Ruth Rendell - Simisola

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La ciudad del inspector Wexford -personaje legendario de la autora- se ve sacudida por la desaparición de una joven de color. El inspector se lanza a una investigación que le desvela los resortes más difíciles de la convivencia racial, y una sociedad de claroscuros que confirma la maestría de la autora británica para urdir tramas perfectas y ahondar en las miserias humanas.

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Apenas había desaparecido de la vista cuando un coche patrulla trajo a Festus Smith, un joven de Glasgow, cuya hermana de diecisiete años figuraba como desaparecida desde marzo. Su reacción ante el cadáver fue muy parecida a la de Begh, aunque no dijo que viajar seiscientos kilómetros para verlo fuera una pérdida de tiempo. Después de él fue el turno de Mary Sheerman de Nottingham, madre de una hija desaparecida. Carina Sheerman había desaparecido cuando regresaba a su casa del trabajo un viernes de junio. Tenía dieciséis años y antes había desaparecido una vez poco antes de cumplir los catorce, pero no era la muchacha muerta en el depósito.

De camino para ver a Carolyn Snow, Wexford pensó que Sojourner era una muchacha local, que había vivido en la ciudad o en el entorno. No se había colado por una red sino que nunca habían denunciado su desaparición. ¿Porque no lo sabían? ¿O porque el que lo sabía quería ocultar su ausencia, de la misma manera que una vez habían querido ocultar su existencia?

Carolyn Snow estaba en el jardín trasero, sentada en una tumbona a rayas; leía precisamente la clase de novela moderna de la cual derivaba, según le había comentado él a Burden, su conocimiento de palabras obscenas. Joel le acompañó hasta el jardín. Wexford pensó que hacía mucho tiempo que no veía una expresión tan desesperada y triste en el rostro de un adolescente.

– ¿Sí? -dijo Carolyn Snow, casi sin mirarle-. ¿Qué pasa ahora?

– Quiero darle una última oportunidad para que nos diga la verdad, señora Snow.

– No sé de qué habla.

Otra de las leyes de Wexford afirmaba que ninguna persona sincera hacía este comentario. Era de uso exclusivo de los mentirosos.

– Yo, en cambio, sé muy bien que no me dice la verdad cuando afirma que su marido salió la noche del siete de julio. Sé que él no se movió de aquí. Pero me dijo que él salió y, además, animó a su hijo, un chico de catorce años, para que le apoyara en su mentira.

Ella dejó el libro boca abajo sobre la tumbona a su lado. Wexford permaneció de pie. La mujer le miró con un leve rubor en las mejillas. El movimiento de sus labios era casi una sonrisa.

– ¿Y bien, señora Snow?

– Caray, ¿qué mas da? Al demonio con todo. Le he hecho pasar unas cuantas noches de insomnio, ¿no cree? Le he castigado. Claro que aquella noche estaba en casa. Sólo fue una broma decir lo contrario, y resultó fácil engañar a todo el mundo. Le conté a Joel todos los detalles de las cosas que él había hecho y le hablé de la tal Diana. Mi hijo hubiera hecho cualquier cosa por mí. Hay gente que me aprecia, ¿lo sabía? -Esta vez la sonrisa era auténtica, amplia, alegre, un poco loca-. Él está para el arrastre, de verdad cree que le encerrarán por matar a aquella puta.

– A su marido no le pasará nada -replicó Wexford-. Es a usted a la que acusaré de entorpecer la labor de la policía.

Se había nacionalizado australiano y ya hablaba con el acento fuerte de los habitantes de aquel país. Vine apenas si pudo estrecharle la mano y decir: «Buenos días, señor Colegate», antes de que el hombre se embarcara en una diatriba contra la familia real y a proclamar las virtudes del republicanismo.

La madre, estaban en su casa de Pomfret, asomó la cabeza para preguntarle a Vine si quería té. Stephen Colegate dijo:

– Té no, gracias. ¿Que tiene de malo el café?

– No quiero nada, gracias -respondió Vine.

Dos niñas entraron corriendo en la sala perseguidas por un terrier escocés. Saltaron sobre el sofá, con los brazos en alto, gritando. Colegate las miró orgulloso.

– Mis hijas -dijo-. Me volví a casar en Melbourne. Mi esposa no ha podido venir, tiene un trabajo muy importante. Pero le prometí a mi madre que vendría este año al Reino Unido y cuando prometo algo lo cumplo. Llévate al perro al patio. Bonita.

– Entonces, ¿no ha venido para el funeral de su anterior esposa?

– Dios mío, no. Cuando acabé con Annette fue para siempre. -Se rió con fuerza-. En la vida, en la muerte y más allá de la tumba.

Vine pensó que Annette Bystock había tenido un gusto desafortunado con los hombres. Las dos niñitas saltaron del sofá y huyeron. La más pequeña le lanzó un puntapié al perro cuando pasó a su lado.

– ¿Cuándo llegó al país, señor Colegate?

– Caray, ¿por qué diablos iba a matar a Annette?

– Por favor, señor, dígame cuando llegó aquí.

– Desde luego, no tengo nada que ocultar. Llegué el sábado pasado. Volé en Quantas, no me subiría a un avión de la Pom ni regalado, alquilé un coche en Heathrow, las niñas durmieron durante todo el trayecto. Lo puedo demostrar. ¿Quiere ver el billete?

– No hace falta -dijo Vine, y le mostró la foto de Sojourner. La mirada de indiferencia mostró a las claras que Colegate nunca la había visto. Llegó el café, traído por una mujer aprensiva que no estaba habituada a prepararlo.

– No llegué aquí hasta el domingo, ¿no es así, mamá? -comentó Colegate.

– Fue una pena. Me dijiste que llegarías el seis. Todavía no sé por qué cambiaste de opinión.

– Te lo dije. Surgió una cosa y tuve que retrasar la salida. Si dices esas cosas pensará que vine antes y me oculté en alguna parte para estrangular a Annette.

– ¡Calla, Stevie! -protestó la señora Colegate con voz chillona. Contuvo el aliento mientras su hijo, con la nariz fruncida, quitaba restos de café molido de la superficie del líquido aguachirle marrón-. Sé que no está bien hablar mal de los muertos -añadió, y se dedicó a ello, poniendo por tierra a Annette y, por extensión, a sus padres, mientras Vine se retiraba con toda discreción.

No era algo habitual en las elecciones locales de Kingsmarkham pegar carteles con las fotos de los candidatos. Es porque son tan feos, afirmaba Dora, y Wexford estaba de acuerdo. El representante del Partido Nacional Británico con el cuello de toro, el rostro abotagado, el pelo como púas y ojos porcinos, no era ninguna belleza, y Lib Dem, con su cara de buitre, nariz ganchuda y los párpados caídos no le iba a la zaga. En cambio, la gente opinaba que Anouk Khoori sería un embellecimiento en cualquier cargo y su cartel el mejor anuncio que podía hacer de sí misma.

Wexford se detuvo a contemplar uno pegado en una cartelera de Glebe Road. Era pura foto, excepto por el nombre y filiación política. Sonreía y la adecuada utilización del aerógrafo había borrado las arrugas creadas por la sonrisa. Para la foto le habían peinado con rizos. La mirada era limpia, sincera, seria. La escuela Thomas Proctor sería uno de los centros electorales, y el cartel estaba lo bastante cerca como para que el rostro permaneciera en la memoria.

Llegó temprano, pero ya había coches aparcados, esperando recoger a los niños. Decían que era una buena escuela, la escogida por algunos padres acomodados que bien podían permitirse una educación privada. Su objetivo apareció por el lateral de la escuela, cargada con la señal de stop. Al parecer, también era el objetivo de Karen Malahyde. Por una ruta diferente a la suya, Karen había llegado a esta escuela y a este cruce, porque de pronto le vio salir de un coche que él creía perteneciente a uno de los padres de la escuela y dirigirse hacia la mujer en la acera. Karen se volvió al verle.

– Grandes mentes, señor -comentó Malahyde.

– Espero que las grandes mentes además de parecerse sepan pensar bien, Karen. El hijo se llama Raffy. ¿Sabe el apellido?

– Johnson. Ella es Oni Johnson. -Karen se arriesgó a preguntar-. ¿Por qué piensa que Raffy puede identificarla?

– En realidad, Raffy está en la misma situación que aquel viejo, Begh, o, para el caso, el doctor Akande. No tenemos razones específicas. -Wexford encogió los hombros-. Quizá porque pienso en ambos como…, digamos, marginados. Gente prescindible de la que nadie se preocupa mucho.

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