Ruth Rendell - Simisola

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La ciudad del inspector Wexford -personaje legendario de la autora- se ve sacudida por la desaparición de una joven de color. El inspector se lanza a una investigación que le desvela los resortes más difíciles de la convivencia racial, y una sociedad de claroscuros que confirma la maestría de la autora británica para urdir tramas perfectas y ahondar en las miserias humanas.

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– Corrijo lo que le dije anoche -comentó Mavrikiev mientras se quitaba los guantes-. Le dije diez días o un poco más, ¿no? Ahora seré más preciso. Doce días como mínimo.

– ¿Cuál es la causa de la muerte? -preguntó Wexford.

– Ya le dije que tenía el bazo reventado. Hay una fractura de radio y cubito en el brazo izquierdo. Pero no murió de eso. Era muy delgada. Quizás bulímica. Contusiones en todo el cuerpo. Y una embolia cerebral masiva, coágulos en el cerebro para que lo entiendan. Diría que el tipo le pegó hasta matarla. No creo que utilizara ningún objeto contundente, sólo los puños y quizá los pies.

– ¿Se puede matar a alguien sólo con los puños? -quiso saber Burden.

– Claro. Si es un tipo grande y fuerte. Piense en los boxeadores. Y después piense en un boxeador haciéndole a una mujer lo mismo que le hace a su oponente, sólo que sin guantes. ¿Ahora lo ve?

– Sí, claro.

– Era sólo una cría -comentó Mavrikiev-. ¿Había cumplido los veinte?

– Tenía más -respondió Wexford-. Veintidós.

– ¿En serio? Me sorprende. Bueno, tengo que quitarme estos atavíos y marcharme porque estoy citado a comer con Harriet y Zenobia Helena. Fue un placer conocerlos, caballeros. Recibirán mi informe a la mayor brevedad.

– Zenobia Helena Mavrikiev -dijo Burden en cuanto se marchó el patólogo-. ¿A qué suena?

La pregunta no requería una respuesta pero Wexford la contestó:

– A nombre de criada en uno de los cuentos de Tolstoi. -Miró a Burden-. ¡Vaya cambio con el de anoche, pero que tipo más insensible! Caray, me tocó un poco las narices eso de mezclar lo de su hija con el bazo reventado de la hija de los Akande.

– Al menos no hace bromas macabras como Sumner-Quist.

Wexford fue incapaz de probar bocado. Esta pérdida de apetito, rara en él, pareció complacer a Dora que intentaba continuamente por métodos sutiles o directos que comiera menos. Pero provocó muchos comentarios de Sylvia y su familia, que se había autoinvitado a comer, como ocurría cada vez con más frecuencia cuando llegaba el domingo. Hoy hubiese preferido no tenerlos en su mesa.

Ahora que la novedad de ser la que ganaba el pan de la familia, era un decir, comenzaba a pasar, Sylvia había adquirido el irritante hábito de señalar cada cosa de la mesa y diversos objetos de la habitación, como libros y flores, que estaban fuera del alcance de aquellos que vivían con setenta y cuatro libras a la semana. Esta era la cantidad total que recibían los Fairfax del paro y la Seguridad Social. ¡Que pronto había aprendido a utilizar el arma de los pobres para herir la sensibilidad de los más pudientes! Su padre a veces se preguntaba dónde aprendía estos hábitos tan nefastos.

Cada comentario era precedido por una risa irónica.

– Robin, ahí tienes crema agria para ponerle a las fresas. Aprovecha porque en casa no tendrás ocasión de probarla.

Robin, rápido le respondió con la fórmula habitual:

– Koi gull knee.

– Yo en tu lugar no bebería más vino, Neil. Beber es un hábito y no es precisamente un hábito que nos podamos costear tal como están las cosas.

– Si no hay no podré beberlo, ¿no? Pero hay y lo disfruto de la misma manera que tú le dices a los niños que coman la crema agria.

Mafesh -opinó Robin con mucho sentimiento.

Wexford tuvo la sensación de que malgastaba su vida escapando de las cosas, de situaciones incómodas, de las miserias de la gente. Llovía otra vez. Se dirigió directamente al depósito después de resistir la tentación masoquista de ir a buscar a los Akande.

El coche los trajo a las dos y diez. Por una vez al mando de la situación, Akande le dijo a su esposa:

– Yo entraré primero.

– Está bien.

Laurette tenía los ojos hundidos. Sus facciones parecían más grandes y el rostro más pequeño. Pero llevaba el pelo peinado con esmero, recogido y sujeto con una hebilla. También iba muy bien vestida. Con el traje y la blusa negra, parecía preparada para asistir a un funeral. El rostro de Raymond Akande mostraba el color gris de los últimos días y era evidente que había perdido peso desde la desaparición de su hija. En dos semanas había perdido unos cinco kilos.

Wexford le acompañó a la sala del depósito donde ahora había los cadáveres de dos mujeres. Levantó el borde de la sábana con las dos manos para destapar la cara. Akande vaciló por un momento, después se adelantó. Se inclinó, miró la cara y se apartó de un salto.

– ¡Esa no es mi hija! ¡Esa no es Melanie!

– ¿Doctor Akande, está seguro? -Wexford notó la boca seca-. Por favor, mire otra vez.

– Claro que estoy seguro. Esa no es mi hija. ¿Cree que alguien es incapaz de reconocer a su propia hija?

14

La conmoción lo paraliza todo. No hay pensamientos, sólo reacciones automáticas, movimientos, habla mecánica. Wexford siguió a Akande fuera de la sala, la mente en blanco, sus músculos obedeciendo las órdenes motoras.

Laurette les daba la espalda. Hablaba, o intentaba hacerlo, con Karen Malahyde. Al oír el sonido de los pasos, se levantó sin prisas. El marido se acercó a ella. Su paso era vacilante y cuando extendió la mano para cogerla del brazo, pareció que lo hacía para no caerse.

– Letty -dijo-, no es Melanie.

– ¿Qué?

– No es ella, Letty. -Le tembló la voz-. No sé quién es pero no es Melanie.

– ¿Qué estás diciendo?

– Letty, no es Melanie.

Akande apoyó la cabeza sobre el hombro de su esposa. Ella le rodeó con los brazos y le sostuvo, sostuvo su cabeza contra su pecho y miró a Wexford por encima del hombro del marido.

– No lo comprendo. -Parecía una estatua de hielo-. Le dimos una foto.

La enormidad de lo ocurrido, la comprensión de aquella enormidad, comenzaba a imponerse sobre la conmoción.

– Sí, así es -contestó Wexford.

– La chica muerta, ¿es negra? -preguntó ella, un poco más alto.

– Sí.

– Señora Akande, si quisiera… -intervino Karen Malahyde, al ver la expresión de Wexford.

Suavemente, como si tuviese entre sus brazos a un bebé, como si no quisiese despertarlo, Laurette Akande, susurró:

– ¡Cómo se atreve a hacernos esto!

– Señora Akande -se disculpó Wexford-. Lamento muchísimo lo ocurrido. Nadie lo siente más que yo.

– ¿Cómo se atreve a hacernos esto? -le gritó Laurette. Se olvidó del niño contra su pecho. Sus manos dejaron de cuidarle-. ¿Cómo se atreve a tratamos de esta manera? Usted no es más que un maldito racista como todos los demás. Se presenta en nuestra casa con aires de protector, el gran hombre blanco es condescendiente con nosotros, tan magnánimo, tan liberal!

– Letty, no -le rogó Akande-. Por favor, no.

Ella no le hizo caso. Dio un paso hacia Wexford, con los puños levantados.

– Fue porque es negra, ¿no es así? No la he visto pero lo sé, me lo imagino. Para usted las chicas negras son todas iguales, ¿verdad? Negratas, negritas…

– Señora Akande, lo lamento. Me siento acongojado.

– Usted lo lamenta… ¡Maldito hipócrita! Usted no tiene prejuicios, ¿no es así? Ah, no, usted no es racista, para usted los blancos y los negros son iguales. Pero cuando encuentra a una joven negra muerta tiene que ser nuestra hija porque somos negros.

– No se parece en nada a ella -comentó Akande, sacudiendo la cabeza.

– Pero es negra. Es negra, ¿no?

– Eso es en lo único que se parece, Letty. Es negra.

– No pegamos ojo en toda la noche. Nuestro hijo se pasa sentado toda la noche y ¿qué hace? Llora. Durante horas y horas. No ha llorado en diez años pero lloró anoche. Y se lo decimos a nuestros vecinos, nuestros buenos vecinos blancos que son liberales y tienen tan buen corazón que se compadecen de los padres cuya hija ha sido asesinada, a pesar de que ella es sólo una de esas chicas de color, una de esas negritas.

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