Ruth Rendell - Simisola

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La ciudad del inspector Wexford -personaje legendario de la autora- se ve sacudida por la desaparición de una joven de color. El inspector se lanza a una investigación que le desvela los resortes más difíciles de la convivencia racial, y una sociedad de claroscuros que confirma la maestría de la autora británica para urdir tramas perfectas y ahondar en las miserias humanas.

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Al salir del hospital y entrar en el cinturón, estuvo a punto de abandonarlo en la primera salida. Entonces recordó que debía evitar la calle Mayor y siguió hasta la tercera. Quizás exageraba. No le seguía nadie, la idea era ridícula, no pensaba detenerse delante de Clifton Court y mucho menos visitar a Kimberley Pearson, pero de todos modos salió por la tercera salida. Quizá había salvado la vida de Oni Johnson, pero primero la había puesto en un grave peligro.

Este rodeo le llevó por Charteris Road y después por Sparta Grove. No pasaba por aquí desde que la asistencia social se había hecho cargo de los hijos de los Epson, y él había tenido que aparecer para decir unas cuantas palabras ante las cámaras de la televisión sobre los padres que se marchaban de vacaciones y dejaban a los niños solos en el hogar. Ahora intentó recordar cuál era la de ellos entre la hilera de casa victorianas de tres pisos. Eran casas elegantes, los Epson no eran pobres, si no querían llevarse a los hijos de vacaciones, podían permitirse pagar a una niñera.

Condujo sin prisas. Vio salir a un hombre de una de las casas, cerrar la puerta y subir a un coche rosa aparcado en el bordillo. Wexford detuvo el coche y apagó el motor. El hombre era alto y fornido, el pelo rubio, joven, pero le daba la espalda y Wexford no le veía la cara. No era Epson. Era demasiado joven y Epson era negro, jamaicano.

El coche arrancó, aceleró en un segundo y dio la vuelta en la esquina de Charteris Road a gran velocidad. Había visto a aquel hombre en el mismo coche hacía poco y tenía la sensación de que las circunstancias habían sido un tanto desagradables o que deseaba no pensar en ellas. Ésta, sin duda, era la razón por la que no conseguía recordar.

Permaneció en el coche durante unos instantes pero la memoria le había abandonado. La ruta a casa le llevó a través del polígono industrial, un lugar desapacible y desierto, con la mitad de las fábricas cerradas o en alquiler. Un angosto camino rural desembocaba en la carretera de Kingsmarkham y diez minutos más tarde estaba en su casa.

Algunas veces las respuestas a cosas que le preocupaban las había conseguido, directa o indirectamente, de Sheila; por algún comentario que ella había hecho, por su último interés o pasión, o por algo que le había dado a leer. Lo que fuera le había puesto en la senda correcta. Ahora la necesitaba, escuchar un par de palabras de ella, conseguir una guía.

Pero se encontró con su otra hija en casa con Ben y Robin, que había quedado de acuerdo con Neil para encontrarse en el hogar de sus padres después de su asistencia al curso de reciclaje. La madre indulgente los había invitado a todos a cenar. Mientras digería la noticia, Wexford pensó en lo mucho que se enfadaría Sylvia de verse catalogada, aunque sólo fuera en lo más íntimo, como «su otra hija». Ningún padre se había esforzado tanto como él por no mostrar sus preferencias y ningún padre, pensó, había fracasado tan miserablemente. En cuanto entró en la casa comprendió que debía resistirse a la tentación de llamar a Sheila mientras Sylvia estuviera allí, o al menos mientras pudiera oírle.

El anochecer era caluroso. Se sentaron en el jardín, alrededor de la mesa con la sombrilla, y la sugerencia de Sylvia de cenar allí fue recibida, inevitablemente, por una nueva versión de la frase favorita del hijo mayor.

– Mushk eler.

– Bueno, para mí sí es un problema -afirmó Wexford-. No soporto comer al aire libre, me incordian los mosquitos. Me pasa lo mismo con las meriendas campestres.

Los niños y la abuela se enzarzaron inmediatamente en una discusión sobre los pros y los contras de las meriendas campestres. Sylvia, sin hacerles caso, se repantigó en la silla, con los párpados entornados, y comenzó a hablar sobre el curso de consejera, de que el enfoque era muy distinto al que había aprendido en sus estudios de ciencias sociales, de que aquí el énfasis se centraba en la gente, en las interacciones humanas, de favorecer la interdependencia personal… Era ridículo, pensó Wexford, su propio comportamiento, tener miedo a llamar a Sheila en secreto porque bien podía darse el caso de que tuviera conectado el contestador automático y por lo tanto no le llamaría hasta al cabo de una hora o dos. ¿Cuánto duraría la visita de Sylvia y su familia? Horas. Para empezar Neil no llegaría hasta dentro de una hora.

Dora se llevó a los niños a la casa. Robin tenía que poner la mesa. Esta vez no se escuchó la respuesta habitual, quizá porque eso sí era un problema.

– ¿Quieres una copa? -le preguntó a Sylvia, en parte para frenar la charla y porque él quería una.

– Agua con gas. Sobre todo estudiamos todo lo relacionado con la depresión y los estados de ansiedad. Pero también está el componente de la violencia doméstica y no tienes que olvidar el secreto necesario para ganar la confianza del cliente. Al principio practicamos entre nosotros, me refiero a los otros participantes del curso.

Cuando Wexford volvió con el vaso de agua y una cerveza ella seguía hablando. Ahora comentaba la violencia física de las personas fuertes contra los más débiles. Hablaba con los ojos cerrados, la cara vuelta hacia el cielo azul.

– ¿Por qué lo hacen? -preguntó Wexford.

La había interrumpido en mitad de una frase. Ella abrió los ojos y le miró.

– ¿Hacen qué?

– Por qué los hombres pegan a sus esposas, por qué la gente maltrata a los niños.

– ¿De verdad me lo preguntas? ¿De verdad quieres saberlo?

Una puntada, un encogimiento de culpa, fue la reacción de Wexford a estas preguntas. Era como si ella se sintiera sorprendida de que él quisiera saber algo de lo que le decía. Ella hablaba, se reafirmaba a sí misma, implacable, pero no para entretener o informar. Lo hacía para llegar hasta él, para demostrarle que ella también valía. Ahora parecía mostrar un interés sincero. El tono de Sylvia era de incredulidad: «¿Me lo preguntas a mí?».

Lo que él deseaba de verdad era encontrar la manera de escaparse y llamar a Sheila. Pero en cambio dijo:

– Quiero saberlo.

– ¿Has oído mencionar alguna vez a Benjamín Rush? -preguntó Sylvia que evitó la respuesta directa.

– No lo creo.

– Era el decano de la facultad de medicina en la universidad de Pensilvania. Hará cosa de doscientos años atrás. Se le conoce como el padre de la psiquiatría americana. Por aquel entonces había esclavos en Estados Unidos. Una de las cosas que sostenía Rush era que todos los crímenes son enfermedades y pensaba que no creer en Dios era un trastorno mental.

– ¿Qué tiene que ver él con la violencia física?

– Estoy segura de que nunca has escuchado esto antes, papá. Rush elaboró algo llamado la teoría de la negritud. Creía que ser negro era una enfermedad. Las personas negras sufrían de lepra hereditaria pero en una forma benigna de la cual la pigmentación era el único síntoma. ¿Comprendes lo que significa sostener semejante teoría? Justifica la segregación sexual y el maltrato social. Significa que tienes un motivo para maltratar a la gente.

– Espera un momento -le interrumpió Wexford-. ¿Quieres decir que si alguien es objeto de piedad utilizarás la violencia física contra él? Eso parece un poco retorcido. Es lo contrario a todo lo que nos enseña la moral social.

– No, escucha. Conviertes a alguien en un objeto, no tanto de piedad sino de debilidad, enfermedad, estupidez, ineficacia, ¿ves lo que quiero decir? Les pegas por su estupidez y su incapacidad para responder, y cuando les haces daño, los marcas, son todavía más feos y repugnantes. Tienen miedo y se acobardan. Sé que no es muy agradable, pero tú me preguntaste.

– Continúa.

– Así que tienes a una persona asustada, estúpida, incluso incapacitada, muda, fea, y ¿qué puedes hacer con alguien así, alguien que no merece ser tratado bien? Los tratas mal porque es lo que se merecen. Uno piensa en los pobres chiquillos a los que nadie quiere porque están sucios, llenos de mocos, mierda, y que siempre lloran. Entonces les pegas porque son odiosos, porque son como animales, porque son subhumanos. Para lo único que sirven es para pegarles, para hacerles todavía más despreciables.

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