Ruth Rendell - Simisola
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Messaoud sonrió satisfecho por haber puesto al sargento en una situación incómoda.
– ¿De color? Que expresión más interesante. ¿Rojo quizás, o azul? Mi esposa, sargento detective Vine, es una dama afrocaribeña de Trinidad. Pero no está en el paro y nunca ha puesto un pie en esta oficina.
Por fin, después de mucho bregar. Vine consiguió averiguar entre todos los empleados de la oficina de la Seguridad Social, y con la renuncia a lo políticamente correcto por todas las partes, que cuatro de los beneficiarios eran negros. Dos hombres y dos mujeres y todos mayores de treinta años.
15
– ¿Sabías que el PNB ha presentado un candidato en los comicios para el consejo de Kingsmarkham?- le preguntó Sheila por teléfono.
– Pero si son la semana que viene -dijo Wexford, mientras intentaba recordar quién o qué era el PNB.
– Lo sé. Pero acabo de enterarme. Ya tienen un representante parlamentario.
Por fin lo recordó. El PNB era el Partido Nacionalista Británico, postulante de una Gran Bretaña blanca para el hombre blanco.
– Eso es en Londres Este -replicó él-. Aquí es distinto. Los conservadores ganarán de calle.
– Los ataques racistas en Sussex han aumentado un setecientos por ciento el año pasado, papá. Es un hecho. No puedes negar las estadísticas.
– Está bien, Sheila. No creerás que me entusiasma tener a una pandilla de fascistas en el consejo, ¿verdad?
– Entonces más te valdrá votar por los liberaldemócratas o por la señora Khoori.
– Se presenta, ¿no es así?
– Como independiente en la lista de los conservadores.
Wexford le habló de los encuentros con Anouk Khoori y de la fiesta. Ella le preguntó por Sylvia y Neil. Por primera vez en muchos años Sheila estaba sin un hombre en su vida. Esta carencia parecía haberla convertido en una mujer más calmada y triste. Interpretaría el personaje de Nora en La casa de muñecas en una producción del festival de Edimburgo. ¿Él y mamá pensaban asistir? Wexford pensó en Annette, en Sojourner y en la desaparecida Melanie y contestó que no, lo sentía mucho pero era imposible.
Dispuesto a visitar a los Akande por primera vez desde la escena en el depósito, se dijo a sí mismo que no fuera cobarde, tenía que enfrentarse a ellos, había actuado de buena fe aunque sin cuidado, pero por todo esto fue incapaz de desayunar. El café fue lo único que consiguió tragar. Recordó una frase de Montaigne: «Hay un viejo dicho griego que dice que los hombres se atormentan no por las cosas en sí sino por lo que piensan de ellas». ¿Quien podía decir si pensaba correctamente?
Después de las tormentas del fin de semana, había vuelto el tiempo cálido y no tan húmedo, hacía calor, el aire cristalino, el cielo de un azul fuerte y brillante. Las lilas rosas y blancas habían florecido en el jardín de los Akande. Él olió el fúnebre perfume incluso antes de llegar a la verja. Laurette Akande abrió la puerta. Wexford dijo «Buenos días» y esperó a que se la cerrara en las narices.
En cambio, ella la abrió un poco más y le invitó a pasar, aunque no muy a gusto. Parecía contrita. La casa estaba en silencio. Sin duda Patrick, su hijo, aún no se había levantado; sólo eran un poco más de las ocho. El doctor se encontraba en la cocina, de pie junto a la mesa, bebiendo un jarro de té. Dejó el jarro, se acercó a Wexford y sin venir a cuento, le estrechó la mano.
– Lamento lo ocurrido el domingo -dijo Akande-. Es obvio que no hubo mala intención de su parte. Confiábamos en que no lo tomara a mal y que dejara de visitamos, ¿no es así, Letty?
Laurette Akande encogió los hombros y miró en otra dirección. Wexford pensó que quizá la convertiría en una de sus leyes -llevaba un catálogo mental de la primera ley de Wexford, la segunda, la tercera…-, según la cual si después de las dos o tres primeras excusas dejabas de disculparte con la persona ofendida, esta no tardaría en pedirte disculpas.
– En realidad -añadió Akande-, y por extraño que resulte, nos alegró. Nos dio esperanzas. El hecho de que la muchacha no fuera Melanie nos da motivos para pensar que Melanie sigue con vida. ¿Cree que es una tontería?
Lo creía, pero no pensaba decirlo. Estaban en la peor posición que pueden estar los padres, peor que la de aquellos cuyo hijo está muerto, peor que los padres de Sojourner, si es que tenía. Eran los padres cuyo hijo ha desaparecido y que quizá nunca sabrán cuál fue su final, los tormentos que padeció y cuál fue la causa de la muerte.
– Sólo puedo decir que me encuentro en la misma situación de hace dos semanas. No tengo la menor idea de lo que puede haberle pasado a Melanie. De todos modos continuaremos la búsqueda. No cejaremos en el empeño. En cuanto a la esperanza…
– Una pérdida de tiempo y energía -afirmó Laurette, con aspereza-. Perdone, tengo que ir a mi trabajo. Los pacientes no pueden dejar de ser atendidos sólo porque la hermana Akande ha perdido a su hija.
– No haga caso a mi esposa -dijo el doctor en cuanto ella se marchó-. Todo esto es terrible para ella.
– Lo sé.
– Sólo agradezco tener esta sensación bastante ilógica de que Melanie está viva. Puede parecer ridículo, pero casi diría que sé que una tarde llegaré a casa después de las visitas y le encontraré sentada aquí. Y ella tendrá una explicación perfectamente razonable para la ausencia.
– ¿Cuál? Sería un error de mi parte alentar sus esperanzas -manifestó Wexford, sin olvidar su decisión de tratar a los Akande como a cualquier otro-. No tenemos motivos para creer que Melanie esté viva.
Wexford vio como Akande meneaba la cabeza al escuchar sus palabras.
– ¿Sabe quien era la otra muchacha, la que confundió con Melanie? Supongo que no tengo derecho a preguntar, como tampoco lo tiene usted a preguntar sobre mis pacientes.
– Estuve a punto de preguntárselo, saber si la había visto antes.
– No le dimos ocasión, ¿verdad? Nos pusimos furiosos en lugar de sentimos aliviados. Nunca la había visto. Sin duda no le resultará difícil averiguar quién era. Después de todo, no hay mucha gente como nosotros por aquí. Sólo uno de mis pacientes es negro.
Estuviesen relacionados o no, la segunda muerte significaba que todos los posibles testigos del primer caso debían ser interrogados otra vez en relación con el segundo. Si alguno de ellos había visto a Sojourner en cualquier parte, había reconocido su rostro, o la recordaba vagamente, esto quizá les daña el vínculo que buscaban. Quizá les ayudaría a descubrir su identidad. La peor situación que podía imaginar era aquella en que el cuerpo de Sojourner hubiese sido transportado en un coche desde un punto a centenares de kilómetros, quizá de alguna ciudad del norte donde había tantas prostitutas negras como blancas, que no tenían pasado, y menos todavía futuro, y cuya desaparición podía pasar inadvertida.
Pensó una vez más en ella con ternura y el informe del forense no disminuyó su ternura. Mavrikiev calculaba la edad en unos diecisiete años. Las heridas eran terribles. Además del bazo, tenía dos costillas rotas. Contusiones en la cara interior de los muslos, las viejas cicatrices en los genitales delataban una violenta agresión sexual anterior y en más de una ocasión. El patólogo señalaba que un fuerte puñetazo le había lanzado al suelo y que en la caída se había golpeado la cabeza contra un objeto duro y afilado. Este le había causado la muerte.
Habían enviado al laboratorio las fibras encontradas en la herida de la cabeza. Mavrikiev expresaba su opinión de que eran fibras de lana pertenecientes a un suéter, no de una alfombra, pero no lo aseguraba porque no era su especialidad. Wexford leyó un informe del laboratorio que confirmaba la opinión. Las fibras eran de lana Shetland y mohair, los componentes típicos de los tejidos de lana. También se encontraron rastros de esta mezcla debajo de las uñas de la víctima, junto con restos de la tierra donde le habían enterrado. Pero no había rastros de sangre debajo de las uñas. No había arañado a nadie luchando para defender su vida.
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