Ruth Rendell - Simisola

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La ciudad del inspector Wexford -personaje legendario de la autora- se ve sacudida por la desaparición de una joven de color. El inspector se lanza a una investigación que le desvela los resortes más difíciles de la convivencia racial, y una sociedad de claroscuros que confirma la maestría de la autora británica para urdir tramas perfectas y ahondar en las miserias humanas.

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– Esto nos deja a los Ling -dijo Burden-. Mark y Mhonum, M, H, O, N, U, M, en Blakeney Road. Él es de Hong Kong, tiene el restaurante Moonflower, ella es negra, y no sabemos la edad de los hijos, o si tienen. Ella es la única paciente negra del doctor Akande.

Pemberton había hablado con alguien del consulado de Gambia. Estaban al corriente de la desaparición de su conciudadana, Demsie Olish, y «seguían el caso con atención». Había conseguido menos de las restantes embajadas africanas. Había reducido a cinco el número de mujeres en el registro nacional que se ajustaban a la descripción de Sojourner. Los parientes o, en su ausencia -a menudo no los había- los amigos, tendrían que viajar a Kingsmarkham para el desagradable intento de identificar a la muerta.

Wexford calculaba, por los datos disponibles, que dieciocho personas negras vivían en Kingsmarkham, quizá media docena más entre Pomfret, Stowerton y los pueblos vecinos. Esta cifra incluía a los tres Akande, Mhonum Ling, las nueve personas pertenecientes a las tres familias que iban a la iglesia, los dos clientes masculinos de la oficina de la Seguridad Social, la madre y su hijo que eran los otros dos baptistas de Kingsmarkham. Melanie Akande que era una de las dientas, y la hermana de uno de los baptistas que era la otra.

Los Epson, que vivían en Stowerton, era la familia cuyos hijos estaban al cuidado de Sylvia. Él era negro, ella blanca. El año pasado habían ido de vacaciones a Tenerife dejando al hijo de nueve años a cargo del hermano de cinco. Al parecer estaban otra vez de viaje porque cuando Karen llamó una niñera atendió el teléfono. La mujer respondió a las preguntas nerviosa y molesta pero no sabía nada de ninguna chica negra de diecisiete años desaparecida.

– Aquellos chicos, los jóvenes, que se pasan el día en la escalinata, supongo que no son siempre los mismos, pero el día que fui allí después de que encontramos el cadáver de Annette, uno de ellos era negro. Trenzas y una gorra tejida grande. Al parecer tenemos localizadas y clasificadas a todas las personas negras de Kingsmarkham; no me gusta, pero no dudo que ha de ser así, por lo tanto ¿qué pasa con él? ¿Dónde encaja?

– Hoy no estaba allí -le contestó Barry que después le preguntó a Archbold-. Hoy no estaba, ¿no es así, Ian?

– En efecto, no le vi. Tienes a una madre y a su hijo en la lista; quizá él es el hijo.

– Probablemente es mi chico de dieciocho años -señaló Karen.

– No lo es si el tuyo todavía va a la escuela. A menos que sea un experto en escabullirse. Tenemos que encontrarlo.

Wexford miró a los presentes, y de pronto se sintió como un anciano entre ellos. El resto de lo que iba a decir lo tenía en la punta de la lengua, pero se lo calló. No era fácil, ¿verdad? No todas las madres iban a la iglesia. La mayoría de ellos no asistía regularmente a la escuela ni iba al instituto. En cuanto a las embajadas, suele olvidarse, siempre suele olvidarse, que la mayoría de estas personas son británicas, legalmente son tan británicas como nosotros. No figuran en los archivos, no tienen expedientes, ni carnets de identidad. Y se cuelan por la red.

La muchacha era muy joven y aunque oscura, con la piel morena y el pelo negro largo, parecía frágil. Yasmin Gavilon, de Harrogate, era la compañera de facultad de Demsie Olish. Daba muestras de una timidez extrema y al parecer no tenía muy claro qué se esperaba de ella. Wexford hubiese preferido que algún otro la acompañara a la sala del depósito, pero era una tarea que no podía delegar. Recordaba con toda claridad lo ocurrido la ultima vez. Y a esta muchacha se la veía muy joven, no aparentaba tener veinte años.

Le había explicado tres veces que el cuerpo que iba a ver quizá no era el de Demsie, que con toda probabilidad no se trataba de Demsie. Ella sólo tenía que mirar y decirle la verdad. Pero al ver la expresión confiada de su rostro, tan inocente, sin ninguna huella de la experiencia, casi tuvo la tentación de decirle que se fuera a su casa, que cogiera el próximo tren de vuelta, y que él buscaría a algún otro para que mirara el cadáver de Sojourner.

El olor del formol era como un gas. La funda de plástico estaba abierta, y apartada la sábana. Yasmin miró. Su expresión fue casi idéntica a la que mostró cuando le presentaron a Wexford en su despacho. Entonces había murmurado, «Hola», y ahora murmuró: «No. No es ella». El tono era el mismo.

Wexford la acompañó fuera de la sala. Se lo preguntó otra vez. «No -dijo ella-. No es Demsie», y añadió: «Me alegro». Intentó sonreír, pero su rostro tenía un color verdoso. «Por favor, quiero ir al lavabo».

Le dieron una taza de té dulzón bien caliente y la llevaron en coche a la estación. El siguiente en comparecer fue Dilip Kumari. Si Wexford le hubiera visto en la calle, sin saber su nombre ni escuchado su voz, le hubiese tomado por español. Kumari hablaba con sonsonete galés, pero en el inglés perfecto de los indios que han nacido en la India. Era el delegado de la agencia del NatWest Bank en la calle Mayor de Stowerton y aparentaba los cuarenta y tantos años que tenía.

– Su esposa es muy joven -comentó Wexford.

– ¿Demasiado joven para mí? ¿Es lo que insinúa? Tiene razón. Pero en aquel momento no me lo pareció. -Se mostraba resignado, fatalista, casi despreocupado. En el acto fue evidente su convencimiento, sin haberla visto, que Sojourner no era Darshan Kumari-. Hasta donde yo sé, mi mujer se fugó con un chico de veinte. Desde luego, si esta es ella, cosa que dudo mucho, no tendré problemas ni gastos para divorciarme de ella.

Soltó una carcajada, quizá para mostrarle a Wexford que no lo decía del todo en serio.

Entraron y una vez más exhibieron a Sojourner.

– No -dijo enfático-. No -y al salir añadió-: Que tenga mejor suerte la próxima vez. ¿Sabe si uno se puede divorciar de una mujer que no encuentra? Quizá sólo después de cinco años. Me pregunto que dice la ley al respecto. Tendré que averiguarlo.

¿Cuál era la red por la que se había colado? Quizá la misma por la que se había filtrado el chico de las trenzas y la gorra de colores que no estaba delante de la oficina de la Seguridad Social cuando Wexford llegó al lugar diez minutos más tarde. El que sí estaba era el chico de la cabeza rapada, esta vez con una camiseta tan descolorida que el dibujo del dinosaurio era una sombra de sí mismo, y el chico de la coleta con los pantalones del chándal, que encendía un cigarrillo con la colilla del otro. Con ellos estaba un chico muy bajo y regordete con los rizos dorados peinados hacia atrás para parecer más alto y un chico indescriptible lleno de lunares, en pantalones cortos. Pero el chico negro con las trenzas no estaba.

Dos estaban sentados en la balaustrada desportillada, sucia y áspera del lado derecho y dos en el izquierdo, donde también había un montón de latas de gaseosas vacías y aplastadas y paquetes de cigarrillos vacíos. El chico de la coleta fumaba un cigarrillo que él mismo había liado. El muchacho de los lunares tenía los pies en medio de un montón de colillas y con la punta de las zapatillas de baloncesto de lona negra trazaba sin ningún método una serie de círculos y rayas en las cenizas. Se mordía las cutículas. En el momento que se acercaba Wexford, a su vecino de enfrente, con el fantasma del dinosaurio en el pecho, se le ocurrió la divertida idea de lanzar chinas -tenía un puñado-, contra el montón de latas; quizás apuntaba a la más alta para hacerla caer y que rodara por el suelo.

No se fijó en Wexford. Ninguno le miró. Tuvo que decir dos veces quién era antes de conseguir llamar la atención, y entonces fue el chico bajo el que le miró, probablemente porque era el único desocupado.

– ¿Dónde está tu amigo?

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