Ruth Rendell - Simisola

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La ciudad del inspector Wexford -personaje legendario de la autora- se ve sacudida por la desaparición de una joven de color. El inspector se lanza a una investigación que le desvela los resortes más difíciles de la convivencia racial, y una sociedad de claroscuros que confirma la maestría de la autora británica para urdir tramas perfectas y ahondar en las miserias humanas.

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– Ojalá lo supiera.

– Si tuviéramos el nombre lo buscaríamos en el ordenador. Es probable que haya centenares con el mismo nombre pero quizá…

– No sé su nombre -contestó Vine con la sensación de que nunca llegaría a saberlo.

Incluso sin un nombre, tendría que haber sido fácil identificar y localizar una muchacha negra desaparecida en una ciudad como Kingsmarkham donde predominaban los blancos, pero no lo era. Le habían indicado cómo llegar a este lugar, probablemente había seguido las indicaciones, pero en algún punto del trayecto se había esfumado. O quizás había llegado hasta aquí sin que nadie se fijara en ella. Vine era de la opinión de que no había llegado, pero necesitaba obtener más datos de Oni Johnson antes de seguir esta línea de investigación. De camino hacia la salida pasó junto a la cabina donde Peter Stanton aconsejaba a una nueva clienta. Se trataba de Diana Graddon.

Hasta ahora no había decidido si hablar o no con ella. Parecía innecesario, incluso impúdico. Desde luego la recomendación de Wexford había hecho sonar una campana y había pensado en ello, antes de dormirse y desde el momento que se despertó. ¿Pero qué le importaba a él, o a cualquiera de ellos, si esta mujer había sido una vez la amante de Snow antes de ser reemplazada por Annette Bystock? ¿Era importante en un caso de dos asesinatos y el intento de un tercero? Sin embargo, ahora que la había visto. Vine se sentó a esperar en una de las sillas grises junto a una maceta de plástico con su peperomia artificial.

¿Qué impresión causaba Stanton en las mujeres, mirándolas de esa manera, con los ojos desorbitados? Diana Graddon era una mujer bastante atractiva pero Vine tenía la sensación de que a Stanton sólo le interesaba que fuera mujer y joven. Cogió un folleto titulado «¿Tiene usted derecho al salario social?» y lo leyó para pasar el rato.

Burden no tardó más de veinte minutos en llegar al hospital con la fotografía de Sojourner. Oni Johnson la reconoció en el acto.

– Es ella. Ésta es la muchacha que habló conmigo delante de la Thomas Proctor.

Tuvo que ser el cinco de julio, pensó Wexford. Al anochecer ya estaba muerta. Mavrikiev había dicho que había muerto al menos doce días antes de que la encontraran el día diecisiete. Oni Johnson había hablado con ella unas horas antes de que la mataran.

– ¿Le dijo su nombre? -preguntó Burden.

– No me lo dijo. ¿Por qué iba a hacerlo? Tampoco me dijo de dónde venía, no señor. Me dijo a donde iba, al centro de trabajo, a pedir un trabajo. Eso es todo lo que dijo. ¿Mo fé mò ibit’ó gbé wà?

– ¿Puede describirla?

– Alguien la había golpeado, eso sí que lo sé. He visto gente golpeada. Tenía los labios cortados y un ojo morado, no te lastimas así si te das contra una puerta, qué va. Así que le dije dónde estaba el centro, calle abajo, doblas a la derecha, otra vez a la derecha, entre el Nationwide y Marks y Spencer, y entonces le pregunté, ¿quién te ha pegado?

– ¿Se lo preguntó en inglés o en yoruba?

– En yoruba. Y ella me dijo, bí ojú kò bá kán e m m bá là òràn náà yé e. Que es como decir: «Si no tiene prisa, me gustaría explicárselo».

A Wexford el corazón le dio un brinco.

– ¿Y se lo dijo?

Oni sacudió la cabeza vigorosamente.

– Yo le contesté, sí, tengo tiempo, los niños no salen hasta dentro de cinco, diez minutos, pero entonces, cuando le dije esto, un coche se detuvo justo a mi lado, una madre lo conducía. Venía a recoger a su hijo y yo le dije, no, no puede aparcar aquí, aparque un poco más abajo, y cuando acabé me di la vuelta pero aquella muchacha se había ido.

– ¿Cómo dice? ¿Desapareció sin más?

– No, la veía pero muy lejos, muy lejos calle abajo.

– Dígame cómo iba vestida.

– Llevaba un pañuelo en la cabeza, de tela azul. Un vestido con flores, blanco con flores rosas, y zapatos como los que lleva habitualmente Raffy.

Los policías miraron los pies de Raffy, enganchados en las patas de la silla. Botas de lona de media caña con viras y suela de goma, quizás el calzado más barato que se podía conseguir en la zapatería de más de baratillo de todo Kingsmarkham.

– ¿Recuerda la dirección por la que vino, señora Johnson?

– No la vi hasta que la tuve a mi lado, hablándome al oído. No la vi venir por la calle Mayor, así que quizá vino por el otro lado. Quizá venía de Glebe Lane donde está el campo. Quizá se bajó de un helicóptero en el campo.

– Ella le habló en yoruba -dijo Wexford-, ¿Pero hablaba inglés?

– Sí, seguro. Un poco. Como yo cuando vine aquí. Le dije, ve por aquí, sigue recto hasta el final y llegaras a la calle Mayor, dobla a la derecha, caminas un poco más y tuerces otra vez a la derecha y allí encontrarás el centro de trabajo entre el Nationwide y Marks y Spencers. Son todas palabras inglesas así que se lo dije en inglés. Y ella asintió así… -Oni Johnson sacudió con vigor la cabeza vendada-, y repitió lo que le dije, recto por aquí y a la derecha y a la derecha otra vez, y allí está entre el Nationwide y Marks y Spencers. Y entonces le pregunté quién le había pegado.

– ¿Señora Johnson, recuerda alguna cosa más? ¿Cómo estaba? ¿Jadeaba? ¿Cómo si hubiese estado corriendo? ¿Se la veía triste o alegre? ¿Estaba nerviosa? ¿Angustiada?

La sonrisa de Oni comenzó a esfumarse poco a poco. Frunció el entrecejo y asintió una vez más, pero con menos energía.

– Daba la impresión de que alguien iba a por ella -respondió-, como si alguien la persiguiera. Estaba asustada. Después que se marchó miré por si había alguien pero el lugar estaba desierto, ni un alma, nadie la perseguía. Pero le diré una cosa, ella estaba muy asustada.

– Podemos descartar que llegara en helicóptero -dijo Wexford en el coche-, aunque la idea tiene su atractivo. Vino de algún lugar en el vecindario, Glebe Road, Glebe Lane, Lichfield Road, Belper Road… -Hizo una pausa mientras recordaba la topografía de la zona-. Harrow Avenue, Wantage Avenue, Ashley Grove…

– O a través del campo más allá de Glebe End.

– ¿De Sewingbury o Mynford?

– ¿Por qué no? No están tan lejos -replicó Burden-. Bruce Snow vive o mejor dicho, vivía en Harrow Avenue. Vivía allí el cinco de julio.

– Sí. Pero si se le ocurre alguna razón por la cual Bruce o Carolyn Snow persiguen a una muchacha negra aterrorizada por Glebe Road a las tres y media de la tarde, entonces es que tiene una imaginación más fértil que la mía Mike, incluso ahora éste no es un lugar muy grande. Pudo haber venido de algún lugar al norte de la calle Mayor y esto incluye su casa y la mía.

– Y la de los Akande -apuntó Burden. -En cuanto a los zapatos, ¿servirá de algo preguntar en las zapaterías si una mujer negra compró ese modelo de zapatos recientemente?

– Vale la pena intentarlo -respondió Wexford-, aunque es poco probable que haya dejado su nombre y la dirección en su lista de clientes.

– Mientras tanto, tenemos toda esta información pero seguimos sin saber quién es.

– Quizá porque no la interpretamos de la manera correcta. Por ejemplo, sabemos el motivo del ataque a Oni. Alguien quería evitar que consiguiéramos la información que tenía sobre Sojourner.

– Entonces ¿por qué no lo hizo dos semanas antes? -objetó Burden.

– Tal vez porque él, quien quiera que sea, aunque sabía que Oni Johnson tenía la información, nunca pensó que la encontraríamos. Nunca imaginó que hablaríamos con alguien cuya lejana vinculación con Sojourner se reducía sólo a que por casualidad le había preguntado una dirección. Pero el jueves pasado comprendió su equivocación. Nos vio a Karen y a mí conversando con Oni delante de la Thomas Proctor.

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