford y a Burden en la casa.

¡Y qué casa! El vestíbulo, circular y con una escalera blanca que se levantaba como la proa de un velero, tenía el suelo de mármol con tiestos en los que los limoneros florecían y daban frutos al mismo tiempo. Otros árboles crecían en el suelo, en pequeños trozos de tierra: ficus con hojas susurrantes, abedules con hojas como plumas, cipreses como estacas y sauces plateados con los troncos retorcidos, se alzaban hacia la luz que entraba por la cúpula de vidrio muy por encima de ellos. La criada, de ojos y cabello negro, y piel cetrina, les hizo esperar debajo de los árboles mientras iba a anunciar la visita. Regresó en treinta segundos y les llevó a través de una puerta doble -Wexford se agachó para esquivar una rama- a una especie de antesala, negra y blanca, y otro par de puertas, hasta un comedor amarillo y blanco iluminado por el sol, donde desayunaban Cookie y Alexander Dix.

Al revés de lo que era habitual, Cookie se levantó mientras su marido permanecía sentado. Tenía The Times en una mano y un trozo de croissant en la otra. No respondió al saludo de los visitantes, pero le pidió a la criada:

– Margarita, por favor, traiga café para nuestros invitados.

– Esta mañana nos ha costado levantamos -comentó Cookie. No mencionó si Pemberton o Archbold la habían interrogado el día anterior. Vestía una prenda de satén verde oscuro, que parecía una bata sin acabar de serlo, porque era muy corta y la llevaba sujeta a la cintura con una faja de pedrería. Se había peinado de tal manera que su larga melena negra parecía el tallo de una zanahoria quemada por la escarcha-. Tomen asiento. -Señaló con un ademán las otras ocho sillas dispuestas alrededor de la mesa de cristal con una base de mármol veteado de verde-. Anoche estuvimos de parranda…, quiero decir una fiesta. Casi salía el sol cuando regresamos a casa, ¿no es así, cariño?

Dix pasó la página y comenzó a leer la columna de Bernard Levin. Algo le hizo reír. Su risa tenía el sonido de la leña húmeda cuando se quema, un chisporroteo y un siseo. Abandonó la lectura sin dejar de sonreír, miró primero a Wexford después a Burden y cuando ambos estuvieron sentados, les preguntó:

– ¿Qué puedo hacer por ustedes, caballeros?

– Tengo entendido que el señor y la señora Khoori son amigos de ustedes -dijo Wexford.

– Los conocemos -contestó Cookie, mirando a su marido.

– Estuvieron en su fiesta.

– Usted también -replicó Cookie-. ¿Qué pasa con ellos?

– En la fiesta, usted mencionó que la señora Khoori tenía una criada que se había marchado hacía poco y que era la hermana de su asistenta.

– Sí, la hermana de Margarita.

Las esperanzas de Wexford se vinieron abajo. Antes de que pudiera decir nada más apareció Margarita con una bandeja con la cafetera y dos tazas. Era imposible imaginar que ella y Sojourner estuviesen emparentadas, y mucho menos que fuesen hermanas. Cookie, que al parecer no se perdía detalle, se apresuró a decirle algo en un castellano fluido y escuchó la respuesta en el mismo idioma.

– La hermana de Margarita regresó a las Filipinas en mayo -tradujo Cookie-. No era feliz aquí. No se llevaba bien con las otras dos criadas.

Margarita sirvió el café y les ofreció la jarra de leche y el azucarero por turnos. Después esperó paciente, con la mirada baja.

– ¿Vinieron juntas? -preguntó Wexford y al ver que Cookie asentía añadió: -¿Con permiso de estancia de seis meses o de doce porque sus empleadores vivían aquí?

– Doce meses. Es un permiso renovable, lo renueva el ministerio de Interior, ¿no es así, cariño? Ellas tienen, ¿qué tienen que hacer, Alexander?

– Tiene que solicitar las renovaciones por períodos sucesivos de doce meses y pasados cuatro años, si quiere permanecer más tiempo, puede solicitar el permiso indefinido.

– ¿Cómo es que ustedes y los Khoori teman a las dos hermanas trabajando para ustedes?

– Anouk fue a una agencia y me lo dijo. Hay una agencia que contrata a mujeres en las Filipinas. -Cookie dijo algo en castellano y Margarita asintió-. Si quiere puede hablar con ella en inglés, lo habla muy bien. Y lo lee. Cuando ella y su hermana llegaron a este país tuvieron una entrevista con el oficial de inmigración y les dieron un folleto donde explicaban sus derechos como, ¿como qué, cariño?

– Personal de servicio doméstico que entra en el Reino Unido de acuerdo con el acta de inmigración 1971 del ministerio del Interior -contestó Dix, otra vez enfrascado en la lectura de Levin.

Antes de irse a dormir, Wexford había leído todos los folletos que le había enviado Sheila.

Le preguntó a la criada:

– ¿Había alguien más trabajando con su hermana aparte de…?

– Juana y Rosenda -respondió Margarita-. Esas dos no eran buenas con Corazón. Ella lloraba por sus hijos en Manila y ellas se reían.

– ¿Nadie más?

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