Ruth Rendell - Simisola
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– ¿Él?
– Él o ella, o digamos, su agente. Alguien que lo sabía nos vio. El resto lo conjeturó y sólo disponía de una hora para llegar a Castlegate y agazaparse en lo alto de aquellas escaleras. Vamos a buscar casa por casa, Mike. Preguntaremos a todos los residentes de la parte norte de la calle Mayor.
En la oficina de la Seguridad Social efectuaron las mismas preguntas que Barry Vine había formulado una hora antes. Pero Barry sólo había supuesto que Sojourner había estado aquí sin saber cuándo: en cambio Wexford estaba casi seguro de que había entrado en el edificio el lunes cinco de julio, antes de las cuatro de la tarde.
– Buscaba trabajo -le dijo a Ingrid.
– Lo mismo que todos. -Ingrid le miró con sus resplandecientes ojos azules y encogió los hombros-. Ojalá la hubiese visto. -La insinuación era que lo deseaba por él, para complacerlo-. Pero lo recordaría porque al otro día vi a Melanie Akande. Hubiese pensado al ver a Melanie, vaya, qué te parece, otra muchacha negra que no había visto antes por aquí. -Le sonrió apenada-. Pero no la vi.
– Quizá vivía en su barrio -insistió Wexford-. En Glebe Lane o en Glebe Road. Si no la vio por aquí aquel día, tal vez la vio en el barrio ¿En la calle? ¿Delante de un escaparate? ¿En una tienda?
Ella le miró cómo si le tuviera lástima. Él tenía que hacer esta tarea tan ardua, esta misión tan exigente, este trabajo tan duro, y ella lo lamentaba tanto… Ojalá pudiese ayudarlo, hacer cualquier cosa para que la carga resultara más llevadera. Ladeó un poco la cabeza, uno de sus gestos característicos. Wexford pensó en cómo hubiesen sido las cosas si ahora volviera a tener veinticinco años, y hubiese tenido que encontrarse una y otra vez con ella, una muchacha que le hablaba de una manera tan particular, y se preguntó cómo se las habría apañado para desbancar a Jeremy Lang. No «si», sino «cómo», porque estaba seguro de que lo habría intentado, aunque solamente fuera por los ojos más azules del mundo.
– No la he visto en mi vida -afirmó Ingrid y de pronto, otra vez en su papel de funcionaría, apretó el botón que encendía el cartel con el número del próximo cliente.
Wexford, ensimismado, cruzó el centro de trabajo y se detuvo delante de los paneles donde los posibles empleadores ofrecían un puesto vacante. La mayoría no ponían nombres ni domicilios, sólo unos salarios ridículos y trabajos la mar de curiosos, algunos de los cuales nunca había oído mencionar. Se distrajo por un momento y echó una ojeada por las hileras de tarjetas. De hecho, casi todos eran trabajos que nadie, por muy desesperado que estuviese, aceptaría y una frase le vino a la memoria: «desesperados sin experiencia en alegrías…». Se ofrecían salarios de miseria a los dispuestos a cuidar a tres niños menores de cuatro años o a combinar veinte horas de trabajo semanales en una perrera con llevar la casa para una familia de cinco.
No comprendió por qué un anuncio para una niñera (no hacía falta experiencia) mientras los padres estaban de viaje de negocios, despertó un eco en su memoria. Pero confiaba en su intuición y se esforzaba en recordar, buscaba la relación, cuando salió a encontrarse con Burden.
Barry Vine ya había mostrado la foto de Sojourner a los muchachos sentados en las escaleras. «Aquel otro», fue como le describió el chico bajo de pelo rubio. El muchacho de la coleta al parecer hacía todo lo posible por acabar su paquete de cigarrillos antes del mediodía, porque había once colillas entre las cenizas alrededor de sus pies. Burden rogó para que hoy fueran un poco más específicos.
– El lunes por la tarde -dijo-. El primer lunes de julio. Alrededor de las cuatro.
El muchacho de la cabeza afeitada con el surtido de camisetas -hoy llevaba una roja desteñida con la cara de Michael Jackson- miró la foto y, provisto con estos nuevos detalles, declaró después de mucho darle vueltas, como si fuese el resultado de un esfuerzo intelectual tremendo:
– Quizá la vi.
– ¿Quizá la viste? ¿Quizá la viste entrar en la oficina de la Seguridad Social?
– Aquel otro me preguntó lo mismo. No dije eso. Dije que nunca la vi entrar allí.
– Pero sí la viste -se apresuró a intervenir Wexford.
– ¿Tú qué dices, Danny? -le consultó el muchacho al otro de la coleta-. Hace la tira.
– Nunca la vi, tío -contestó Danny, tosiendo mientras apagaba la colilla. Sin nada que hacer con las manos, comenzó a tirarse los pellejos alrededor de las uñas.
– Yo tampoco la vi -señaló el chico del pelo rubio-. ¿Crees que la viste, Rossy?
– Quizá sí -dijo el de la camiseta-. Quizá la vi al otro lado de la calle. Estaba allí mirando. Estábamos yo, Danny, Gary y otro par de tíos, no sé cómo se llaman, estábamos todos en la escalera como ahora, sólo que éramos más, y ella estaba del otro lado mirando.
Ya lo había dicho antes, recordó Burden. En los primeros días de la búsqueda de Melanie Akande, él había mencionado haber visto a una muchacha negra el lunes.
– ¿Recuerdas si fue el lunes cinco de julio por la tarde? -preguntó Burden, ilusionado. Pero si había sido el lunes ya no lo recordaba.
– No lo sé, no sé ni el día ni la hora. Sí recuerdo que hacía calor. Me quité la camiseta para tomar un poco el sol y entonces apareció aquella vieja bruja y me dijo; pillarás un cáncer de piel, jovencito. Yo le contesté: vete a tomar por el culo, vieja burra.
– ¿Crees que la chica del otro lado de la calle quería entrar en la oficina de la Seguridad Social?
– Si quería entrar, ¿por qué no cruzó la calle? -replicó Danny, sin dejar de escarbarse las cutículas-. Sólo tenía que cruzar la calle.
– Pero tú no la viste cruzar…
– ¿Yo? No, no la vi. Pero es lógico, sólo tenía que cruzar.
– No la cruzó -afirmó Rossy, aburrido-. Dame uno de tus pitillos, Dan.
Diana Graddon le había preguntado a Vine media hora antes y en este mismo lugar cuando estaban a punto de subir en el coche del policía:
– ¿Le molesta si fumo?
– Si no le importa, espere a que lleguemos a su casa.
Diana encogió los hombros y apretó los labios. Vine estaba fascinado por el parecido con Annette Bystock. Podían haber sido hermanas. Esta mujer era unos años más joven, más delgada que Annette, menos voluptuosa, pero tenían el mismo pelo ondulado oscuro, las mismas facciones marcadas, la boca grande, la nariz fuerte y los ojos redondos y oscuros, sólo que los de Annette habían sido castaños y los de ella eran azul gris.
Vine le preguntó sobre Snow y ella no intentó negar la relación, aunque mostró una gran sorpresa.
– ¡Eso fue hace diez años!
– ¿Por casualidad fue usted la que le presentó a Annette Bystock?
Nuevas muestras de sorpresa. Diana se quedó pasmada.
– ¿Cómo lo sabe?
– Supongo que la relación no duró mucho -replicó Vine, que era experto en esquivar esa clase de preguntas.
– Un año -dijo Diana Graddon-. Descubrí que tenía hijos. El menor sólo tenía tres años. Es curioso como de pronto lo recuerdas todo. No había pensado en esto desde hacía años.
– ¿Pero usted no cortó la relación?
– Comenzaron las peleas. Mire, yo tenía entonces veinticinco años y no entendía por qué tenía que acomodarme a que él viniera una hora por la tarde y después no tener noticias suyas durante una semana hasta que llamaba para un polvete, y si te he visto no me acuerdo. A veces salíamos pero muy de pascuas a ramos. Tampoco lo quería de forma permanente, me refiero a que yo no pensaba en el matrimonio ni nada parecido. Era joven pero no tonta. Me imaginaba el panorama, vivir con un tipo que tenía que mantener a tres hijos y a una esposa, y para colmo una esposa bastante posesiva. -Cogió aliento y Vine, mientras aparcaba delante de la casa en Ladyhall Road, se preguntó si le interesaba mucho esta historia cuando ella añadió-: Vino una tarde en la que estaba Annette. Yo sabía que vendría porque siempre llamaba primero, pero pensé, ¿Y qué? Por una vez tendremos una reunión de amigos, pasaremos un rato juntos sin sexo de por medio, vamos a ver qué le parece, aunque podía imaginármelo. Es curioso cómo vuelve todo, ¿no? Annette no sabía quién era él o… bueno, lo que éramos el uno para el otro, no sé si me entiende. -De pronto se le ocurrió una idea desagradable-. ¿No querrá decir que él lo hizo? Quiero decir, que él la asesinó.
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