Ruth Rendell - Simisola
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Asesinato, si la víctima fallecía. Laurette Akande dudada de que Oni Johnson sobreviviera y se lo comentó al inspector jefe. Tenía rotas ambas piernas y el tobillo izquierdo, además de tener fracturada la pelvis, tres costillas y el radio del brazo derecho, pero la herida más grave era el hundimiento del cráneo. La única posibilidad de salvar su vida era por medio de una intervención quirúrgica y la misma fue practicada por el neurocirujano Algernon Cozens, el viernes por la tarde. El muchacho, que había velado junto a su cama durante horas y horas, que había estado sentado allí mirándola con el rostro empapado de lágrimas, había firmado la autorización poco a poco, como un muñeco al que se le acaba la cuerda.
– ¿Por qué cometieron el ataque justo antes de que llegáramos allí? -le preguntó Karen a Wexford.
Él sacudió la cabeza.
– ¿Sabemos qué arma usó?
– Quizá las manos. El que lo hizo esperó oculto en el rellano del último piso y cuando Oni apareció, le dio un puñetazo en el rostro que la lanzó por las escaleras. Después sólo tuvo que correr detrás de ella, hacerla rodar escaleras abajo a puntapiés y escapar diez minutos antes de que llegáramos nosotros.
– A Sojourner también la mataron a mano limpia -señaló Burden-. Mavrikiev me explicó cómo matar con los puños. Es algo que nunca olvidaré.
– Sí, es la única vinculación que tenemos, y no es gran cosa.
– ¿Dónde estaba el muchacho?
– ¿Cuándo ocurrió esto? Al parecer nunca sabe dónde está en un momento determinado. Una cosa es segura, no estaba en Castlegate. Aquella pandilla que se pasa horas delante de la oficina de la Seguridad Social dice que estuvo con ellos parte de la tarde, pero no saben qué parte. Y es cierto. El muchacho va de un lado a otro. Mendiga.
– ¿Mendiga?
– Todos lo hacen, Mike, si ven a un posible benefactor. A mí me tomó por uno. Supongo que debo sentirme halagado. ¿Recuerda que le buscábamos cuando llevaron a su madre al hospital? Me crucé con él en Queen Street. Tendió la mano y me dijo: «¿Me da algo para una taza de té, señor?» Cuando le dije quién era y lo que había pasado pensé que iba a desmayarse.
Tres horas después de aquel encuentro, Wexford interrogó a Raffy Johnson. Pero él nunca había visto ninguna muchacha negra en Kingsmarkham. «Sólo viejas», le dijo a Wexford. «¿Qué sabes de Melanie Akande? -preguntó Wexford-, ¿La has visto alguna vez?»
Una expresión curiosa donde se mezclaban la humillación y el desprecio apareció en el rostro de Raffy, y Wexford comprendió antes de recibir la respuesta que estos hijos de inmigrantes ya estaban contagiados por el mal inglés. El hecho de ser negros no les había salvado.
– Ella es de otra clase, ¿no? -contestó Raffy-. Su padre es médico.
La raza, la pobreza y un sistema jerárquico le habían condenado a un celibato solitario, porque aparentemente nunca se le había ocurrido hablar, y mucho menos trabar amistad, con una muchacha blanca.
– Tu madre es de Nigeria, ¿no?
– Así es.
Raffy miró a Wexford confuso. Al parecer nunca le había preguntado a la madre sobre su tierra natal y ella no le había ofrecido ninguna información. Él sólo sabía que ella había venido con su hermana cuando eran muy niñas y que la hermana se había casado con un chino. Wexford no le preguntó la identidad del padre, dudaba que la supiera. No parecía saber gran cosa, ni que tuviese intereses, ambiciones o esperanzas. Su único deseo era vivir día a día, mantenerse vivo para recorrer las calles de la ciudad que no le habían dado nada.
– Le pregunté -dijo Wexford-, si sabía por qué alguien quema matar a su madre. Pensé que se indignaría, que se sorprendería. Lo que nunca me imaginé fue que me sonreiría inquieto. Me miró como si le tomara el pelo. Casi avergonzado.
– ¿Pero ahora se lo toma en serio?
– No lo sé. Intenté hacerle comprender que alguien había intentado asesinar a su madre. Sin duda ha visto asesinatos en la televisión durante toda su vida, pero para él la tele es fantasía y la vida es realidad, tal como debe ser, sólo que nosotros siempre insistimos en que los jóvenes confunden las dos.
– ¿Y si el atacante también se confundió? -planteó Karen-. ¿Confundió a Oni Johnson con Raffy? Allá arriba estaba muy oscuro.
– Incluso en la oscuridad nadie confundiría a Oni con el hijo. Es quince centímetros más alto, flaco como un palo y ella es regordeta. No, nuestro asesino quería matar a Oni y no tengo la más remota idea del porqué.
Las únicas otras personas que vivían en Castlegate, un matrimonio, estaban en el trabajo a la hora de la agresión. Tampoco había estado nadie en los aparcamientos que rodeaban el edificio. Era como si ya le hubieran abandonado a la cuadrilla de demolición y que nadie recordara que allí aún vivían cuatro personas. El atacante de Oni Johnson no hubiese podido encontrar un lugar más propicio para cometer un asesinato.
La sugerencia de Karen quedó absolutamente descartada al día siguiente cuando alguien atentó por segunda vez contra la vida de Oni Johnson.
Archbold hizo la guardia nocturna y Pemberton lo relevó por la mañana. Nadie podía haber entrado sin que lo vieran, pero ellos sólo habían visto al personal del hospital, médicos, enfermeras, técnicos y Raffy.
Fue la enfermera de la planta, una joven llamada Stacey Martin, la que informó a Wexford. Él llegó a la sala a las nueve y la enfermera salió a su encuentro cuando se disponía a saludar a Pemberton que montaba guardia delante de la habitación de Oni.
– ¿Puede acompañarme, por favor? -La enfermera le llevó hasta el despacho con una cartel que ponía «Hermana» en la puerta-. Entré de servicio esta mañana a las ocho. A esa hora es el cambio de turno. La hermana ya estaba aquí. Fui directamente a la habitación de Oni y vi algo que me llamó la atención, la sábana le cubría la mano.
– No le entiendo -dijo Wexford.
– Como ya habrá notado aquí hace calor. Mantenemos la temperatura alta para que los pacientes no necesiten mantas. La sábana le cubría la mano donde va el tubo intravenoso. Aparté la sábana y la cánula no estaba. La habían quitado y habían cerrado el tubo con un clip para que el suero no goteara sobre la cama.
Wexford miró a la joven y vio que aún sufría el efecto de la conmoción.
– ¿Quiere decir que «alguien» la quitó? ¿No lo pudo hacer ella misma?
– No lo creo. Supongo que es posible…, pero ¿por qué iba a hacerlo?
Wexford no tuvo tiempo de responder, si es que tenía una respuesta, porque se abrió la puerta y entró Laurette Akande. La mujer le miró como una maestra mira a un alumno díscolo. Él comprendió por primera vez la profunda aversión que le tenía la madre de Melanie.
– Señor Wexford -dijo ella en un tono frío-. ¿En qué puedo ayudarle?
– ¿Puede decirme qué le suministran a Oni por vía intravenosa?
– ¿Con el suero? Medicamentos. Un cóctel de medicamentos. ¿Por qué le interesa? Ah, ya lo veo. La enfermera Martin le ha comunicado sus ridículas sospechas.
– Pero le quitaron la cánula, ¿no es así, señora Akande?
– Hermana. Sí, así es. Quiero decir, se salió. Por fortuna, no hubo consecuencias, no afectó en nada la recuperación de la señora Johnson… -De repente cambió de tono, y dedicó una cálida sonrisa a Stacey Martin-, gracias a la rápida intervención de la enfermera Martin. -El tono se volvió un poco irónico-. Todos le estamos muy agradecidos. Venga, por favor, le acompaño a ver a la señora Johnson.
Oni estaba sola en su habitación, vestida con una bata blanca, tapada hasta la cintura con la sábana y con la parte superior de la cama levantada. Sobre el velador había uno de los tebeos de Raffy, pero el chico no estaba.
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