Ruth Rendell - Simisola
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La mujer consideró la respuesta y la conclusión a la que llegó pareció complacerla.
– No volverá a hablar conmigo, ¿verdad?
– Quizás. Es una posibilidad. Espero que no piense en viajar a alguna parte.
– ¿Por qué lo pregunta? -Entornó los párpados como señal de desconfianza y el inspector adivinó que había pensado en ello.
– La escuela acaba la semana próxima -dijo Wexford-. No quiero que se vaya por ahora, señora Snow. -Se detuvo al llegar a la puerta. Ella estaba detrás de él pero le dejó que abriera la puerta-. Creo que tiene un pariente que vive en Ladyhall Avenue, ¿es verdad?
– No. ¿De dónde sacó esa idea?
Wexford no iba a decirle que se lo había mencionado su marido o que el lugar de residencia de esta persona era la razón por la que no había querido ir nunca al apartamento de Annette.
– Entonces, ¿un amigo?
– Nadie -afirmó ella-. Mi familia proviene de Tunbridge Wells.
El inspector jefe se marchó pensando que si Annette había amenazado con apresurar el matrimonio con Snow por medio de contárselo todo a Carolyn, esto hubiese sido el móvil de Snow para cometer el asesinato. La reacción de Carolyn al enterarse de la infidelidad continuada de su marido justificaba el crimen como la única salida. Ella era tan despiadada y rencorosa como había esperado Snow. Además él lo sabía; había habido otra antes de Annette.
Quizás él había ido a Ladyhall Avenue el miércoles por la noche para rogarle a Annette que mantuviera el silencio. Tal vez le había prometido el cielo. Llevarla a cenar de vez en cuando no hubiera estado mal, pensó Wexford. Ir de vacaciones juntos a algún lugar o sólo hacerle un regalo. Pero no había funcionado. Ella no había querido aceptar nada que no fuera divorciarse de Carolyn y su casamiento. Habían discutido, él había arrancado el cordón de la lámpara y la había estrangulado… Era el arrancar el cordón lo que no cuadraba. Se necesitaba fuerza. Además, en el ardor de la pelea, ¿no hubiera sido más lógico que le rodeara el cuello con las manos?
Cruzó la acera hasta el coche donde Karen le esperaba sentada al volante, el único ejercicio que haría hoy. El doctor Crocker primero, y el doctor Akande después, le habían recomendado caminar más (el mejor ejercicio cardiovascular, habían proclamado ambos) y se preguntaba si decirle o no a Karen que se llevara el coche y le dejara recorrer a pie el par de kilómetros hasta la comisaría, cuando vio al doctor que venía hacia él. Wexford fue consciente en el acto de la reacción pusilánime que hace simular que no te ha visto a una persona, que impulsa a cruzar a la otra acera y desviar la mirada, cuando el encuentro en ciernes puede significar un reproche o una recriminación. Él no había ofendido de ningún modo al doctor Akande; por el contrario, había hecho todo lo que estaba a su alcance y en el de los policías a sus órdenes por encontrar a la hija desaparecida, pero a pesar de esto sentía vergüenza. Y para acabar de empeorarlo, quería evitar el encuentro con una persona tan triste y desesperada como el doctor. Pero no evitó el encuentro. Un policía debe enfrentarse a todo o cambiar de trabajo (reciclarse, según la oficina del paro). Era un principio que había seguido desde hacía treinta años.
– ¿Cómo está, doctor?
– Vengo de visitar a una paciente a la que sólo le faltan dos años para cumplir los cien -contestó Akande-. Incluso ella me preguntó si tenía alguna noticia. Todos son muy bondadosos, muy solidarios. Me digo a mí mismo que sería peor si dejaran de preguntar.
Wexford no supo que decir.
– No dejo de pensar en lo que pudo haber hecho Melanie, a dónde fue, y todo lo demás. Es como si no pudiese pensar en otra cosa. Le doy vueltas y más vueltas. Incluso a veces me pregunto si llegaremos a recuperar su cuerpo. Nunca entendí por qué las personas que pierden a sus hijos en la guerra reclaman sus restos o quieren saber dónde están enterrados. Pensaba ¿qué más da? Lo que quieres es a la persona, al ser vivo que quieres, no la… la envoltura exterior. Ahora lo comprendo.
La voz de Akande se había quebrado al pronunciar la palabra «querer» como se quiebra la voz de todas las personas desgraciadas cuando la dicen.
– Tendrá que disculparme, debo irme -murmuró el doctor, y se alejó caminando como un ciego. Wexford vio que le costaba meter la llave en la cerradura de la puerta del coche. Sin duda las lágrimas le impedían ver.
– Pobre hombre -comentó Karen.
– Sí -respondió Wexford mientras se preguntaba si esta era la primera vez que ella utilizaba juntos ese adjetivo y ese sustantivo.
– ¿A dónde vamos, señor?
– A Ladyhall Avenue. -Hizo una pausa antes de añadir-: Ingrid Pamber nos dijo algo que aparentemente se perdió en la conmoción general por la conducta de Snow. ¿Sabe de qué hablo?
– ¿Algo referente a Snow?
– Quizá no sea verdad. Es una mentirosa y para colmo una liante.
– ¿Es aquello de que la esposa tenía un pariente o amigo que vivía delante de Ladyhall Court?
Wexford asintió. Salieron de Queens Gardens, donde vivía Wendy Stowlap, y pasaron por el supermercado de la esquina donde Ingrid había hecho la compra para Annette. Un hombre aporreaba furioso el cristal de la cabina de teléfonos donde una mujer hablaba, sin hacerle caso.
Una mujer ciega les atendió. Los ojos, en sus cunas de arrugas, eran como canicas cuarteadas por tanto uso. Wexford se presentó con voz suave:
– Soy el inspector jefe Wexford, de la policía de Kingsmarkham, y esta es la sargento detective Malahyde.
– Es una mujer joven, ¿verdad? -comentó la señora Prior, mirando a media distancia.
Karen contestó que sí.
– Puedo olería. Es muy agradable. Roma, ¿no es así?
– Sí, así es. Muy inteligente de su parte.
– Vaya, los conozco todos, todos los perfumes, es así cómo distingo a una mujer de otra. No se molesten en mostrarme sus credenciales, no puedo verlas y supongo que no huelen. -Gladys Prior celebró con una carcajada su muestra de ingenio-. ¿Qué ha pasado con aquel joven, B U R D E N? -Evidentemente era una broma personal y volvió a reír.
– Hoy está ocupado en otra parte -respondió Wexford.
Percy Hammond no miraba por la ventana. Dormía. Pero el sueño ligero de los muy ancianos se interrumpió cuando entraron en la habitación. Wexford se preguntó qué aspecto había tenido de joven. No había nada en aquel rostro arrugado, consumido, cuarteado, que sugiriera los rasgos de la edad madura, y mucho menos los de la juventud. Apenas si parecía humano. Sólo las encías rosadas, que dejaba ver cuando sonreía, indicaban que alguna vez había tenido dientes, desaparecidos quizá cincuenta años atrás.
Vestía un traje a rayas con chaleco y camisa sin cuello. Las rodillas levantaban la tela gris como una estructura con ángulos agudos, y las manos apoyadas en ellas parecían patas de paloma.
– ¿Quieren que asista a una rueda de identificación? -preguntó-. ¿Qué señale cuál es él en una fila de detenidos?
Wexford contestó que no. Mientras felicitaba mentalmente al señor Hammond por su rápida deducción, añadió que no había dudas sobre quién había robado en el apartamento de Annette. Ya tenían a alguien ayudándoles con las investigaciones de este asunto.
– De todos modos, no hubieses podido ir -señaló la señora Prior-. No en tu estado. -Se dirigió a Karen, que al parecer le había caído bien-. Tiene noventa y dos años, sabe.
– Noventa y tres -le corrigió el señor Hammond, confirmando la ley de Wexford referente a que sólo cuando la gente tiene menos de quince o más de noventa se añaden años a su verdadera edad-. Cumpliré noventa y tres la semana que viene, y podría ir. No salgo desde hace cuatro años, así que cómo sabes que no puedo.
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