Ruth Rendell - Simisola
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Burden miró de reojo a Wexford y con un tono de mal disimulado reproche le comentó:
– Esto tranquilizará su conciencia. Usted que se preocupaba tanto por su destino.
– «Preocupado» es una palabra demasiado fuerte, inspector Burden -replicó Wexford, tajante-. La mayoría de las personas que no son del todo insensibles se preocuparían por la vida de un niño en esas condiciones.
Por unos momentos reinó un silencio incómodo en el despacho. Vine fue el primero en romperlo.
– Parece que le va bastante bien sin Zack. Supongo que no veía la hora de perderlo de vista.
Wexford permaneció en silencio. Tenía otra cita con los Snow. ¿La muerte de Sojourner afectaría la manera de tratarlos? ¿Debía adoptar un enfoque completamente nuevo? De pronto se sintió como perdido en un bosque oscuro. ¿Por qué le había pegado la bronca a Mike? Cogió el teléfono y le pidió a Bruce Snow que viniera a la comisaría a las cinco.
– No acabo hasta las cinco y media.
– Por favor, a las cinco, señor Snow. Y también quiero ver a su esposa.
– Le deseo suerte -contestó Snow-. Se marcha hoy. Se lleva a los niños a Malta, a Elba o algún lugar así.
– No, no se marchará. -Wexford marcó el número de la casa en Harrow Avenue. La voz de una muchacha respondió a la llamada.
– Por favor, la señora Snow.
– Soy la hija. ¿Quién la llama?
– El inspector jefe Wexford, de la policía de Kingsmarkham.
– Ah. Espere un momento.
Tuvo que esperar más de la cuenta y el enfado fue en aumento. Cuando se puso al teléfono, resultó evidente que Carolyn había recuperado el control. La dama de hielo estaba otra vez en funciones.
– ¿Sí, qué desea?
– Por favor, señora Snow, quiero que venga a comisaría a las cinco.
– Lo lamento, tendrá que ser en otra ocasión. Mi vuelo a Marsella sale a las cinco menos diez.
– Se marchará sin usted. ¿Ha olvidado que le pedí que no se fuera de viaje?
– No, pero no pensé que lo dijera en serio. Es absurdo. ¿Qué tiene que ver todo esto conmigo? Soy la parte perjudicada. Me llevo a mis pobres hijos de aquí para que se repongan. La conducta de su padre les ha roto el corazón.
– La reparación de sus corazones puede esperar algunos días, señora Snow. Supongo que no querrá verse acusada de obstruir investigaciones policiales.
No era tan tonto como para creer que entendía a la gente. Por ejemplo, ¿por qué mentía esta mujer? Era, como acababa de decir, la parte perjudicada. Engañar a la esposa con una amante durante un período de nueve años era una ofensa muy grave, porque además de herirla la había humillado, la hacía aparecer como una tonta. En cuanto a Snow, nunca entendería la conducta del hombre. Nunca hubiera creído posible que aquí, en Inglaterra, en los noventa, un hombre pudiera disfrutar de los favores sexuales de una mujer durante años sin pagarle, sin hacerle ningún regalo ni salir con ella, sin utilizar una habitación de hotel ni siquiera una cama, en la oficina, en el suelo, para poder atender el teléfono si llamaba su esposa.
Si no podía entender eso, ¿cómo podía entender cualquier otro aspecto de la conducta de Snow? Le parecía absurdo que el hombre hubiese matado a Sojourner porque, supongamos, Annette le había hablado de sus relaciones. Pero, asimismo, le resultaban incomprensibles todos los comportamientos de Snow. ¿La mató y la enterró en los bosques de Framhurst? ¿Mató a Annette, mató a la mujer a la que Annette se lo había dicho, sólo para evitar que su esposa se enterara? Bueno, ahora todos sabían lo que había pasado cuando su esposa se enteró… Quizá Sojourner le chantajeaba. Algo de poca monta. A él no le hubiese costado nada darle algún dinerillo de cuando en cuando para que mantuviera la boca cerrada. Entonces ella le pidió más dinero, quizás una suma considerable. Wexford descubrió que le disgustaba pensar de esta manera. En el fondo, de una manera casi inconsciente, tenía a Sojourner por una buena persona. Sojourner era la víctima inocente de unos hombres perversos que la explotaban y abusaban de ella, mientras ella misma era virtuosa y gentil, alguien que sabía guardar un secreto, un alma cándida, simple y temerosa.
Desde luego, la idealizaba. ¿Que había pasado con la lección que había recibido en aquel asunto con los Akande y que consideraba aprendida? No sabía nada de la muchacha, ni su nombre real, ni su país de origen, o si tenía familia, ni siquiera sabía la edad. El informe forense de Mavrikiev, que todavía no había recibido, tampoco le ayudaría con estas preguntas. Incluso no sabía si ella había estado alguna vez en la oficina de la Seguridad Social.
Bruce Snow se sentó en el cuarto de entrevistas número uno con Burden. Su esposa estaba con Wexford en el cuarto de entrevistas número dos. Ponerlos juntos hubiese significado repetir la violenta discusión de la vez anterior. Wexford se enfrentó a una Carolyn Snow malhumorada, mientras Karen Malahyde permanecía de pie detrás de ella con una evidente expresión de desagrado que se debía, supuso el inspector, a todo lo que concernían a la señora Snow: su estilo de vida, su condición de esposa sin un trabajo o ingresos personales y, por desgracia, su nueva posición como mujer engañada.
– Quiero dejar constancia -dijo Carolyn-, que considero un ultraje que se me impida ir de vacaciones. Es una interferencia injustificada a mis derechos y a mi libertad. Y en cuanto a mis pobres hijos, ¿qué han hecho?
– No es lo que han hecho ellos sino lo que ha hecho usted, señora Snow. O, mejor dicho, lo que no ha hecho. Puede dejar constancia de lo que quiera. Pero por mucho que presuma que no dice mentiras, no me ha dicho la verdad.
En el otro cuarto Burden le preguntó a Bruce Snow si deseaba modificar o añadir algo a su declaración anterior, y le puso un ejemplo:
– ¿Puede decirme qué hizo la tarde-noche del siete de julio?
– Estaba en casa, sencillamente estaba en casa. Quizá leía, no lo recuerdo, o miraba la tele con mi esposa, pero no me pregunte qué programa porque no lo sé.
– ¿Ha visto alguna vez a esta muchacha, señor Snow?
Burden le mostró una foto del rostro de Sojourner, asesinada doce días atrás. Estaba muy bien hecha, pero no dejaba de ser la foto del rostro magullado de un cadáver. Snow dio un respingo.
– ¿Es la hija de Akande?
Otra vez el mismo error. Pero Burden no lo dejó pasar.
– ¿Por qué lo dice?
– Eh, pare el carro. No la he visto en mi vida.
Con una mirada trágica como si estuviese de luto, Carolyn Snow le rogó a Wexford que la dejara marchar de vacaciones. Había contratado el viaje seis meses antes. Cuando lo contrató, Snow era uno de los viajeros, pero ahora la hija mayor iría en su lugar. El hotel no tenía habitaciones disponibles para la siguiente semana, no encontraría plazas en ningún vuelo, y la agencia de viajes no le devolvería el dinero pagado.
– Haberlo pensado antes -dijo Wexford, y le mostró la foto de Sojourner, los ojos cerrados, la piel magullada, los trozos en la frente y las sienes donde ya no quedaba pelo-. ¿La conoce?
– No la he visto en toda mi vida. -En lugar de apartarse, Carolyn miró la foto con más atención-. ¿Es de color? No conozco a nadie de color. Mire, he perdido el avión pero la señorita de la agencia dice que nos puede conseguir plazas en el que sale mañana por la mañana a las diez y cuarto.
– ¿De veras? Me sorprende ver como ha mejorado la atención de las compañías aéreas.
– ¡Me pone enferma! Usted no es más que un sádico. Disfruta con todo esto, ¿verdad?
– Hay una buena parte de satisfacción laboral en lo que hago -respondió Wexford, preguntándose si el servicio de Empleo convertiría «satisfacción laboral» en una sola palabra-. Tengo que obtener algo de lo que hago. -Miró su reloj-. El trabajo que no se acaba nunca, ni cobro las horas extras cuando preferiría estar en mi casa con mi esposa en lugar de estar encerrado aquí intentando que me diga la verdad.
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