Ruth Rendell - Simisola

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La ciudad del inspector Wexford -personaje legendario de la autora- se ve sacudida por la desaparición de una joven de color. El inspector se lanza a una investigación que le desvela los resortes más difíciles de la convivencia racial, y una sociedad de claroscuros que confirma la maestría de la autora británica para urdir tramas perfectas y ahondar en las miserias humanas.

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– ¿Y esta es nuestra última oportunidad?

– En nuestro trabajo no existe la ultima oportunidad, Karen.

Se abrieron las puertas de la escuela y los niños comenzaron a salir. La mayoría llevaban bolsas y paquetes además de las mochilas. Era el último día de escuela hasta septiembre. Oni Johnson era una negra fornida, de unos cuarenta años, la falda azul ajustada, con un chaleco amarillo fluorescente sobre la blusa blanca y un birrete azul en la cabeza. Esperaba junto al bordillo como un pastor que debe reunir al rebaño sin la ayuda de un perro. Pero los niños eran ovejas dóciles, sabían cómo comportarse, lo hacían cada día.

La mujer miró a la derecha, a la izquierda, otra vez a la derecha, y después se situó en el centro de la calle, con la señal de stop en alto. Los niños la siguieron. Wexford vio a la hija menor de los Riding, la niña que había estado en el garden party con su hermano. Un poco más allá una niña de pelo negro con pendientes de oro subió a un coche conducido por una mujer que Wexford pensó que era Claudine Messaoud. Ahora veía gente negra por todas partes. Siempre era así. Vio a un niño de unos ocho o nueve años abrir la puerta del coche de los Epson pero no alcanzó a ver al conductor. La piel del niño no era negra sino un color café con leche claro y pelo rizado castaño. Sólo era negro porque la clasificación no admitía matices.

Oni Johnson levantó la mano para contener al siguiente grupo de niños en la acera. Fue hacia ellos a paso lento, y al pisar la acera, hizo una señal a los conductores para que circularan. La niña de los Riding subió al Range Rover de sus padres. El coche que podía ser de los Messaoud encaró hacia el sur y lo siguieron otros muchos vehículos. Wexford se acercó a Oni Johnson, le mostró su identificación.

– Nada serio, señora Johnson. Pura rutina. Queremos hablar con su hijo. ¿Irá usted a su casa cuando acabe aquí?

– Mi Raffy -exclamó la mujer, alarmada-. ¿Qué ha hecho?

– Nada que yo sepa. Deseamos hablar con él sobre un asunto, una información que quizás él conozca.

– Está bien. No sé cuándo estará en casa. Viene a merendar. Iré directamente a casa en cuanto acabe aquí. -Dejó pasar un coche y después, con la señal en alto, volvió al centro de la calle, pero esta vez, pensó Wexford, con menos confianza.

Wexford vio que el primero de los coches que esperaba mientras ella hacia pasar a los niños, lo conducía Jane Winster. La mujer le dirigió una mirada fugaz. El chico sentado a su lado tema unos dieciséis años y sin duda lo había recogido en otra escuela, probablemente el instituto.

No estaba lejos de su casa. Tenía tiempo de ir a tomar una taza de té, de reunirse con Karen en Castlegate. El último coche en pasar fue un Rolls Royce conducido por Wael Khoori.

Sylvia estaba allí con sus hijos, sentados alrededor de la mesa de la cocina con Dora. Para Ben y Robin también era el último día del curso.

– Pienso asistir a un curso de formación. Para ser consejera en un centro médico.

– Aclara un poco más -le pidió su padre.

– Hay uno en la consulta de Akande, Reg -intervino Dora-. ¿No has visto la puerta que pone «Consejero» cuando pasas por el pasillo hacia el consultorio?

Robin abandonó por un momento el videojuego.

– Consejero es como llaman a los abogados en Estados Unidos.

– Bueno, sí, pero aquí no. Me enviarán pacientes para que les aconseje. La idea es que puede resultar una alternativa a los tranquilizantes. Y no intentes pasarte de listo. Robin. Continúa con tu juego.

– Ko se wahala -contestó Robin.

Hacía mucho tiempo que los miembros de la familia habían dejado de preguntarle a Robin sobre sus «ningún problema». La teoría de Sylvia era que si no le hacían caso, acabaría por superarlo. Sin embargo, esta fase duraba en exceso y no mostraba señales de ir a menos. Hacía meses que los padres, abuelos y su hermano no se reían, comentaban ni preguntaban, pero ahora Wexford quiso saber una cosa.

– ¿Qué idioma es ese, Robin?

– Yoruba.

– ¿Dónde se habla?

– En Nigeria -le informó Robin-. Suena bien, ¿no crees? Ko se wahala. Mucho mejor que nao problema, que es prácticamente igual en inglés.

– ¿Te lo enseñó alguien en la escuela? -preguntó Wexford, sin tener muy claro que esperaba averiguar.

– Sí. Lo aprendido Oni. -Robin parecía muy satisfecho de que le preguntaran-. Oni George. Se sienta a mi lado en la clase.

Así que Oni era un nombre nigeriano. Raymond Akande era nigeriano. De pronto tuvo la certeza, sin ningún motivo sólido, sólo por intuición, que Sojourner también lo era. La otra Oni, Oni Johnson, había dicho que estaña en casa a las cinco. Tenía la sensación, casi una intuición exultante, que estaba a punto de descubrir algo, de averiguar quién era Sojourner, la vinculación entre ella y Annette y la razón por la que las habían asesinado. El chico era la respuesta, el chico llamado Raffy con su gorra de colores, que no hacía otra cosa en todo el día que observar, reparar, recordar, ¿o es que pasaba como un ciego por sus días vacíos?

Karen le esperaba cuando llegó a Castlegate pasadas las cinco. El tablón de anuncios delante del edificio estaba cubierto con carteles de Anouk Khoori, por lo menos una decena, pegados uno al lado del otro. Wexford y Karen cruzaron el patio de cemento lleno de baches. Un perro, o un zorro, o incluso, en estos tiempos, un ser humano había roto una de las bolsas de basura apiladas junto a la entrada y dejado un rastro de huesos de pollo, cajas de comida, envases de verduras congeladas. La tarde era calurosa y un olor casi químico de cosas podridas emanaba de las bolsas.

Wexford recordaba los años en que una casa de estilo gótico victoriano, con sus torres y almenas, se levantaba en este lugar; no era muy bonita, sino un tanto grotesca, pero interesante. Y el jardín había sido un muestrario de árboles. Todo había desaparecido en los sesenta y, a pesar de las protestas de todos, las peticiones e incluso una manifestación, habían construido Castlegate en aquel solar. Incluso le desagradaba a aquellos que habían tenido allí su hogar. Wexford abrió las puertas de entrada y los cristales rajados resonaron.

– El ascensor no funciona -dijo Karen.

– Y ahora me lo dice. ¿Cuántos pisos son? Si el chico no está en casa podemos esperar aquí.

– Sólo son seis pisos, señor. Si quiere que suba a ver si…

– No, no, desde luego que no. ¿Dónde están las escaleras?

Las paredes eran de cemento pintadas color crema y la pintura se caía. Las baldosas del suelo mostraban un color negro sucio. Un aficionado a las pintadas había escrito: «Gary es una mierda» en la pared donde estaba el ascensor averiado.

– Van a derruirlo -comentó Karen como si fuera su responsabilidad disculparse por el mal estado de Castlegate, por la mala calidad de la construcción y la mugre general-. Todo el mundo ha sido realojado excepto los Johnson y otra familia. Por aquí, señor. Las escaleras están a la izquierda.

Karen contuvo un grito. Se llevó la mano a la boca. Un segundo más tarde Wexford vio lo mismo que ella.

Al pie de las escaleras de cemento una mujer, o el cuerpo de una mujer, yacía tendido en el mosaico. La cabeza en un charco de sangre. Oni Johnson no había conseguido llegar a su casa.

17

Oni Johnson permanecía en la unidad de cuidados intensivos del hospital de Stowerton luchando entre la vida y la muerte. Aquel mundo pequeño era responsabilidad de la hermana Laurette Akande, que estaba a cargo de esta unidad desde el año anterior. No todas las heridas de Oni eran consecuencia de la caída por las escaleras, aunque había rodado los seis pisos. Tenía un golpe en el lado izquierdo de la cabeza a pesar de que había chocado con el derecho contra el suelo, así que había un policía de guardia delante de su puerta las veinticuatro horas del día y Wexford trataba el caso como un intento de asesinato.

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