Ruth Rendell - Simisola

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La ciudad del inspector Wexford -personaje legendario de la autora- se ve sacudida por la desaparición de una joven de color. El inspector se lanza a una investigación que le desvela los resortes más difíciles de la convivencia racial, y una sociedad de claroscuros que confirma la maestría de la autora británica para urdir tramas perfectas y ahondar en las miserias humanas.

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– ¿Está consciente? -preguntó Wexford-. ¿Puede hablar?

– Ahora duerme.

– ¿Pudo haberlo hecho el muchacho?

– Nadie lo hizo, señor Wexford. No pasó nada. La cánula se salió. Fue un accidente sin consecuencias. ¿De acuerdo?

El hospital investigaría el caso, pensó Wexford, si él o la enfermera Martin comentaban lo ocurrido con algún otro. Era obvio que la hermana Akande no tenía la intención de contárselo a nadie, porque se jugaba el empleo. Además, ¿de qué serviría ahora?

– Voy a quedarme aquí -dijo Wexford-. En esta habitación.

– No puede hacerlo. Tiene a un agente fuera, ese es el procedimiento habitual.

– Soy yo el que decide cuál es el procedimiento habitual -afirmó el inspector jefe-. Hay cortinas alrededor de la cama. Si tienen que hacer algo que no deba ver, pueden correr las cortinas.

– Nunca en todos mis años de enfermera he visto a un policía sentado en una habitación de la unidad de vigilancia intensiva.

– Siempre hay una primera vez. -Se olvidó de la cortesía, del respeto a los sentimientos de la mujer, incluso se olvidó del tremendo error cometido en el depósito-. Sentaré un precedente. Si no le gusta tendrá que aguantarse o le pediré la autorización al señor Cozens.

Laurette apretó los labios. Cruzó los brazos y agachó la cabeza, esforzándose en controlar su temperamento. Después se acercó a la cama y observó atentamente a Oni Johnson. Sacudió el tubo del suero, miró el monitor colgado en la pared y salió de la habitación sin mirar a Wexford.

Él o Burden tendrían que quedarse aquí, pensó el inspector. Quizá Vine y Karen Malahyde. Nadie más. Hasta que ella no hablara y les dijera lo que sabía no la dejarían a solas. Se sentó en la única silla y al cabo de media hora una enfermera que no había visto antes, una mujer tailandesa o malaya, le trajo una taza de té. A última hora de la mañana corrieron las cortinas alrededor de la cama y a la una se presentó Algernon Cozens escoltado por un grupo de médicos internos, estudiantes, la enfermera Martin y la hermana Akande.

Nadie se fijó en Wexford. Sin duda, Laurette Akande había dado alguna explicación de su presencia aunque estaba seguro de que no era la correcta. Llamó a Burden por el teléfono móvil y el inspector se presentó a las tres para relevarlo. La llegada de Burden coincidió con la de Mhonum Ling, vestida de veintiún botones. Los zapatos de tacón alto añadían diez centímetros a su estatura y, con el peinado alto, se había convertido en una mujer bastante esbelta.

De acuerdo a la vieja tradición traía uvas, un regalo inútil porque a Oni la alimentaban por vía intravenosa. La mujer pareció alegrarse de ver a Burden, era alguien con quien conversar y compartir las uvas, aunque Burden no quiso cuando se las ofreció.

No imaginaba, dijo, quién podía querer asesinar a su hermana. Como su sobrino, pareció avergonzada por la pregunta. Después se embarcó en el relato pormenorizado de las desgracias y errores de Oni, de la mala suerte que la había perseguido desde su llegada a la Gran Bretaña, de cómo la había maltratado la vida. No sabía cómo se las arreglaba su hermana para mostrarse siempre tan alegre. Mhonum no tenía hijos y quizá por eso citaba a Raffy como la fuente de todas las preocupaciones de su hermana, un problema desde el día que nació, incluso desde antes, porque el padre se largó en cuanto Oni le dijo que estaba embarazada. Raffy había sido un desastre en la escuela, no iba casi nunca. No sabía hacer nada, apenas si sabía escribir su nombre. Nunca conseguiría un trabajo, viviría del paro toda su vida. La trabajadora y próspera Mhonum sacudió la cabeza apenada por su sobrino, y comentó que Raffy sólo tenía una virtud: era incapaz de hacerle daño a una mosca.

– ¿Su hermana tiene enemigos? -le preguntó Burden.

– ¿Enemigos? ¿Oni? Ni siquiera tiene amigos. -Se metió una uva en la boca. Miró por encima del hombro a la mujer dormida mientras añadía-: Sólo nos tiene a Mark y a mí, y somos gente ocupada. Tenemos que atender un negocio, ¿no? -Su voz se convirtió en un susurro-. Oni tenía un novio pero él no tardó en largarse, ella le asustó. No se lo creerá, era muy posesiva, lo quería todo para ella. Pero él se escapó como el padre de Raffy, otra vez la misma historia.

– ¿Se le ocurre algún motivo por el que alguien quisiera matar a la señora Johnson?

La mujer se lamió la punta de los dedos con delicadeza. Burden se fijó en sus ropas, calculó en unas quinientas libras el valor del traje de seda turquesa y los zapatos Bruno Magli color crema.

– Nadie quiere matarla -contestó-. Ellos matan a una persona porque sí. Están hechos de esa manera. Ella estaba allí y ellos matan, eso es todo.

Como si él no lo supiera, como si necesitara explicaciones en este tema.

Barry Vine relevó a Burden a última hora de la tarde. Se trajo un videojuego de su hijo y un libro de ejercicios de castellano. Aprovechaba las tardes libres para estudiar castellano en una academia. En respuesta a una llamada perentoria del jefe de policía, Wexford cogió el coche y fue a Stowerton. Era la hora punta y se encontró metido en una cola interminable de entrada a la carretera de circunvalación. Por el espejo retrovisor vio el coche rosado de los Epson pero no alcanzó a distinguir al conductor. Tardó quince minutos más en llegar a la casa de Freeborn.

Wexford se la había descrito a Burden como la única casa más o menos bonita en el pequeño y feo pueblo de Stowerton. En otros tiempos había sido la rectoría, un lugar amplio con una gran superficie de jardín.

– ¿Cuánto tiempo más durará esto, Reg? -le preguntó Freeborn-. Dos muchachas muertas y ahora esta mujer a las puertas de la muerte.

– Oni Johnson se recupera -señaló Wexford.

– Más por suerte que por las acciones de ustedes. Pensándolo bien, ella está así por las acciones de ustedes.

A Wexford le pareció un poco duro. Hubiese replicado que de no haber sido por él y Karen la mujer habría muerto en medio de un charco de sangre en el suelo de cemento de Castlegate. Pero no lo dijo. Pensó en una fecha arbitraria y contestó que tendría todo el asunto resuelto a finales de la siguiente semana. Sólo necesitaba una semana.

– Nadie le ha sacado más fotos, ¿verdad? -Freeborn soltó una carcajada desagradable-. Estos días me da miedo mirar el periódico.

Barry pasó la noche en la habitación de Oni y Wexford le reemplazó por la mañana. Mientras estaba allí, entró un médico y cerró las cortinas alrededor de la cama; una enfermera nueva sacudió el tubo del suero. ¿Cómo podía saber quién intentaría matar a Oni? ¿Cómo podía saber si la inyección administrada por el interno era beneficiosa o letal para Oni? No podía hacer otra cosa que estar aquí y rogar que ella se recuperara cuanto antes para hablar con él.

Raffy llegó a media mañana, con la gorra de lana encasquetada, aunque hacía calor en la calle y todavía más en la habitación. Miró los dibujos de su tebeo, sacó el paquete de cigarrillos y después, quizás al comprender que representaba un error grave, lo guardó. Permaneció sentado durante media hora antes de marcharse. Wexford oyó como coma por el pasillo. Karen le relevó por la tarde. Su llegada coincidió con el regreso de Raffy. El muchacho entró comiendo patatas fritas que llevaba en una bolsa de papel grasienta.

– Si despierta, si dice algo, avíseme de inmediato.

– Sí, señor -respondió Karen.

La mujer despertó el domingo cuando Vine estaba de guardia. La mirada de Oni se posó en su hijo. Tendió una mano, cogió la de Raffy y la retuvo. Wexford los encontró así, el muchacho parecía confundido, sin saber qué hacer. Oni le sujetaba los dedos largos con los suyos regordetes. La mujer le sonrió a Wexford y comenzó a hablar.

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