Ruth Rendell - Simisola

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La ciudad del inspector Wexford -personaje legendario de la autora- se ve sacudida por la desaparición de una joven de color. El inspector se lanza a una investigación que le desvela los resortes más difíciles de la convivencia racial, y una sociedad de claroscuros que confirma la maestría de la autora británica para urdir tramas perfectas y ahondar en las miserias humanas.

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– Diez días -contestó, con voz agria-. Quizá más. No soy adivino.

No, usted es un cabrón de primera.

– ¿Y la causa de la muerte?

– No le dispararon. No la estrangularon. No la enterraron viva.

Se metió en el coche y cerró de un portazo. Era obvio que no le gustaba salir de su casa en medio de la lluvia un sábado por la noche. Tampoco le gustaría hacer una autopsia en domingo, peor para él. Apareció Burden resbalando en la hierba mojada, con el cuello alzado, el pelo empapado, para él no había paraguas.

– ¿La ha visto?

Wexford sacudió la cabeza. Ya no sentía nada al mirar los cuerpos de los asesinados, ni siquiera los cadáveres en descomposición. Estaba acostumbrado, uno se acostumbraba a todo. Por fortuna, su sentido del olfato no era tan sensible como antes. Se metió debajo de la lona y miró el cuerpo. Nadie lo había tapado, ni siquiera con una sábana. La muchacha yacía de espaldas, en un estado de conservación aceptable. La cara, sobre todo, estaba casi intacta. Incluso muerta, después de varios días de estar enterrada, parecía muy joven.

Las manchas oscuras en la piel negra, la masa pegajosa a un lado de la cabeza, quizás eran producto de la descomposición o podían ser golpes. Él no lo sabía, pero Mavrikiev lo averiguaría. Uno de los brazos formaba un ángulo extraño y se preguntó si se lo habían roto antes de morir. Salió del pozo e inspiró con fuerza.

– Dijo diez días o más -comentó Burden-. Ese cálculo cuadraría.

– Sí.

– Son once días desde aquel martes. Si el que la trajo aquí vino en coche, lo dejó en la carretera. Claro que quizás ella estaba viva cuando llegaron. Tal vez la mató aquí. ¿Quiere que vaya a la autopsia? Dijo mañana a las nueve. Iré si quiere. Le prometo que no hablaré con Mavri no-sé-qué si no me habla él primero.

– Gracias, Mike -contestó Wexford-. Le juro que preferiría asistir a la autopsia antes que hacer lo que tengo que hacer esta noche.

Las nueve menos diez y todavía estaba claro, de esa manera triste como sólo pueden ser los atardeceres lluviosos en Inglaterra. Resultaba difícil distinguir si llovía o era agua que caía de los árboles. No se movía ni una hoja y la humedad era un vapor helado. La casa estaba a oscuras, pero eso no significaba nada. Apenas si había comenzado el crepúsculo. Wexford tocó el timbre y de inmediato se encendió una luz en el vestíbulo y otra en la galería encima de su cabeza. Reconoció al muchacho que abrió la puerta. Era el hermano de Melanie.

Wexford se presentó. La presencia del muchacho complicaba las cosas, pero quizá fuera mejor para los padres. Tendrían un hijo para consolarlos.

– Soy Patrick. Mis padres están cenando en el comedor. Llegué hoy y estaba durmiendo. Acabo de levantarme.

– Me temo que no traigo buenas noticias.

– Ah. -Patrick le miró por un instante y después desvió la mirada-. Será mejor que hable con mis padres.

Raymond Akande se levantó al escuchar las voces y miró hacia la puerta, pero Laurette no se movió, permaneció sentada muy erguida, con las manos sobre el mantel a cada lado del plato con gajos de naranja. Ninguno de los dos dijo nada.

– Tengo malas noticias, doctor Akande, señora Akande.

El doctor contuvo la respiración. La esposa volvió la mirada hacia Wexford sin decir palabra.

– ¿Por favor, quiere sentarse, doctor? Supongo que ya sabe el motivo de mi visita.

El leve temblor de la cabeza de Akande transmitió su asentimiento.

– Hemos encontrado el cuerpo de Melanie -continuó Wexford-. Quiero decir, creemos que es ella aunque no podemos afirmarlo sin una identificación positiva.

– Ven y siéntate, Patrick -le dijo Laurette a su hijo, con voz firme. Después le preguntó a Wexford-: ¿Dónde la encontraron?

– En el bosque de Framhurst. -¿Por qué tenían que preguntar? No quieran saber nada más.

– ¿Estaba enterrada? -preguntó Laurette, implacable-. ¿Cómo supieron dónde tenían que cavar?

– Mamá, por favor -intervino Patrick, que puso una mano sobre el brazo de su madre.

– ¿Cómo supieron dónde tenían que cavar?

– La gente va por allí con detectores de metal en busca de tesoros como el lote Framhurst. La encontró uno de los buscadores.

Wexford pensó en los morados y el brazo roto, la masa pegajosa en el cráneo, pero ella no preguntó nada más y él no se vio obligado a mentir.

– Sabíamos que debía estar muerta -añadió Laurette-. Ahora lo sabemos de verdad. ¿Cuál es la diferencia?

Había una diferencia y consistía en la existencia o no de la esperanza. Todos los presentes lo sabían. Wexford se sentó en la cuarta silla de la mesa.

– Sólo se trata de una formalidad -dijo-, pero necesito que uno de ustedes identifique el cadáver. Creo que usted es el más indicado, doctor.

Akande asintió. Por fin habló y su voz era irreconocible.

– Sí, de acuerdo. -Se acercó a su esposa y permaneció junto a su silla pero no la tocó-. ¿Dónde? ¿A qué hora?

¿Ahora? No, mejor que durmieran un poco. Mavrikiev haría la autopsia temprano, pero quizá tardaría más de la cuenta.

– Enviaré un coche a recogerlos. ¿Digamos, a la una y media?

– Quiero verla -anunció Laurette.

Era inútil decirle a esta mujer que no, que era un trance por el que no tendría que pasar ninguna madre, porque hubiese sido como decírselo a Medea o a lady Macbeth.

– Como quiera -contestó Wexford.

La mujer no dijo nada más. Miró a Patrick, que debió advertir algún extraño síntoma de debilidad o presintió un primer aviso de que estaba próxima a perder el control. El muchacho la abrazó con fuerza. Wexford se marchó sin despedirse.

Si las facciones hubiesen sido menos inconfundibles, no habría reconocido al patólogo. Y esto no tema nada que ver con el delantal de goma verde y la gorra. Mavrikiev era otra persona. Los cambios de humor tan violentos son raros en las personas normales y Wexford se preguntó qué cataclismo le había agriado tanto el día anterior o que inesperado golpe de suerte le había alegrado tanto hoy. Una de las cosas que más le llamó la atención fue que, en un primer momento, se comportó como si no conociera a los policías.

– Buenos días, buenos días. Soy Andy Mavrikiev. ¿Cómo están ustedes? No creo que tardemos mucho.

Puso manos a la obra. Wexford no le prestó mucha atención. Aunque no le repugnaban el sonido de la sierra en el cráneo ni la visión de los órganos, tampoco le parecía de gran interés. En cambio, Burden lo miraba todo, como había mirado a sir Hilary Tremlett practicando la autopsia de Annette Bystock, y formulaba cantidad de preguntas, a las que Mavrikiev respondía complacido. Mavrikiev hablaba continuamente y no sólo del cadáver que estaba sobre la camilla.

Aunque no había ofrecido una explicación concreta del cambio de humor, había una explicación. A las cinco de la mañana del día anterior su esposa había tenido los dolores de parto de su primer hijo. Se esperaba un parto difícil y Mavrikiev pensaba estar a su lado, pero recibió la llamada de Framhurst Heath precisamente cuando discutían si era mejor continuar esperando un nacimiento normal o practicar una cesárea.

– Como se imaginarán me molestó bastante. Así y todo, llegué a tiempo para ver como le ponían a Harriet la epidural y asistir al nacimiento.

– Felicitaciones -dijo Wexford-. ¿Qué es?

– Una niñita preciosa. Mejor dicho, una niña enorme, casi cinco kilos. ¿Ve esto? ¿Sabe lo que es? Un bazo reventado, eso es lo que es.

Cuando acabó, el cuerpo sobre la mesa -o mejor dicho el rostro, porque el pobre cuerpo vacío estaba completamente cubierto con un trozo de plástico- se veía mucho mejor que en el momento de desenterrarlo. Incluso parecía haberse detenido la descomposición. Mavrikiev había hecho el trabajo del embalsamador aparte del propio. La terrible experiencia que esperaba a los Akande sería un poco menos traumática.

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