Ruth Rendell - Simisola

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La ciudad del inspector Wexford -personaje legendario de la autora- se ve sacudida por la desaparición de una joven de color. El inspector se lanza a una investigación que le desvela los resortes más difíciles de la convivencia racial, y una sociedad de claroscuros que confirma la maestría de la autora británica para urdir tramas perfectas y ahondar en las miserias humanas.

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– Créame, señora Akande -dijo Wexford-, es un error que se ha cometido muchas veces y el muerto era blanco. -Era cierto, pero ella tenía razón, él lo sabía-. Sólo me queda disculparme. Lamento mucho que esto haya ocurrido.

– Vámonos a casa -le dijo Akande a su esposa.

Laurette miró a Wexford como si quisiera escupirle a la cara. Pero no lo hizo. Las lágrimas que no había derramado mientras pensaba que el cadáver era el de la hija rodaban ahora por sus mejillas. Se sujetó al brazo del marido con las dos manos, y él la llevó hacia el coche.

Una lección ejemplar. Pensamos que nos conocemos pero no es verdad, y descubrir nuestra ignorancia resulta amargo. Era cierto como le dijo a Laurette Akande que también se cometían errores con los cuerpos de los blancos, pero eso no le justificaba. Dio por hecho que el cadáver de la muchacha negra era el de la joven desaparecida porque también era negro. No se le ocurrió mirar la foto de Melanie Akande. No comparó las descripciones físicas de las jóvenes. Contrito, recordó cómo aquella misma mañana, sólo tres horas antes, Mavrikiev había manifestado su sorpresa al saber que la joven asesinada no tenía dieciocho o diecinueve años sino veintidós. Recordó algo aprendido de un informe forense hacía ya muchos años, que algunos huesos importantes de la anatomía femenina se amalgamaban antes de los veintidós…

Para él lo peor de todo era la demostración de que estaba equivocado sobre sí mismo. Cometió el error por los prejuicios, por el racismo, por aceptar una conjetura que nunca hubiese aceptado si la muchacha desaparecida hubiese sido blanca y el cadáver blanco. En ese caso sólo habría pensado que quizá se trataba de la joven desaparecida, pero hubiese hecho una verificación mucho más rigurosa antes de llamar a los padres para que la identificaran. Los reproches de Laurette eran válidos, a pesar de su violencia.

Bueno, era una lección y debía aceptarla. En cualquier caso, no pensaba interrumpir las visitas a los Akande. La primera, pero sólo la primera, sería incómoda para todos. A menos, desde luego, que ellos decidieran que fuese la primera y la última. Se había disculpado, y con más humildad de lo habitual en él. No volvería a repetir sus disculpas. Fue consciente, y hasta cierto punto le complació, que la lección ya daba sus primeros resultados, porque a partir de mañana trataría a los Akande no como miembros de una minoría desprotegida que necesitaba de una consideración especial, sino como a seres humanos iguales a todos demás.

Pero si la chica muerta no era Melanie, ¿quién era?

Una chica negra había desaparecido y habían encontrado el cuerpo de una chica negra, pero no había ningún vínculo aparente entre las dos.

Burden, que no tenía los escrúpulos y sensibilidad de Wexford, dijo que no costaría mucho identificarla ahora que la policía contaba con un registro nacional de personas desaparecidas. El hecho de que fuera negra facilitaría las cosas. A diferencia de Londres o Bradford, muy pocos negros vivían en esta parte del sur de Inglaterra y todavía eran menos los que desaparecían. Sin embargo, a media tarde del lunes, ya sabía que en los ordenadores de la policía no figuraba nadie con la descripción de la muchacha como desaparecido en el distrito policial de Mid-Sussex.

– Hay una mujer tamil desaparecida desde febrero. Ella y su marido poseen el restaurante Kandy Palace en Myringham. Pero tiene treinta años y aunque supongo que técnicamente no es negra, los tamiles son muy oscuros…

– Por favor no toquemos el tema -le pidió Wexford.

– Consultaré el registro nacional. Quizá la trajeron aquí, viva o muerta, de algún lugar como Londres Sur, donde seguramente desaparecen chicas cada día. ¿Y qué pasa ahora con nuestra teoría de que a Annette la mataron por algo que le dijo Melanie?

– No pasa nada -dijo Wexford-. Esta chica no tiene nada que ver con Melanie. Es irrelevante, es otra cosa. La situación sigue siendo la misma. Melanie hace algo o dice algo que el asesino no quiere que se sepa y mata a Annette porque Annette, y por lo que parece sólo Annette, sabe lo que es. Después de todo, el hecho de que esta chica esté muerta no significa que Melanie viva. Melanie también está muerta, sólo que hasta ahora no hemos encontrado el cadáver.

– ¿No cree que la chica…? ¿cómo la llamaremos? Tenemos que darle un nombre.

– De acuerdo, pero por amor de Dios no me diga un nombre sacado de La cabaña del tío Tom.

– No la he leído -comentó Burden, extrañado.

– La llamaremos Sojourner -dijo Wexford-, como Sojourner Truth, la poetisa que escribió «¿No soy una mujer?» Y quizá…, bueno, me la imagino como una desamparada, alguien de paso, solitaria. «Soy una extraña entre vosotros, un ave de paso», ya sabe.

Burden no lo sabía. Su expresión era de inquietud y sospecha.

– ¿Sodgemah? -arriesgó.

– Correcto. ¿Qué iba a decir? Dijo que esta chica…

– Ah, sí. ¿No cree que esta chica -me refiero a cómo-se-llama, Sojourner-, no cree que pudo decirle alguna cosa importante a Annette?

– ¿En la oficina de la Seguridad Social? -replicó Wexford, interesado.

– No sabemos quién es pero quizá fue allí a firmar o a presentar la solicitud. Es una manera de identificarla, ver si tienen a alguien que responda a su descripción entre los solicitantes.

– A Annette la mataron el miércoles siete, a Sojourner la mataron antes, el cinco o el seis. Encaja, Mike. Es una buena idea. Muy ingenioso.

– También podemos comprobar los inmigrantes que tenemos registrados -añadió Burden, complacido-. Iré a la oficina de la Seguridad Social. Me llevaré a Barry. Por cierto, ¿dónde está Barry?

El sargento Vine llamó a la puerta y entró en el despacho antes de que Wexford pudiese contestar. Había estado en Stowerton, hablando con James Ranger. Ranger era un viudo jubilado, un hombre solitario que iba a cuidar de sus nietos el sábado por la tarde cuando vio desde el coche a Broadley cavando una tumba.

– Dice que nunca más lo volverá a hacer -les informó Vine-. Al parecer, su hija y su marido se perdieron su cena y baile. Dice que la próxima vez que vea a un campesino, cito textualmente, destrozando el entorno pisará el acelerador y pasará de largo. ¿Saben qué pensó que hacía Broadley? No se lo van a creer. ¡Pensó que buscaba orquídeas! Se ve que por allí crece una variedad de orquídeas muy rara y él se ha nombrado su guardián.

– Ranger de nombre y por naturaleza [2]-comentó Wexford-. Sin embargo, ¿no es un tanto extraño, que un tipo bastante mayor como él, defensor de las especies amenazadas, canguro, propietario de un 2CV de diez años de antigüedad pero impecable, tenga un teléfono móvil? ¿Para qué lo usa? ¿Para llamar a los guardabosques cuando ve que alguien coge una prímula?

– Se lo pregunté. Me contestó que gracias a tenerlo nos pudo llamar.

– Pero no respondió a la pregunta.

– No. Cuando insistí, dijo -ya verán- que era por si tenía una avena de noche en la autopista. -Vine se rió-. Lo tengo entre los primeros de mi lista de sospechosos. Al salir de su casa, mientras iba a buscar el coche, como de costumbre tuve que aparcar a casi un kilómetro, me crucé nada menos que con Kimberley Pearson, que ahora vive en un bloque de pisos de la calle Mayor, no-sé-cuantos Court, eso Clifton Court.

– ¿Habló con ella?

– Le pregunté cómo le iba con la nueva casa. Tenía a Clint con ella muy bien vestido, con un chándal flamante y sentado en un coche nuevo. Ella también iba muy bien arreglada, malla roja, top y zapatos con unos tacones así de altos. -Vine levantó una mano y separó el pulgar y el índice unos diez centímetros-. Es otra mujer. Me había dicho que se mudaba a la casa de su difunta abuela, pero no me parece que sea allí. Me refiero a que los pisos son casi nuevos y muy elegantes.

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