Ruth Rendell - Simisola

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La ciudad del inspector Wexford -personaje legendario de la autora- se ve sacudida por la desaparición de una joven de color. El inspector se lanza a una investigación que le desvela los resortes más difíciles de la convivencia racial, y una sociedad de claroscuros que confirma la maestría de la autora británica para urdir tramas perfectas y ahondar en las miserias humanas.

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Embajadas, legaciones, consulados de todos los países africanos. Era una línea de investigación y se la encomendó a Pemberton. Karen Malahyde se concentró en los centros educativos, muchos de los cuales estaban cerrados por vacaciones, lo que significaba llamar a los directores, administradores, bedeles y encargados de residencias. Si Sojourner sólo tenía diecisiete años quizá aún iba a la escuela. Las probabilidades de que se hubiese alojado en un hotel inmediatamente antes de su muerte eran pocas, pero de todas maneras tendrían que preguntar, desde el Oliver y Dove en un extremo de la escala a la más humilde de las pensiones de Glebe Road en el otro.

Annette le dijo a su prima que tenía que contarle algo a la policía, y Wexford se preguntó por qué ella no se lo dijo a Bruce Snow cuando él le llamó aquel mismo martes a última hora de la tarde, la tarde anterior a su muerte. Pensó en el pariente de Ladyhall Avenue cuya existencia negaban los Snow. Y se preguntó qué podía haber hecho una chica tan joven, tan vulnerable y, al parecer, tan poco estimada como Sojourner como para que alguien la matara a golpes. ¿Era posible que estuviese considerando las cosas al revés? ¿Que a Annette no la mataron por lo que le habían dicho, sino que a Sojourner la mataron por lo que Annette le había confiado? ¿Era Annette la depositaría de un secreto, desconocido para Snow, para Jane Winster o para Ingrid Pamber?

– No tuve ánimos para desayunar esta mañana y ahora siento ese desagradable vacío que es la llamada silenciosa para el almuerzo del alma -le dijo a Burden cuando se encontraron delante del Nawab.

– Eso es de P. G. Wodehouse -señaló Burden.

Wexford no hizo ningún comentario. Esta era la primera vez que Burden adivinaba la fuente de una de sus citas. Resultaba una experiencia reconfortante que el inspector se apresuró a disipar con un jarro de agua fría. Con un tono agrio que a veces utilizaba añadió:

– La esposa de Messaoud es antillana.

– Mi mujer es inglesa -dijo Wexford en el interior del restaurante-, pero no significa que conociera a Annette Bystock.

– Es diferente. Usted sabe que es diferente.

Wexford vaciló, cogió un trozo de nan del plato que tenía delante.

– Sí, lo sé. Es diferente. Lo lamento. Y ya que estamos, lamento lo de ayer. No tenía por qué hablarle de esa manera.

– Olvídelo.

– Al menos no delante de Barry. Lo lamento. -Wexford recordó su nueva ley y cambió de tema-. Me gusta el pan indio, ¿a usted no?

– Más que los indios. Lo lamento, pero ese tipo Messaoud es mala cosa. Iré a hablar con su esposa.

Les sirvieron el menú especial que habían perdido, el «Thali rápido», llegó en un par de minutos. Consistía en casi todo lo que considerabas como comida india colocada en el borde de un plato grande con una pila de arroz en el medio y un poppadom aparte. Wexford se sirvió un vaso de agua.

– Ojalá esa foto que tenemos no la hiciera parecer tan muerta, muerta de hace tiempo, pero no se puede evitar. No vendría mal mostrarla por Ladyhall Avenue. Probaremos con los tenderos de la calle Mayor, los centros comerciales y los supermercados.

– La estación de trenes -añadió Burden-, y la de autocares. ¿Iglesias?

– Los negros van a la iglesia más que los blancos, por lo tanto, sí, ¿por qué no?

– ¿Stowerton Industrial State? Se alegrarán de haber perdido a uno. Así no les parecerán que sobran. Disculpe, es un chiste malo. Vale la pena intentarlo, ¿no cree?

– Todo ayuda, Mike.

Wexford suspiró. Por «todo» no se refería a hablar con todos los residentes negros de las islas británicas. En realidad se refería a actuar como si Sojourner hubiera sido una estudiante blanca. Pero de pronto comprendió que no podía ser, que esta no era la manera, por muy ética que pareciera.

Una rápida ojeada al fax de la policía de Myringham que estaba sobre su mesa le dijo que ninguna de las descripciones coincidía con la de Sojourner. Las mujeres desaparecidas estaban clasificadas por etnias, pero ¿no era inevitable esta clasificación en un caso como este? Recordó la conversación que había mantenido una vez con el superintendente Hanlon de la división criminal de Myringham sobre el tema de lo políticamente correcto.

«En lo que a mí respecta -afirmó Hanlon-, PC equivale a “Police Constable” [agente].»

Cuatro mujeres cuyos antepasados pertenecían al subcontinente indio y un africano figuraban en la lista. Myringham, con su industria, aunque ahora casi liquidada, había atraído a muchos más inmigrantes que Kingsmarkham o Stowerton, y a sus dos universidades asistían estudiantes de todo el mundo. Melanie Akande no era la única alumna de la antigua politécnica de Myringham que había desaparecido. En la lista aparecía Demsie Olish de Cambia, estudiante de sociología, cuyo hogar estaba en un lugar llamado Yarbotendo. Una de las indias, Laxmi Rao, era licenciada por la universidad del Sur. No tenían noticias de ellas desde Navidad pero se sabía que no habían regresado a casa. La esrilanquesa que Burden ya le había mencionado como la restauradora ausente. La paquistaní, Naseem Kamar, viuda, había sido operaría en una fábrica de ropa hasta que la empresa cerró en abril. La señora Kamar desapareció al perder el empleo. La policía de Myringham tenía casi la plena certeza de que Darshan Kumari se había fugado con el hijo del mejor amigo de su marido. Asimismo, sospechaban que Surinder Begh había sido asesinada por su padre y tíos por no querer casarse con el hombre que le habían elegido, pero no tenían pruebas para demostrar la teoría.

Tendrían que buscar a los parientes de estas mujeres y llevarlos al depósito para que hicieran una identificación. Bueno, no los de la viuda Kamar. Ella tenía treinta y seis años. Y la edad de Laxmi Rao, veintidós, era un ingrato recuerdo del error cometido. La candidata con más puntos era Demsie Olish. Tenía diecinueve años, había ido a su casa en Gambia en abril y había vuelto, la habían visto la casera, los otros dos estudiantes que vivían en la casa, y los numerosos estudiantes de su curso en Myringham, y después, a partir del cuatro de mayo, no la habían visto más. Transcurrió una semana antes de que denunciaran la desaparición. La pega para que fuera Sojourner era la estatura declarada: un metro sesenta y dos centímetros. Descartadas estas mujeres, tendrían que ampliar las redes…

Convocó una reunión a las cinco para compartir los descubrimientos y proponer a Demsie Olish como la víctima anónima. Una muchacha que había sido amiga suya y que vivía en Yorkshire llegaría al día siguiente para ver el cadáver. Para estar prevenidos, si no se conseguía la identificación, se lo pedirían a Dilip Kumari. Su esposa sólo tenía dieciocho años.

Claudine Messaoud era la cara opuesta de su marido; dispuesta a ayudar en todo lo posible. Al parecer, a Burden le había caído bien, cosa que era un triunfo en las relaciones raciales. Aunque ella no sabía nada de una mujer negra entre dieciséis y veinte años desaparecida, dirigió a Burden a la iglesia a la que asistían ella y otras personas negras. Eran los baptistas de Kingsmarkham. El pastor le dijo a Burden que por lo menos un miembro de la mayoría de las familias negras de Kingsmarkham asistía a la iglesia, por lo general una mujer de mediana edad. Incluso así, eran pocas.

– Laurette Akande también es una de las feligresas -señaló Burden-. Por lo tanto, sólo quedan cuatro familias. Visité a una pero son jóvenes y sus hijos tienen dos y cuatro años. Quizá a Karen le gustaría hablar con el resto.

– ¿Karen? -dijo Wexford.

– Desde luego. Lo haré esta noche. Pero sospecho que ya conozco a dos, me refiero a las que tienen hijos en el instituto. Dos chicas de dieciséis y un chico de dieciocho, todos en sus casas. Les vi.

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