Ruth Rendell - Simisola

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La ciudad del inspector Wexford -personaje legendario de la autora- se ve sacudida por la desaparición de una joven de color. El inspector se lanza a una investigación que le desvela los resortes más difíciles de la convivencia racial, y una sociedad de claroscuros que confirma la maestría de la autora británica para urdir tramas perfectas y ahondar en las miserias humanas.

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– Es feliz en su matrimonio, ¿no es así, inspector jefe? Pues a ver si se entera que todo esto ha destrozado el mío.

– La culpa es de su marido, señora Snow. Vénguese con él si quiere. No quiera vengarse con nosotros.

– ¿Vengarme, qué quiere decir?

Wexford arrimó la silla y puso los codos sobre la mesa.

– ¿No es eso lo que hace? Se está vengando por sus líos con dos mujeres. Niega que él estuviera en casa aquel día, insiste en que salió a las ocho y no regresó hasta el cabo de dos horas y media. Además de quedarse con la casa y buena parte de sus ingresos, quiere la satisfacción añadida de que le acusen de asesinato.

Esta vez la había pillado, lo veía en sus ojos.

– ¿Ella le chantajeaba, señor Snow? -preguntó Burden al otro lado de la pared.

– Olvídelo. Nunca la había visto.

– Sabemos lo que pasó cuando su esposa se enteró de su infidelidad. Lo hemos visto. No es una mujer comprensiva, ¿verdad? Creo que le pagaba y que quizá llevaba tiempo haciéndolo. -Burden se saltó una vez más los límites-. ¿Qué diablos tenía Annette Bystock para que usted siguiera con el asunto? -No hubo respuesta, sólo un gesto agrio-. Sin embargo, usted siguió. ¿Se cansó de pagar? ¿Comprendió que nunca dejaría de pagar, incluso si cortaba la relación con Annette? ¿La solución fue matar a la chantajista?

– Todo lo que dije es verdad pero, sí, me gustaría verle sufrir -afirmó Carolyn Snow-. ¿Por qué no? Me gustaría verle pagar por esas dos mujeres con unos cuantos años en la cárcel.

– Bueno, ya es algo -comentó Wexford-. ¿Y qué me dice de usted, señora Snow? ¿Le gustaría pagar por su venganza?

– No le entiendo.

– Parece mirar las cosas del revés. Supone desde el principio que le interrogamos para confirmar o desmentir las declaraciones de su marido sobre sus movimientos. Que su marido es el sospechoso, que su marido es el único con un motivo para asesinar a Annette Bystock. Pero se equivoca. También está usted.

– No le entiendo -repitió ella, pero esta vez angustiada.

– Sólo tenemos su palabra de que no sabía nada de la existencia de Annette en la vida de su marido hasta que la asesinaron. Ya sabemos lo que vale su palabra, señora Snow. Tenía usted mejores motivos que él para asesinarla, más motivos que nadie.

– ¡Yo no la maté! -Carolyn se levantó, sin color en el rostro-. ¿Está loco? ¡Claro que yo no la maté!

– Eso es lo que dicen todos -replicó Wexford, sonriente.

– ¡Le juro que yo no la maté!

– Usted tenía motivos. Tema los medios. No tiene una coartada para la tarde-noche del miércoles.

– ¡Yo no la maté! ¡No la conocía!

– Quizá quiera hacer una declaración, señora Snow. Con su permiso grabaremos lo que diga. Después me iré a casa.

Carolyn se sentó. Jadeaba, la frente arrugada, los labios fruncidos. Se clavó las uñas en las palmas hasta que consiguió recuperar parte de su control. Comenzó a decirle al magnetófono lo que había pasado. Había estado sola en su casa de Harrow Avenue, excepto por el hijo menor, que se encontraba en su habitación. Su marido se había marchado a las ocho y había regresado a las diez y media. Se interrumpió en este punto y le preguntó a Wexford:

– ¿Mañana podré irme?

– Me temo que no. No quiero que salga del país. Si quiere, váyase de vacaciones a Eastbourne, no tengo ningún inconveniente.

Carolyn Snow se echó a llorar.

En otros tiempos, el sargento Vine había pasado muchas horas sentado en una de las mesas en la parte de atrás, haciéndose pasar por un empleado, mientras esperaba que cierta persona se presentara a firmar. Por lo general se trataba de alguien que buscaba por algún delito menor, y esta era la manera infalible de cazarlo. Daba igual lo que ganaran con los robos, por atracar en las tiendas, con los tirones de bolsos. Todos querían cobrar también el paro.

A diferencia de Wexford y Burden que eran unos recién llegados a la oficina de la Seguridad Social, este era un territorio conocido para Vine. Nadie se llevaba bien con Cyril Leyton y Osman Messaoud era difícil de abordar, pero mantenía buenas relaciones con Stanton y las mujeres. Burden, ocupado con Leyton y el guardia de seguridad, le dejó que hiciera lo suyo. Mientras esperaba que Wendy Stowlap se desocupara, observó al público y vio a dos que conocía. Uno era Broadley, el que descubrió el cadáver de Sojourner, el otro la hija mayor de Wexford. Intentaba recordar su nombre, debía comenzar con una letra entre la A y la G, cuando se marchó el cliente de Wendy.

– Cada día hay más extranjeros, italianos, españoles, de todas partes. ¿Por qué tenemos que mantenerlos con nuestros impuestos? Yo no sé qué se piensa la Unión Europea que somos -le comentó Wendy a Vine.

– Pero a que no tiene muchos clientes negros -replicó el sargento-. Me refiero en este rincón del bosque.

– ¿Qué ha querido decir con eso? ¿Qué este es el quinto infierno? -Wendy era nativa de Kingsmarkham y estaba muy orgullosa de su ciudad-. Si no le gusta vivir aquí, ¿por qué no regresa a Berkshire o a dónde sea, que es tan alegre y sofisticado?

– Vale, perdone, pero ¿los tiene?

– ¿Si tengo clientes que son de color? Se sorprendería. Tenemos más que hace dos años. Bueno, tenemos más clientes que los que teníamos hace dos años, muchos más. Quizá la recesión se esté acabando, pero el problema del paro sigue siendo muy grave.

– ¿Así que no se habrá fijado por casualidad en una chica negra?

– Mujer -le corrigió Wendy-. Yo no le llamo a usted chico.

– Ojalá -dijo el sargento Vine.

– En cualquier caso, no vi a ninguna mujer negra hablando con Annette. Sabe, ni siquiera vi a la tal Melanie. Con toda franqueza, ya tengo bastante faena en el mostrador como para fijarme en lo que hacen los demás. -Wendy apretó el botón del letrero luminoso-. Así que si me perdona atenderé a los clientes.

Peter Stanton preguntó si Sojourner era guapa. Reconoció que le gustaban las mujeres negras, tenían unas piernas fantásticas. Le gustaban sus cuellos, como cisnes negros, y sus manos delgadas. Y la forma de caminar, como si llevaran un cántaro en la cabeza.

– Sólo la vi cuando ya estaba muerta -le contestó Vine.

– Si presentó la solicitud, quiero decir, si completó el ES 461, la encontraremos. ¿Cómo se llamaba?

Hayley Gordon también preguntó el nombre de Sojourner. Los dos supervisores le hicieron un montón de preguntas inútiles sobre si había pedido el subsidio de desempleo o el salario social, si había trabajado alguna vez, y qué clase de trabajo buscaba. Osman Messaoud, que esta semana en lugar de atender en el mostrador ocupaba la misma mesa donde Vine acostumbraba a sentarse, dijo que cerraba su mente y algunas veces los ojos cuando las solicitantes eran mujeres jóvenes. Si por casualidad las veía se forzaba a sí mismo a no mirar.

– Su esposa no se fía de usted ni un pelo, ¿no es así?

– Es correcto que una mujer sea posesiva -afirmó Osman.

– Eso es algo discutible. -A Vine se le ocurrió una idea. Le dio vueltas mientras pensaba en cómo hacer la pregunta sin ofender-. ¿Su esposa… eh… es india como usted?

– Soy ciudadano británico -contestó rápido Osman, con un tono helado.

– Ah, disculpe. ¿Y su esposa de dónde es?

– De Bristol.

El tipo disfrutaba con esto, pensó Vine. En voz alta añadió:

– ¿Puedo saber de dónde provenía la familia?

– Me pregunto qué sentido tiene todas esto. ¿Acaso soy sospechoso del asesinato de la señorita Bystock? ¿O quizá lo es mi esposa?

– Sólo quería saber… -Vine renunció y acabó la frase sin pelos en la lengua-, si también es de color.

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