Ruth Rendell - Simisola
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Era una casa demasiado grande para sólo dos criadas. La señora Khoori no parecía ser una de esas mujeres que se hacen la cama o lavan las tazas del desayuno. Por lo menos había veinte dormitorios y otros tantos baños. ¿Qué se sentiría al tener que cruzar medio mundo para darle de comer a los hijos?
El cielo comenzaba a nublarse y por encima de la llanura mostraba un púrpura amenazador. Se levantó una leve brisa desde los bosques mientras bajaban por la ladera. A Wexford le desagradaba la idea de volver a subir, comenzaba a aburrirle la caza del anfitrión cuando era obligación suya buscarles. Y estaba a punto de decirlo, aunque con cortesía, cuando de pronto Jeremy miró atrás y saludó al grupo que tenían a las espaldas.
Tres hombres, dos de ellos cogidos del brazo. Lo más normal, pensó Wexford, hubiese sido verles vestidos con albornoces y chilabas, pero todos vestían trajes occidentales y uno de ellos era anglosajón, piel rosada, rubio, calvo. Los otros dos eran obesos y altos, más altos incluso que Wexford. Ambos tenían las facciones semitas, nariz ganchuda, labios finos, los ojos juntos. No había duda de que eran hermanos: el más joven tenía la piel oscura picada de viruelas, pero el otro no era más moreno que un inglés bronceado mientras que el pelo, abundante y un poco largo, era blanco como la nieve. Parecía unos diez años mayor que su esposa aunque ella quizá fuera mayor de lo que aparentaba.
Lo que menos le interesaba a Wael Khoori en este momento, en medio quizá de una importante discusión de negocios, era verse abordado por su sobrino postizo y que le presentara a unas personas que no deseaba conocer. Esto resultó evidente por su expresión primero abstraída y después un tanto irritada. Una cosa era cierta, conocía bien a Jeremy, aquí no había exagerado, aunque a Wexford no le hubiese sorprendido lo contrario. Le llamó «querido muchacho» como un padrino Victoriano.
Jeremy les presentó a Khoori como «Reg y Dora Wexford, amigos de Ingrid», algo que Dora comentaría después como un poco exagerado. Khoori se comportó de aquella manera que se dice que se comporta la familia real cuando les presentan a desconocidos. Pero su actitud mientras formulaba las preguntas banales era un tanto impaciente en lugar de amable, tenía prisa por continuar con lo suyo.
– ¿Vienen de muy lejos?
– Vivimos aquí -contestó Wexford.
– ¿Agradable, verdad? Un lugar bonito, mucho verde. ¿Han tomado el té? Vayan a tomar una taza, mi esposa dice que es excelente.
– Así es -afirmó Jeremy-. Creo que tomaré un poco más.
– Bien hecho, querido muchacho. Saluda a tu tío de mi parte cuando le veas. -A Wexford y a Dora, les soltó la frase habitual-: Ha sido un placer. Vuelvan otra vez.
Cogió del brazo a sus dos compañeros, a los que no había presentado, y se alejó con ellos hacia la espesura tan densa como un laberinto. Jeremy les comentó con tono íntimo, mientras regresaban a la tienda.
– Tiene una voz curiosa, ¿no? ¿Se han fijado? Inglés del estuario con una pizca de cockney.
– Sin embargo, no puede ser.
– Bueno, en realidad sí. Su hermano, que se llama Ismael, habla de la misma manera. Tuvieron una niñera inglesa y él dice que era de Whitechapel.
– Entonces ¿no se crió en las cloacas de Alejandría? -preguntó Dora.
– ¿De dónde ha sacado esa idea? Sus padres eran aristócratas. Mi tío William dice que su padre era un bey, califa o algo así, y se crió en Riadh. Eh, Ing, perdona que hayamos tardado tanto.
– Han dado el resultado de la adivinanza -les informó Ingrid-. Ni a ti ni a mí nos ha tocado el oso. Le tocó al 368. Pero no se lo llevaron porque la persona no se presentó. ¿Por qué la gente participa y después no se preocupa de saber si ha ganado?
Dora dijo que era hora de marcharse y, con una variante de la fórmula de Khoori, añadió que estaba encantada de haberles conocido. Wexford dijo adiós.
– Quizá teníamos que haber ofrecido llevarles. Jeremy me comentó que no vinieron en coche, lo tienen en el taller.
– Me lo creo -replicó Wexford.
Hubiese estado bien tener que llevarlos de regreso a Kingsmarkham, quizás invitarlos a una taza de té y después escuchar como Dora en su inocencia les invitaba a visitarles la próxima semana. «Tienen que conocer a mi hija Sylvia…» Cogió a su esposa del brazo con afecto. Ella sacó su boleto y lo miró mientras pasaban delante de la pancarta de las mellizas, que ya no estaban, aunque el padre -y el oso de peluche- seguían allí.
– Tres-seis-siete -dijo Dora-. Erré por uno. -Se volvió para mirar a Wexford-. Reg, tú debes tener el tres-seis-seis o el tres-seis-ocho.
Claro que él tenía el boleto ganador. Lo sabía por unas de esas intuiciones horribles desde que Ingrid lo mencionó. La respuesta correcta a la pregunta sobre la edad de las mellizas era el uno de junio, fecha en la que Phyllida había nacido hacía cinco años, dos minutos antes de la medianoche, y la fecha de nacimiento de Fenella, era el dos de junio, ya que había nacido diez minutos pasada la medianoche. Nadie había acertado y Wexford había sido el más cercano, con el uno de junio.
– Permítame que se lo devuelva. Lo podrá volver a sortear para la causa.
– No, de ninguna manera -exclamó el padre con un tono desagradable-. Estoy hasta las narices del maldito muñeco. Se lo lleva o lo tiro al no y contamino el entorno.
Wexford se lo llevó. El oso de peluche era grande como un niño de dos años. Sabía que debía hacer con él, aunque vacilaba. Dora le resolvió el dilema:
– Podrías…
– Sí, ya lo sé.
Comían otra vez, siguiendo el consejo de Khoori, y bebían más té. La mayoría de los invitados se marchaban, así que habían conseguido la mejor mesa, fuera de la marquesina y a la sombra de una morera. Wexford dejó el oso de peluche en la silla vacía entre los dos jóvenes. Los ojos brillantes de Ingrid se iluminaron con el deseo, el ansia. ¿Cómo podían los ojos que absorbían la luz y no la devolvían emitir un rayo azul cobalto?
– Es suyo si lo quiere.
– ¡No lo dirá en serio! -Se levantó de un salto-. ¡Es usted maravilloso! ¡Es tan amable de su parte! ¡La llamaré Christabel!
¿Desde cuándo existían osos de peluche hembra? Intuyó lo que vendría a continuación pero no tuvo tiempo de apartarse. Ella le echó los brazos al cuello y le besó. Dora le miró enigmática. Jeremy continuó engullendo la tarta de café y almendras. El cuerpo de Ingrid, que era una delicia, relleno y delgado al mismo tiempo, se mantuvo casi pegado al suyo un instante más de lo correcto. Él le cogió las manos y las apartó suavemente de su cuello.
– Me alegra que le guste -dijo.
Dado que no estaba dentro de la naturaleza de las cosas que ella se sintiera atraída por él -no era rico como Alexander Dix, joven como Jeremy o guapo como Peter Stanton- y la ninfomanía era un mito, sólo quedaba una posibilidad. Era una coqueta. Una coqueta con los ojos más azules del mundo: «Un siglo no bastaría para alabar tus ojos, y tu mirada…». Ni pensar en llevarla hasta su casa.
– Quizá después de todo sea un niño -aceptó Ingrid-. Ya lo sé, usted se llama Reg, ¿no es así?
Wexford soltó la carcajada. Volvió a despedirse, y mientras se alejaba añadió por encima del hombro:
– No está disponible para osos de peluche.
Había una segunda posibilidad y ahora pensó en ella. Ingrid era una mentirosa. ¿Sería también una asesina? ¿Le halagaba para tenerlo de su lado? Llegaron al campo que servía de aparcamiento antes de que Dora abriera la boca. Ya caían las primeras gotas. La brisa había dado paso a un viento fuerte y la mujer que caminaba delante de ellos con una pamela descomunal y un vestido casi transparente tenía que sujetarse la falda.
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