Ruth Rendell - Simisola
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– ¡Él no la mató! -Torció la cabeza, con los hombros encogidos, como si quisiera protegerse el rostro de una bofetada-. Le robó las cosas, nada más -. El niño, entretenido otra vez con su ocupación favorita de sacar las cosas de una caja y ponerlas en otra, encontró una caja de saquitos de té y trotó hacia su madre con el hallazgo en las manos. Ella le cogió y le sentó en la falda. Era como si Kimberley lo utilizara como un escudo-. Él me lo dijo, sólo le robó la tele y lo demás. ¿Qué pasa si tiene dinero en el banco? Vale, el dinero proviene de su familia, no de la mía. Me pidió que dijera que era de mi abuela, porque había muerto. Pero se lo dio su familia. Su padre tiene dinero. No la abras, Clint, te ensuciarás todo de té.
El niño no le hizo caso. Rompió la caja y encontró los saquitos. Se mostró muy feliz. Kimberley le apretó con fuerza, los brazos alrededor de la cintura.
– El no cometió ningún asesinato -afirmó con fiereza-. Zack no. Nunca mataría a nadie.
Decía la verdad, pensó Wexford, hasta donde la sabía. Estaba seguro de que no la sabía.
– Zack le dijo que había dinero en el banco antes de marcharse, ¿verdad?
– En mi cuenta -afirmó Kimberley, asintiendo con mucho vigor-. Lo puso allí para mí.
Clint sujetó un saquito de té con las dos manos, la carita cada vez más roja por el esfuerzo de tironear.
– ¿A qué vino buscarse este piso, Kimberley? -preguntó Burden.
– Es bonito, ¿no? Me gustaba, tenía ganas de tener algo así. ¿No le parece suficiente?
– ¿Acaso fue porque no tuvo que hacer ningún esfuerzo? Es de Crescent Comestibles, que es lo mismo que decir el señor Khoori, ¿verdad? No tuvo que hacer nada. El señor Khoori la instaló aquí y le dio el dinero para que comprara lo que le viniera en gana.
Para Wexford era obvio que ella no entendía nada de lo que decía Burden. No era una actriz. Sólo era una ignorante y estos nombres no significaban nada para ella. El niño sentado en su falda había conseguido sus propósitos, había roto el saquito y desparramaba el té sobre las mallas de la madre y el suelo. Pero Kimberley ni se dio cuenta. Miró a Burden atónita hasta que por fin replicó:
– ¿Que hice qué?
– ¿Cómo fue? -le preguntó Wexford, convencido de que no valía la pena dar explicaciones.
Kimberley se limpió las diminutas hojas negras de las piernas y sacudió a Clint sin mucho entusiasmo.
– Iba caminando por la calle Mayor con él en el cochecito cuando vi aquel cartel que ponía todo eso de los pisos y las hipotecas y todo lo demás y pensé por qué no, está toda esa pasta que Zack dice que ahora es mía, y entré y vi al tipo aquel y le dije tengo la pasta, se la puedo dar en metálico o en un cheque y cuándo me puedo mudar. Y eso fue lo que hice, me mudé. Y no sé nada del tal señor Coo-no-sé-cuántos que usted dice. Ni siquiera sé quién es.
Desde luego, ella debía saber que el origen de todo aquel dinero era sospechoso. El dinero legítimamente ganado, sin duda muchos miles de libras, no aparece como por arte de magia en las cuentas bancarias de personas como Zack Nelson. Las familias como los Nelson no tienen fortunas privadas, ni pagan fondos de inversión para ayudar a sus hijos más humildes. Kimberley lo sabía tan bien como ellos. Pero Wexford era consciente de que ella nunca lo admitiría, ella nunca diría que era un dinero mal habido porque su deseo de bienestar era tan grande que no quería ni pensarlo. Si era necesario continuaría inventando las excusas y explicaciones más disparatadas.
– Lo importante -le comentó Wexford a Burden mientras caminaban por la calle Mayor de Stowerton-, es que ella no sabe de dónde proviene el dinero. Zack Nelson, en su sabiduría, nunca se lo dijo. O, mejor dicho, le contó una mentira que sabía que ella entendería como una mentira pero que la aceptaría. Quería que ella estuviera a salvo y lo está. No tenemos motivos para esquivar la calle Mayor.
– Pero él lo sabe.
– ¿A quién se lo dirá? -Wexford encogió los hombros-. ¿A estas alturas? Podemos ir a la cárcel y preguntárselo y él nos soltará toda la historia sobre que Percy Hammond es un viejo senil y que Annette murió mucho antes de que él entrara en Ladyhall Court. Y eso es lo que no podemos probar, Mike. Nunca probaremos que Percy Hammond vio a Zack dos veces. Si Zack no abre la boca y no la abrirá, lo peor que puede pasarle es que le condenen a seis meses por robo.
Caminaban sin prisa y sin rumbo fijo; el calor justificaba el paso lento, pero se encontraron en Market Cross casi sin darse cuenta. Los bancos siempre se agrupan en la parte de la ciudad más concurrida y al pasar primero por delante del Midland y después por el Natwest, hizo que Burden dijera:
– La cuenta bancaria que abrió Zack. Tuvo que abrirla antes de matar a Annette. En cuanto aceptó hacerlo, el martes o el miércoles a más tardar. Podemos averiguar quién ingresó un cheque, un giro o lo que sea un par de días más tarde.
– ¿Podemos, Mike? -replicó Wexford, casi con añoranza-. ¿Con qué excusa podemos examinar una cuenta bancaria a nombre de Kimberley Pearson? No ha hecho nada. Ni siquiera está acusada. No sabe de dónde provino el dinero, pero probablemente ya está convencida de que es un regalo del abuelo rico de Zack. Es inocente a los ojos de la ley y ningún banco nos permitirá inmiscuimos en su intimidad.
– No consigo entender por qué Zack Nelson se denunció a sí mismo haciendo que Bob Mole pusiera a la venta aquella radio delante de todo el mundo, en un mercado que sabe que siempre vigilamos.
– Precisamente por eso, Mike. -Wexford se rió-. Ahí tiene la razón. Por el mismo motivo que entró en el apartamento de Annette, llamando la atención sobre sí mismo. Es lo que buscaba, acabar con esto lo antes posible, que le acusaran de robo y le condenaran, verse fuera de la circulación. Incluso eligió la cosa más llamativa entre los objetos robados, la radio blanca con la mancha roja.
Se detuvieron en la plaza y estaban a punto de dar la vuelta y regresar por el mismo camino, como hace la gente que pasea sin rumbo fijo, cuando a Wexford le llamó la atención la multitud congregada delante de la Bolsa de Cereales. Era un edificio Victoriano, y se accedía al pórtico de columnas por una escalera. Numerosas personas sentadas y de pie conversaban en los escalones como si fueran las gradas de un anfiteatro. Junto a la entrada, media docena de personas desenrollaban una pancarta. Cuando acabaron quedó a la vista el texto: «Queremos derecho a trabajar».
– Es el comienzo de la manifestación contra el paro -comentó Burden-. ¿Quién hubiera imaginado que esto podía llegar a pasar aquí? Me refiero a que es más propio de Liverpool, o Glasgow. ¿Pero aquí?
– ¿Quién podía imaginar que tendríamos esclavos? Pero Sojourner era una esclava.
– Esclava, lo que se dice, esclava no.
– Si alguien trabaja sin salario, o sin un salario del que pueda disponer, si no puede abandonar su empleo, si no se le permite salir, se le golpea y es objeto de abusos, ¿qué es sino un esclavo? «Los esclavos no pueden respirar en Inglaterra, porque si sus pulmones reciben nuestro aire, desde ese momento son libres; pisan nuestra patria y se rompen sus cadenas.» Lo leí en un libro, no pensaba que pudiera recordarlo. La cuestión es que quizá fue verdad en otra época, pero ya no lo es. -Wexford sacó un trozo de papel del bolsillo-. Copié una página. Es un caso verídico y no ocurrió en el siglo xvii ni el xix sino hace seis años.
«Roseline -leyó Wexford-, es del sur de Nigeria. A la edad de quince años su pobre padre la “vendió” por dos libras creyendo que recibiría la misma cantidad mensualmente para alimentar a sus otros cinco hijos. Roseline, le dijo la pareja compradora, se quedaría como invitada en casa de ellos y aprendería economía doméstica. La trajeron a Sheffield, donde el marido ejercía su profesión de médico. Se la trataba como una sirviente, no se le permitía salir, dormía en el suelo, y la obligaban a permanecer de rodillas durante dos horas si se dormía antes de que le dieran permiso para ir a acostarse. Su jornada laboral comenzaba a las cinco y media de la mañana y duraba dieciocho horas. Tenía que atender a sus patronos y a sus cinco hijos. Le pegaban y le daban poco de comer. En una ocasión, impulsada por la desesperación, escribió una nota para el ocupante de la casa vecina ofreciendo sexo a cambio de un bocadillo. La nota fue descubierta y ella fue objeto de nuevos castigos. En septiembre de 1988, mientras sus explotadores se encontraban de viaje, reunió el coraje suficiente y habló con un transeúnte que a menudo le había visto mirando a través de la ventana y la saludaba. Esta persona le ayudó a escapar, y ella denunció a sus antiguos patronos. Recibió una indemnización de veinte mil libras. Sin embargo, como sólo le habían dado un permiso de entrada de tres meses, y sus empleadores la habían tenido más de tres años, se la consideró inmigrante ilegal y por lo tanto merecedora de la deportación inmediata.»
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