Ruth Rendell - Simisola
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Wexford permaneció en silencio. Sylvia confundió su silencio con sorpresa, no por el contenido de lo que había dicho, sino porque lo había dicho, y de inmediato se disculpó.
– Papá, sé que suena horrible, pero necesito saber todas estas cosas. Tengo que intentar comprender cómo funcionan el agresor y la víctima.
– No, no es eso. Lo sé. Soy policía, ¿recuerdas? Una cosa que dijiste me llamó la atención. Una palabra. Ahora no la recuerdo.
– ¿Subhumano? ¿Ineficacia?
– No. Ya la recordaré. -Se levantó-. Gracias, Sylvia. No sabes cuánto me has ayudado. -La mirada de su hija le llegó al corazón. Por un momento se pareció mucho a su hijo Ben. Wexford se inclinó y le dio un beso en la frente-. Sé lo que era -murmuró-. Ya me vendrá.
En el dormitorio, junto a la cama, todavía sin leer, estaban los folletos y panfletos que le había enviado Sheila, la literatura de su última pasión. Los leería en cuanto se marchara Sylvia. Pero también recordó algo del hombre que salió de la casa de los Epson y que conducía el coche de los Epson. No le había visto la cara. Y no había visto la cara de la persona que conducía aquel coche cuando un niño atravesó las puertas de la Thomas Proctor y subió al auto.
Wexford veía con toda claridad al niño en su imaginación, un niño moreno con el pelo castaño rizado, que podía haber sido el hijo de aquel hombre sólo si su madre hubiese sido negra y sólo si él le hubiese engendrado cuando él también era un niño.
¿Era este el hombre del que Sojourner había escapado dos semanas atrás?
No, pensó Wexford, se equivocaba en el enfoque que daba a todo esto…
20
Wexford, aquel día aplazaría su habitual visita a los Akande. Si su suposición era correcta, no estaría de humor para enfrentarse a ellos mientras tenía esto en la cabeza. ¿Y qué había que decir? Incluso las cortesías de rigor, los comentarios sobre el tiempo, el interés por su salud, sonarían forzadas. Pensó en sus esfuerzos por prepararlos, recomendándoles que abandonaran toda esperanza, y recordó el estado de ánimo de Akande, exultante un día y por los suelos al siguiente.
Se dirigió a su trabajo, pasó por delante de la casa de los Akande, pero mantuvo la mirada fija en la calle. Leyó los informes sobre las averiguaciones casa por casa pero todos eran negativos, no había ninguna novedad aparte de las manifestaciones de racismo donde menos se esperaban y de unas insospechadas actitudes liberales donde se anticipaba el prejuicio. Nunca se sabía cuando se trataba de seres humanos. Malahyde, Pemberton, Archbold y Donaldson continuarían con la tarea todo el día, llamando a las puertas, mostrando la foto, preguntando. Si no encontraban nada en Kingsmarkham, la búsqueda se trasladaría a los pueblos: Mynford, Myfleet, Cheriton.
Wexford llamó a Barry Vine y se fueron juntos a Stowerton. Evitaron la calle Mayor y tomaron por Waterford Avenue donde tenía su casa el jefe de policía. Los barrios cambiaban deprisa en Stowerton y Sparta Grove estaba a un tiro de piedra. Wexford sonrió cuando pasaron por delante de la casa, al pensar lo cerca que había estado Freeborn mientras toda esta, esta… conspiración, se desarrollaba delante de sus narices.
El coche rosa estaba aparcado en la calle, en el mismo lugar donde lo había visto la noche anterior. A la luz del sol se lo veía muy sucio. Algún gracioso había escrito con el dedo en el polvo de la tapa del maletero: «Amo, límpiame». No se veía ninguna ventana abierta en la casa. Parecía desocupada, pero el coche estaba allí.
El timbre no funcionaba. Vine utilizó el llamador y comentó, con la mirada puesta en las ventanas cerradas, que las nueve de la mañana era plena madrugada para algunas personas. Volvió a llamar y se disponía a gritar por la abertura del buzón cuando se abrió una de las ventanas de la planta alta y asomó la cabeza el hombre cuya espalda Wexford había visto la tarde anterior sin llegar a identificarlo. Era Christopher Riding.
– Policía -dijo Wexford-. ¿Me recuerda?
– No.
– Soy el inspector jefe Wexford, de la policía de Kingsmarkham. Por favor, baje y abra la puerta.
Esperaron un buen rato. Escucharon procedentes del interior los ruidos de alguien que caminaba arrastrando los pies y el sonido de algún objeto de vidrio que caía al suelo y se rompía. Una retahíla de maldiciones ahogadas seguidas por un golpe sordo. Vine, impaciente, sugirió que no estaría mal echar la puerta abajo.
– No, aquí viene.
La puerta se abrió poco a poco. Un niño de unos cuatro años asomó la cabeza y se rió. Le apartaron bruscamente y apareció el hombre que había asomado la cabeza por la ventana. Llevaba téjanos cortados a la altura de las rodillas y un suéter grueso mugriento. Iba descalzo.
– ¿Qué quieren?
– Entrar.
– Necesitarán una orden -replicó Christopher Riding-. No entrarán aquí si no la traen. Esta no es mi casa.
– No, es la casa del señor y la señora Epson. ¿A dónde han ido esta vez? ¿A Lanzarote?
La pregunta le desconcertó lo suficiente como para dar un paso atrás. Wexford, que le llevaba ventaja al menos en estatura, ya que no en juventud, le empujó con el codo y entró en la casa. Vine le siguió, apartando la mano extendida de Riding. El niño se echó a llorar.
Era una casa con muchas habitaciones pequeñas, y una escalera muy empinada en el centro. En mitad de la escalera estaba un niño mayor, con un muñeco de goma en una mano. Era el niño moreno con el pelo castaño rizado que Wexford había visto salir de la Thomas Proctor. Cuando el niño vio a Wexford dio media vuelta y escapó escaleras arriba. El sonido de una radio sonaba detrás de una puerta cerrada. Wexford la abrió sin hacer ruido. Una muchacha a cuatro patas recogía los vidrios rotos -sin duda los restos del objeto que había oído caer- y ponía los trozos en un cartucho de papel. La muchacha volvió la cabeza al escuchar el discreto carraspeo, se levantó de un salto y soltó un grito.
– Buenos días -dijo Wexford-. ¿La señorita Melanie Akande, supongo?
Su calma disimulaba sus verdaderos sentimientos. El inmenso alivio que sentía al verla sana y salva y viviendo en Stowerton se mezclaba con el enojo y una especie de terrible miedo por sus padres. Supongamos que Sheila hubiese hecho lo mismo. ¿Cómo se sentiría él si su hija hubiese hecho lo mismo?
Christopher Riding se apoyó contra la chimenea, con una expresión cínica en el rostro. Melanie, que en un primer momento dio la impresión de echarse a llorar, controló las lágrimas y se sentó, desconsolada. En la sorpresa se había cortado un dedo con un trozo de cristal. La sangre goteaba sobre los pies descalzos. Uno de los hijos de los Epson comenzó a chillar en el primer piso.
– Por favor, ve a ver qué quiere. -Melanie le habló a Riding como si llevasen varios años de casados y no fueran muy felices.
– Joder.
Riding encogió los hombros con muchos aspavientos. El niño pequeño le cogió de los téjanos y se colgó, hundiendo el rostro en la corva del hombre. Christopher salió de la habitación, arrastrando al niño, y cerró de un portazo.
– ¿Dónde están el señor y la señora Epson? -preguntó Wexford.
– En Sicilia. Regresan esta noche.
– ¿Y usted qué pensaba hacer?
– No lo sé. -Suspiró y al ver la herida del dedo, los ojos se le llenaron de lágrimas. Se envolvió la herida con un pañuelo de papel-. Preguntaré si quieren seguir manteniéndome. No lo sé, quizá duerma en la calle.
Llevaba las mismas prendas que aparecían descritas en la denuncia de personas desaparecidas, como las que vestía el día de la desaparición: téjanos, una camisa blanca y un chaleco largo bordado. La expresión de su cara reflejaba el desencanto más total con la vida que le había tocado vivir.
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