Ruth Rendell - Simisola
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Una de las monstruosidades de la ciudad, uno de esos lugares que todos los visitantes miran y por el que preguntan extrañados. Wexford la ayudó a cargar los libros en el carrito, le preguntó quién se los daba y quién los seleccionaba. Todos sus amigos le regalaban libros, respondió ella. No debía olvidarse de ella la próxima vez que hiciera limpieza de estanterías.
– Todo el mundo piensa en novelas románticas y policíacas -le comentó ella cuando Wexford se despidió en la entrada-, pero las de terror son las más populares. -Le dedicó una calurosa sonrisa-. Lo que se lleva es la mutilación y el canibalismo. Es la mejor lectura cuando uno está depresivo.
Vine había estado con Oni Johnson durante toda la noche. La mujer dormía con las cortinas cerradas.
– Sé que ya terminó su turno -le dijo Wexford en voz baja-, pero quiero pedirle una cosa. Carolyn Snow ya me ha dicho tres veces que su marido estuvo liado con una tal Diana. Piense en ello y si le suena alguna campana, avíseme.
Al cabo de media hora llegó Raffy. Despertó a su madre con un beso y se sentó a mirar los dibujos de su tebeo. Laurette Akande tenía el día libre y la hermana a cargo era una irlandesa pelirroja que trajo el té. Raffy miró las tazas con suspicacia y preguntó si podía tomar un refresco.
– Lo que me faltaba por oír. Ve tú mismo y sácala de la máquina, jovencito. ¡Habrase visto!
– Me gusta tenerle a mi lado -señaló Oni cuando Raffy salió a buscar su bebida, después de haber cogido las monedas del bolso de su madre-. Me gusta saber lo que hace. -Wexford recordó las palabras de la hermana sobre lo posesiva que era Oni-. ¿De qué hablaremos hoy?
– Tiene mucho mejor aspecto -comentó Wexford-. Veo que le han puesto un vendaje más pequeño.
– Un vendaje pequeño para un cerebro pequeño. Quizás ahora tengo el cerebro más pequeño porque el doctor me lo cortó.
– Señora Johnson, le diré de lo que vamos hablar hoy. Quiero que vuelva atrás unas cuantas semanas, digamos tres, antes del jueves pasado, y me diga cualquier cosa extraña que recuerde. -La mujer le miró en silencio-. Algo extraño o diferente en casa, en el trabajo, cualquier cosa sobre su hijo, si conoció a alguien. No se apresure, sólo piense. Retroceda a principios de julio e intente recordar cualquier cosa extraña.
Raffy regresó con una lata de coca. Alguien había encendido el televisor y el muchacho movió la silla para ver mejor. Oni no podía cogerle de la mano y apoyó la suya en el brazo.
– ¿Se refiere a que si alguien habló conmigo en el cruce? ¿Vino a mi casa? ¿O si vi a algún extraño?
– Así es. Lo que sea.
– Alguien dibujó una cosa en nuestra puerta. Raffy lo limpió. Algo parecido a una cruz con las puntas torcidas.
– Una esvástica.
– Fue el día que llamaron a Raffy del centro de trabajo por un empleo. Fue a la entrevista pero para nada. Después Mhonum, mi hermana, celebró el cumpleaños, tiene cuarenta y dos, aunque no los aparenta, y fuimos al Moonflower a cenar. Tengo otro trabajo, ¿lo sabía? Limpio la escuela, tres veces por semana. Un día estaba limpiando y me encontré un billete de diez libras, los chicos siempre llevan mucho dinero, y se lo di a la maestra. Pensé que me darían una recompensa pero qué va. Son pruebas que nos pone el Señor, ¿lo sabía? ¿Es esto lo que quiere saber?
– Eso mismo -contestó Wexford, aunque había esperado alguna cosa más interesante.
– Todo a partir de principios de julio, ¿no? El domingo vino la señora a mi casa, la señora del pelo largo rubio, pidiendo mi voto en las elecciones del consistorio, pero le dije quizá, que no sabía, que me lo pensaría. Aunque quizás esto fue el otro domingo. Sé que el día siguiente fue lunes. ¿Qué fecha fue el primer lunes?
– ¿Cinco de julio?
Raffy se reía de algo en la tele. Dejó la lata vacía en el suelo. Su madre le pidió que se acercara para cogerlo de la mano. El muchacho movió la silla un poco sin apartar la mirada del televisor. Oni se apresuró a cogerle de la mano aunque para conseguirlo tuvo que estirar el brazo al máximo.
– ¿Qué pasó aquel lunes? -preguntó Wexford.
– Poca cosa. Lo único fue por la tarde y yo estaba en el cruce. Quizá no fue aquel lunes sino el siguiente. Pero estoy segura que fue al día después de que viniera la señora de las elecciones. Pensé, es una pena que Raffy no esté aquí. Él te acompañaría, chica, no te perderías si Raffy te llevara.
– No acabo de entenderla, señora Johnson -dijo Wexford, confuso.
– Se lo estoy diciendo, yo estaba en el cruce antes de que los niños salieran de la escuela, en aquel momento, yo estaba allí, y vino una chica y se paró delante mío, ahí mismo en la acera, delante mío y me habló en yoruba. Me sorprendí tanto que casi me caigo al suelo. No oía hablar yoruba desde hacía veinte años. Mi hermana no lo habla porque es demasiado orgullosa. Pero esta chica es de Nigeria y me dijo en yoruba, ¿por dónde se va al lugar que dan trabajo? Mo fé mò ibit’ó gbé wà. Quiero saber dónde queda.
18
Barry Vine durmió cuatro horas, se dio una ducha fría y llamó a Wexford. El inspector jefe le dijo algo incomprensible en un idioma africano. La traducción fue suficiente para que marchara de inmediato a la oficina de la Seguridad Social.
Ingrid Pamber había vuelto al trabajo después de las vacaciones, y ocupaba la mesa entre Osman Messaoud y Hayley Gordon. La joven enfocó a Vine con el rayo azul de sus ojos y le sonrió como si él fuese el amante que regresa de la guerra. Impertérrito, él le mostró la foto de la difunta Sojourner y otra de Oni Johnson que Raffy había encontrado en el piso de Castlegate. Ingrid reconoció a Oni pero nunca había visto a Sojourner. La indiferencia de Vine a sus encantos y sonrisas irritó a la joven.
– Es la señora de la piruleta, ¿no? La reconocería en cualquier parte. Creo que la tiene tomada conmigo. Basta que se me haga tarde para llegar al trabajo bajando por Glebe Road para que ella se plante en la mitad de la calle con la piruleta y me pare.
– ¿Annette la conocía?
– ¿Annette? ¿Cómo voy a saberlo?
Ingrid fue la única entre todo el personal de la oficina de la Seguridad Social que no le preguntó qué le había pasado a Oni y por qué quería saberlo. Nadie, por mucho que hiciera memoria, recordaba haber visto antes a Sojourner. Fue la supervisora Valerie Parker, la que manifestó en voz alta aquello que quizá los demás no se atrevían a decir.
– Todas las personas negras me parecen iguales.
Osman Messaoud, que pasaba en ese momento junto a ella para ir a sentarse frente a uno de los ordenadores, comentó en tono desagradable:
– Qué curioso. A las personas negras los blanquitos les parecen todos iguales.
– No hablaba contigo -replicó Valerie.
– No, supongo que no. Reservas los comentarios racistas para las otras personas que son como tú.
Una vacilación momentánea. ¿Tenía que levantarse para ser incluido en esa categoría? ¿Debía negar a voz en cuello la acusación? Vine optó por dejarles que discutieran el asunto entre ellos. Niall Clark, el otro supervisor, un sociólogo en ciernes, apuntó:
– No creo que los blancos conozcan a los negros en una sociedad como esta. Quiero decir, en un lugar como Kingsmarkham, una ciudad de provincias. Después de todo, hasta hará cosa de diez años no había negros por aquí. Te dabas la vuelta para mirar si veías uno en la calle. Cuando yo iba a la escuela no había ningún alumno negro. Dudo mucho que tengamos más de tres o cuatro negros que vengan a firmar.
Valerie Parker, con el rostro arrebolado después de la discusión, preguntó:
– ¿Cómo se llamaba?
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