Ruth Rendell - Simisola
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– Tienen más -afirmó una voz detrás de Dora-. Ya han cumplido los seis. Rondan los seis y medio.
Wexford se dio la vuelta y vio a Swithun Riding. Su esposa parecía muy baja a su lado. Entre ellos la disparidad de estaturas era mayor que entre Wexford y Dora o, ya puestos, entre Cookie Dix y el arquitecto diminuto.
– ¿Conoce a mi marido? -preguntó Susan.
Se hicieron las presentaciones. A diferencia de su hijo, Swithun Riding respondió. Sonrió mientras pronunciaba el arcaísmo habitual que antiguamente era una pregunta sobre la salud de la otra persona.
– ¿Cómo está usted?
Wexford le entregó su dinero al padre de las mellizas y repitió su estimación de la edad.
– Vaya tontería -opinó Riding-. ¿Acaso no tiene hijos?
La pregunta la formuló en un tono indignado y arrogante. Los buenos modales se esfumaban deprisa. Riding parecía sugerir que Wexford era un fanático del control de natalidad.
– Tenemos dos -replicó Dora, irritada-. Dos hijas. Y también tiene muy buena memoria.
– Verá, es que Swithun es pediatra -intervino la esposa de Riding con un tono de ligero reproche.
Su marido no le hizo caso. Entregó un billete de veinte libras, sin duda como un símbolo de superioridad social y quizá paterna, y Swithun Riding apostó a que tenían seis años y medio.
– Cumplieron seis el doce de febrero -pronosticó pero con una voz tan firme como si quisiera dejar bien claro que independientemente del cumpleaños oficial, esa era la fecha de su nacimiento natural.
Los Riding, a los que se había unido el hosco Christopher con pantalones cortos y camisa polo y una niña rubia de unos diez años, se marcharon hacia el quiosco de plantas. Esto fue suficiente para que Dora escogiera la dirección opuesta hacia la tienda del té. La merienda era un asunto de lujo, veinte clases de bocadillos, buñuelos con mermelada y crema agria, pasteles de chocolate, tarta de café y almendras, fruta de la pasión, helados, lionesas, fresas con nata y muchas cosas más.
– Todo lo que más gusta -dijo Wexford, sumándose a la cola.
Era una cola muy larga, una serpiente de invitados que se enroscaba por todo el perímetro interior de la carpa a rayas amarillas y blancas, la clase de cola que casi nunca se ve, completamente distinta a la cola de personas desilusionadas y mal vestidas que esperan el autobús o peor, como Wexford había visto recientemente en Myringham, que esperan la olla popular delante de una fonducha. La carpa de Glyndebourne era lo más parecido a ésta que podía imaginar. Había estado allí una vez e, incómodo por llevar esmoquin a las cuatro de la tarde, había hecho la cola para que le sirvieran los canapés de salmón ahumado como ahora. Pero allí había muchos que como él vestían ropas pasadas de moda, esmoquin de apenas acabada la guerra, mujeres mayores con vestidos de encaje negro de los años cuarenta, mientras que aquí era como si la página central de Vogue hubiese cobrado vida. Dora dijo que la mujer que tenían delante llevaba un traje de Lacroix, mientras abundaban los vestidos de Caroline Charles. Ella comentó al pasar:
– No pruebes la crema agria, Reg.
– No pensaba hacerlo -mintió él-. ¿Supongo que podré probar el pastel de nueces? ¿Y unas cuantas fresas?
– Desde luego, pero recuerda lo que dijo el doctor Akande.
– El pobre diablo tiene demasiadas cosas en las que pensar como para preocuparse de mi nivel de colesterol.
Todas las mesas de la marquesina estaban ocupadas. Tal como había predicho, el jefe de policía estaba aquí; compartía mesa con su delgada esposa pelirroja y dos amigos. Wexford se quitó rápidamente de la vista y él y Dora se llevaron las bandejas fuera. Se tuvieron con conformar con una pared baja como asiento y una balaustrada como mesa. Estaban a punto de comenzar a comer cuando una voz exclamó a sus espaldas:
– ¡Sabía que era usted! Me alegro mucho de verle, porque aquí no conocemos a nadie.
Ingrid Pamber escoltada por Jeremy Lang con una bandeja cargada hasta los topes con bocadillos, tartas y fresas.
– Sé lo que está pensando -añadió Ingrid-. Qué demonios hace esta pareja entre la gente de pasta.
Por fortuna, ella no sabía lo que él pensaba. Si no se hubiese impuesto hacía años la regla de nunca admirar a otras mujeres mientras estaba en compañía de su esposa, de no hacerlo nunca ni siquiera de pensamiento, se habría deleitado contemplando su piel rosada y blanca, el pelo brillante y satinado como el de un caballo de carrera, la figura esbelta y el mohín encantador de sus labios. Con su top blanco y la falda de algodón estaba diez veces más bonita que Anouk Khoori, Cookie Dix o la morena que dirigía la rifa de cestos. Entonces abandonó la admiración encubierta y dijo que aunque no había pensado en ello, ¿cómo era que estaba aquí?
– El tío de Jerry es amiguete del señor Khoori. Son vecinos en Londres.
El tío. Así que era cierto lo del tío. Dado que el Londres de Khoori no podía estar muy lejos de Mayfair, Belgravia o Hampstead, el tío debía ser un hombre rico.
Ingrid ejercitó una vez más sus dotes de telépata, pero ahora con mayor acierto, y dijo:
– Eaton Square. ¿Podemos hacerles compañía? Es fantástico tener con quien hablar.
Wexford presentó a Dora que les invitó con mucha gracia a compartir la pared.
Ingrid comenzó a charlar sobre la alegría de tener dos semanas de vacaciones, de todos los lugares adonde ella y Jeremy habían ido, de un concierto de rock, de una función de teatro en Chichester. Mientras hablaba no dejaba de comer a dos carrillos. ¿Cómo era que los flacos podían comer tanto sin problemas? Las chicas como Ingrid, los chicos como el esquelético Jeremy engullían pastas con doble ración de crema agria. Nunca parecían pensar en las consecuencias, sencillamente se las comían.
En cualquier caso, más le valía mirar la comida y pensar en sus efectos que no en esta encantadora muchacha que ahora alababa con mucha amabilidad el vestido de Dora. Esta tarde sus ojos parecían más azules que nunca, mostraban el color del plumaje del martín pescador. Ella preguntó si habían participado en el concurso de adivinar la edad de las mellizas. Jeremy había dicho que era ridículo pero ella insistió porque quería ganar el oso de peluche. Ingrid apoyó una mano sobre la manga de Wexford.
– Los muñecos de peluche me chiflan. No lo recuerdo, ¿estuvimos en el dormitorio cuando vino al apartamento?
La serpiente desenroscándose en el jardín. Quizá se mostraba cortés y encantadora, pero también estaba el veneno, la diminuta bolsa debajo de la lengua. La respuesta de Dora fue una leve expresión de sorpresa pero nada más. Jeremy, mientras atacaba el segundo plato de tarta, terció:
– Claro que no entró en el dormitorio, Ing. ¿Por qué iba a entrar? Si hasta un gato se sentiría allí como en una lata de sardinas.
– O un oso de peluche -rió Ingrid-. Tengo un spaniel dorado que mi papá me trajo de París cuando yo tenía diez años, un cerdo rosa y un dinosaurio que vino de Florida. Aunque no lo parezca, el dinosaurio es el más encantador de todos, ¿no es así, Jerry?
– No es tan encantador como yo, pero está bien -contestó Jeremy, mientras cogía una lionesa-. ¿Han conocido a mi tío Wael?
– Todavía no. Hablamos con la señora Khoori.
– Supongo que todavía puedo llamarle tío. En realidad no lo sé. No hablaba con él desde que cumplí los dieciocho. Si quieren se lo presento.
A Wexford y Dora les daba un poco lo mismo pero no podían decirlo. Jeremy se quitó las migas de los téjanos y se levantó.
– Quédate aquí, Ing -dijo cariñoso-, y acábate las lionesas. Sé que te encantan.
Encontrar a Wael Khoori les llevó mucho tiempo y les obligó a dar casi toda la vuelta a Mynford New Hall. Wexford divisó al jefe de policía camino de unos sombrajos de diseño futurista y calculó que evitaría el encuentro. Jeremy comentó que cuando llegó había esperado encontrar una casa parecida a uno de los supermercados de su tío Wael con lo que llamó «aquellos minaretes» o algo parecido al aeropuerto de Abu Dhabi. En cambio vio esta sosa casa georgiana. ¿El señor y la señora Wexford conocían el aeropuerto de Abu Dhabi? Mientras Dora escuchaba la descripción de aquella extravagancia sacada de las Mil y una noches, y trampa para turistas, Wexford miró las ventanas de la casa nueva confiando en que quizá vería asomar el rostro de Juana o Rosenda.
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