Ruth Rendell - Simisola

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La ciudad del inspector Wexford -personaje legendario de la autora- se ve sacudida por la desaparición de una joven de color. El inspector se lanza a una investigación que le desvela los resortes más difíciles de la convivencia racial, y una sociedad de claroscuros que confirma la maestría de la autora británica para urdir tramas perfectas y ahondar en las miserias humanas.

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– ¿Qué?

– ¿Dónde está tu amigo? ¿El que lleva la gorra a rayas? -Esta era una manera de no tener que identificarlo por su origen étnico. Wexford se dijo a sí mismo que ya estaba bien de ser tan remilgado-. El negro de las trenzas.

– No sé de qué me habla.

– Se refiere a Raffy. -Una china hizo diana, la lata se balanceó y cayó-. Tiene que ser Raffy.

– Sí, Raffy. ¿Sabes dónde está?

Nadie contestó. El fumador continuó, concentrado, como si estuviese inmerso en un estudio que necesitaba memoria e incluso poderes deductivos. El roedor de cutículas se mordió aún más las cutículas y trazó más anillos con la punta de los pies en las cenizas. El tirador de chinas las lanzó por encima del hombro, sacó un paquete de cigarrillos y cogió uno. El chico gordo y rizos dorados miró a Wexford como quien mira a un perro peligroso, en este momento tranquilo, abandonó la balaustrada y entró en la oficina de la Seguridad Social.

– Os he preguntado si sabéis dónde está.

– Quizá -respondió el tirador de chinas con la camiseta del dinosaurio.

– ¿Sí?

– Quizá sé dónde está su vieja.

– No está mal.

Fue el roedor de cutículas el que le dio la información. Habló como si sólo un loco, que viviera en su propio mundo de fantasías esquizofrénicas, pudiera desconocer este hecho.

– Cruza a los chicos en el Thomas Proctor, ¿o no?

Esta frase, aunque en apariencia críptica, informó inmediatamente a Wexford, sin necesidad de descifrarla, que la madre de Raffy era la señora con la señal de stop que, de nueve a tres y media de la tarde, se encargaba de que los niños del parvulario Thomas Proctor cruzaran la calle.

– ¿Tiene alguna hermana? -le preguntó al tirador de chinas. Los hombros delgados se encogieron.

– ¿Novia?

Se miraron los unos a los otros y se echaron a reír. El chico de los rizos dorados salió y el roedor de cutículas le susurró algo. Él también se echó a reír y muy pronto se tronchaban de risa.

Wexford meneó la cabeza y se fue por donde había venido.

16

La luna llena asomaba detrás de las ramas distorsionadas de un cerezo con las flores de un rosa brillante poco verosímil. Este tema, pintado en un pergamino de bambú, se repetía por todas las paredes del local del restaurante Moonflower. Wexford comentó una vez que era el único lugar donde tenían la radio y la televisión encendidas al mismo tiempo. La clientela, que esperaba las raciones de arroz frito y pollo al limón, nunca se fijaba en las pinturas de la luna y las flores de cerezo y sólo miraban la televisión cuando pasaban los deportes.

Era mediodía. En la radio sonaba Michelle Wright cantando Baby, Don’t Start With Me , y la televisión ofrecía la reposición de South Pacific. Karen Malahyde entró en el Moonflower en el momento que Mitzi Gaynor, en una competencia feroz con la cantante country, comenzaba a lavarse el pelo para olvidarse de aquel hombre. Karen se acercó al mostrador donde una mujer entregaba las bolsas de comida que le pasaban de la cocina.

La disposición del restaurante permitía ver a Mark Ling en la resplandeciente cocina de acero, trasteando con media docena de sartenes, mientras su hermano le hablaba vaciando un saco de arroz.

Mhonum Ling era una mujer pequeña y robusta con la piel color café y el pelo estirado, aunque un poco ondulado, que tenía el brillo del carbón. Vestida con una bata blanca como la de un médico, entregaba los recipientes de papel de aluminio con chow mein y cerdo agridulce a los clientes cuyos números aparecían en neón rojo por encima de su cabeza. En parte parecía una versión más alegre de la oficina de la Seguridad Social, aunque los clientes del Moonflower se sentaban en sillas de caña y leían Today y Sporting Life.

En cuanto Karen le dijo qué deseaba, Mhonum Ling llamó a su cuñado de forma un tanto perentoria y señaló con la cabeza hacia el mostrador. El se acercó de inmediato.

– ¿Quién es? -preguntó Mhonum mirando la foto.

– ¿No lo sabe? ¿No la vio nunca?

– Nunca. ¿Qué hizo?

– Nada -respondió Karen, precavida-. No ha hecho nada. Está muerta. ¿No ve los informativos de la televisión?

– Tenemos que trabajar -afirmó Mhonum Ling, orgullosa-. No tenemos tiempo para mirar eso. -Con una uña larga pintada color ciruela pinchó a su cuñado, que cotilleaba con un cliente y no había visto la ración de arroz frito y brotes de bambú a sus espaldas. La mujer dirigió una mirada severa a los clientes-. Tampoco tiempo para leer periódicos.

– De acuerdo, no la conoce. Hay un chico, de unos dieciocho años, con el pelo a lo rasta, siempre lleva una de esas gorras de lana, es la única persona de por aquí con esa pinta. Él no es su hijo, ¿verdad?

Por un momento Karen pensó que Mhonum negaría tener hijos por falta de tiempo. En cambio respondió:

– ¿Raffy? Eso suena a Raffy. No te dejes las galletas de la suerte, Johnny. No les gusta olvidarse las galletas de la suerte.

– Entonces, ¿es un pariente?

– ¿Raffy? Raffy es mi sobrino, el hijo de mi hermana. Acabó la escuela hace dos años pero no ha encontrado trabajo. Nunca lo tendrá, no hay trabajo. Mi hermana Oni quería que Mark lo empleara aquí, sólo un trabajo de pinche en la cocina, os vendría bien una ayuda, pero ¿para qué? No la necesitamos y no hacemos beneficencia, no somos asistentes sociales en África.

Karen preguntó la dirección de la hermana y Mhonum se la dio.

– Pero no estará en casa -añadió-. Estará trabajando. Ella tiene trabajo.

Ante la ocasión de encontrar a Raffy en casa, Karen fue a Castlegate, el único bloque de pisos en Kingsmarkham, donde Oni y Raffy Johnson vivían en el número veinticuatro. No era un edificio muy alto, sólo tenía ocho pisos, viviendas construidas por el ayuntamiento que el consistorio estaba dispuesto a vender a los ocupantes, si los ocupantes estuviesen en condiciones de comprarlos. Wexford había vaticinado que muy pronto no tendrían más opción que derruirlo y empezar de nuevo. El apartamento veinticuatro estaba en el sexto piso y el ascensor, como de costumbre, no funcionaba. Karen subió las escaleras convencida de que Raffy no estaba en casa. Acertó.

¿Por qué Wexford suponía que el tal Raffy les ayudaría? No tenía ninguna base, ninguna prueba, sólo una corazonada. Podía llamarlo intuición y a veces, lo sabía, él tenía intuiciones espectaculares. Debía tener fe en él y repetirse que si Wexford consideraba valioso buscar a Raffy porque el chico podía saber la respuesta, posiblemente era cierto. De alguna forma -quizá muy tenue- Sojourner estaba vinculada con este chico del cual su tía hablaba con tanto desprecio.

Karen regresó a la comisaría en el preciso momento en que el Jaguar de Kashyapa Begh se detenía ante la puerta y Wexford le pidió que le acompañara hasta el depósito. Kashyapa Begh era un hombre mayor, arrugado como una pasa, con el pelo blanco, que vestía un traje a rayas y una camisa blanca inmaculada. El alfiler de la corbata de seda roja tenía engarzados un rubí grande y dos diamantes pequeños. Se ganó la antipatía de Karen al preguntarle por qué le escoltaba una mujer en un asunto tan serio. Ella no le contestó, al recordar que probablemente este hombre y sus parientes masculinos habían asesinado a una joven para impedir que se casara con el hombre de su elección. Kashyapa Begh exclamó airado mientras miraba el cadáver sin disimular su desagrado:

– Esto es una pérdida de tiempo lamentable.

– Lo siento, señor Begh. Trabajamos siguiendo un proceso de eliminación.

– Bobadas -afirmó Kashyapa Begh y se marchó a paso ligero hacia su coche.

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