Ruth Rendell - Simisola
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– Una deducción inteligente -replicó Gladys Prior con una risita en dirección a Karen.
– Señor Hammond -dijo Wexford-, usted le contó al inspector Burden lo que vio al amanecer del jueves. ¿También miraba por la ventana la tarde-noche anterior?
– Siempre miró por la ventana. A menos que esté dormido o esté oscuro. Incluso a veces de noche. Puedes ver con la luz de las farolas si apagas la luz de la habitación.
– ¿Apagó la luz, señor Hammond? -preguntó Karen.
– Tengo que pensar en la factura de la electricidad, señorita. La tarde-noche del miércoles tenía la luz apagada, si eso es lo que quiere saber. ¿Quiere saber lo que vi? Le he estado dando vueltas, he intentado recordarlo todo. Sabía que ustedes volverían.
Era una bendición como testigo, pensó Wexford.
– ¿Me dirá lo que vio, señor?
– Siempre les observo regresar a casa del trabajo, aunque ahora hay unos cuantos que se han marchado de vacaciones. La mayoría no me hace caso pero aquel tipo, Harris, siempre me saluda. Regresó a eso de las cinco y veinte y diez minutos más tarde llegó una chica. Tenía coche y lo aparcó delante. Hay una raya amarilla que prohíbe aparcar hasta las seis y media, pero no le prestó atención. No le había visto antes. Una chica muy guapa, de unos dieciocho años.
Ingrid se sentiría halagada, aunque sin pasarse. Cuando llegas a los noventa y tres, pensó Wexford, cualquiera con cincuenta te parecerá que tiene treinta, y los veintiañeros, niños.
– ¿Entró en los apartamentos?
– En efecto, y salió al cabo de cinco minutos. Bueno, fueron siete. No soy muy bueno calculando el tiempo, pero a ella la controlé, no sé por qué. Es por hacer algo. Algunas veces lo hago, es como un juego, y apuesto. Me dije a mi mismo: van diez chelines, Percy, a que sale antes de diez minutos.
– La señorita no sabe que son diez chelines, Percy. Ya no vives en la realidad. Son cincuenta peniques, querida, han pasado veinte años o más desde el cambio pero para él es como si fuera ayer aclaró la señora Percy.
– ¿Qué pasó después? -le interrumpió Wexford.
– No pasó nada si es que se refiere a la entrada de extraños. La señora Harris salió y regresó con el diario de la tarde. Cené. Lo mismo de siempre, una rodaja de pan con mantequilla y un vaso de Guinness. Vi llegar el coche que lleva a Gladys a su club de ciegos.
– A las siete en punto -dijo la señora Prior-. Y regresé a las nueve y media.
– Señor Hammond, ¿cenó en aquella mesa? ¿Miró la tele?
El anciano sacudió la cabeza. Señaló la ventana.
– Ese es mi televisor.
– No tienes ocasión de ver mucho sexo y violencia, ¿verdad, Percy? -Gladys Prior se tronchó de risa.
– ¿Así que continuó mirando? ¿Qué ocurrió después de marchar la señora Prior?
Percy Hammond arrugó todavía más su rostro arrugado.
– Poca cosa más. -Miró a Wexford con una expresión de astucia-. ¿Qué quería que viese?
– Sólo lo que vio -señaló Karen.
– Me interesa saber qué pasó alrededor de las ocho, señor Hammond -contestó Wexford-. No quiero ponerle ideas en la cabeza, pero ¿vio a un hombre entrar en Ladyhall Court entre las cinco y las ocho y cuarto?
– Sólo a aquel tipo con su perro. Hay un hombre que no sé cómo se llama, Gladys tampoco lo sabe, que tiene un spaniel. Lo saca a pasear todas las tardes. Le vi. Me hubiese llamado la atención no verle. Algo no iba bien, pensó Wexford, algo iba muy mal. Se le escapaba.
– ¿A nadie más?
– A nadie.
– ¿Ni a un hombre ni a una mujer? ¿No vio a nadie entrar alrededor de las ocho y salir entre las diez y las diez y media?
– Ya le dije que no soy muy bueno con las horas. Pero no vi ni un alma hasta que apareció aquel muchacho que le mencioné al señor No sé cuantos.
– B U R D E N, querido. Se llama Burden. -Dijo la señora Prior con nuevas risas.
– Y entonces estaba oscuro. Ya estaba en la cama, dormía pero me levanté. ¿Por qué me levanté, Gladys?
– A mí no me lo preguntes, Percy. Supongo que para hacer pipí.
– Encendí la luz por un momento pero me cegaba y la apagué. Miré por la ventana y vi a aquel muchacho salir cargado con una caja muy grande, ¿o eso fue después?
– Fue al amanecer, señor Hammond -le corrigió Karen, con dulzura-. Le vio por la mañana, ¿no lo recuerda? Era el joven por el que nos preguntó, si tenía que señalarlo en una rueda de identificación.
– Comprendido, está claro. Ya le dije que no soy muy bueno con las horas.
– Creo que le hemos cansado, señor Hammond -se disculpó Wexford-. Nos ha prestado una gran ayuda pero queremos preguntar una cosa más. A usted y a la señora Prior. ¿Alguno de ustedes está relacionado con unas personas llamadas Snow que viven en Harrow Road, Kingsmarkham?
Dos rostros viejos y desilusionados se volvieron hacía él. Ambos deseaban excitación, odiaban no poder dar una respuesta afirmativa.
– Nunca les he oído mencionar -contestó la señora Prior, de mala gana.
– Supongo que conoce a todo el mundo de…, a todos los que viven en esta calle, ¿verdad? -le preguntó Wexford a la anciana mientras bajaban las escaleras.
– Iba a decir «de vista», ¿no es así? Bendito sea, no me hubiera molestado. Aunque hubiese sido más preciso decir «por el olor». -Esperó hasta llegar al pie de las escaleras para reírse-. Por aquí hay muchos viejos, las casas son antiguas, y algunos viven en ellas desde hace cuarenta, cincuenta años. ¿La persona relacionada con esos Cómo-se-llamen es joven o vieja?
– No lo sé -respondió Wexford-. No lo sé.
12
La casa era nueva, acabada de terminar, quizá no hacia más de una semana que le habían dado la última mano de pintura. Sin embargo tenía la sensación de estar en una deformación temporal. No es que viera Mynford New Hall como algo viejo, sino como si hubiese retrocedido doscientos años y que, convertido en un personaje de una novela histórica, le hubiesen traído aquí para que viera una mansión flamante.
Era de estilo georgiano, con un pórtico de columnas y una balaustrada a todo lo largo del techo bajo, una casa grande, blanco marfil, las ventanas de guillotina perfectamente proporcionadas, las columnas estriadas. En los nichos a cada lado de la puerta principal había jarrones de piedra llenos de hiedras y culandrillos. Un sendero de grava hubiese sido más apropiado pero el camino de coches era de cemento. Las macetas y cubas de madera colocadas en todo el recorrido contenían árboles y cipreses amarillos, fucsias rojas en floración, madroños naranja y crema, pelargonios rosados. Por contraste, los arriates estaban pelados, no asomaba ni una brizna en la tierra removida.
– Dales una oportunidad -susurró Dora-. Sólo llevan aquí cinco minutos. Han debido alquilar las plantas para la fiesta.
– Entonces ¿dónde vivían antes?
– En aquel lugar colina abajo, la casa de la viuda.
La colina era una suave pendiente de prados verdes que llevaba hacia un valle arbolado. Se alcanzaba a ver un techo gris entre los árboles. Wexford recordó la vieja mansión en lo alto de la colina, un pastiche estucado que no era lo suficientemente antiguo ni con el valor arquitectónico necesario para justificar su preservación. Los Khoori no habían tenido pegas para demolerla y construir la nueva mansión.
Los invitados llenaban el enorme jardín. En medio se levantaba una gran carpa a rayas. Wexford la calificó lacónico como «la tienda del té», expresión que a Dora le pareció instintivamente poco respetuosa o incluso de lèse majesté. Su marido no quería ir. Ella replicó, faltando un poco a la verdad, que él lo había prometido, después añadió que le vendría bien salir un poco, distraerse. Por fin él aceptó porque ella dijo que no iría sola.
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