Ruth Rendell - Simisola

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La ciudad del inspector Wexford -personaje legendario de la autora- se ve sacudida por la desaparición de una joven de color. El inspector se lanza a una investigación que le desvela los resortes más difíciles de la convivencia racial, y una sociedad de claroscuros que confirma la maestría de la autora británica para urdir tramas perfectas y ahondar en las miserias humanas.

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Sólo encontraron un coche antes de llegar a la curva de entrada a la carretera de Kingsmarkham. Se detuvo y lo mismo hizo el Ford blanco. Pero antes de que el agente pudiera abrir la puerta, los miembros de la columna cambiaron de posición, formaron en fila india, las pancartas estiradas contra los setos. El coche avanzó lentamente y a medida que los ocupantes dejaban de ser sólo unas siluetas, Wexford vio que el conductor era el doctor Akande, acompañado por su hijo en el asiento del pasajero. Akande asintió y levantó una mano en el clásico gesto de gracias. Bajó la mano antes de ver a Wexford o quizá la bajó porque no le vio. El muchacho mostraba una expresión de agravio y malhumor. Esa era una familia que nunca le perdonaría la recomendación de prepararse para la muerte de una hija, de una hermana.

El tráfico no era muy denso en la carretera de Kingsmarkham por ser un viernes al mediodía, pero tampoco era escaso. El Ford blanco adelantó a los manifestantes y tomó nuevamente posición a la cabeza de la columna. Más personas se unieron en la curva de la carretera de Forby y la manifestación se detuvo para dejar pasar a una docena de coches provenientes de Kingsmarkham. Wexford calculó que ahora eran unas ciento cincuenta personas. Aparentemente, muchos habían decidido que este era un buen tramo para sumarse a los manifestantes, familias enteras que habían abandonado sus coches en las franjas de hierba, mujeres con tres o cuatro niños que se tomaban esto como un bonito paseo y adolescentes que, en opinión de Burden, sólo estaban aquí porque buscaban jaleo.

– Ya lo veremos. Quizá no.

– Ahora que lo recuerdo, quería decirle una cosa. Con toda esa historia de la esclavitud me olvidé por completo. Annette hizo testamento. ¿A que no adivina a quién le dejó el apartamento?

– A Bruce Snow.

– ¿Cómo lo sabe? Vaya, yo que pensaba darle una sorpresa.

– No lo sabía. Lo adiviné. No hubiera puesto esa voz si hubiese sido el ex marido o Jane Winster. Espero que esté agradecido. Tendrá algún lugar donde vivir después de que su esposa lo esquilme. Aunque no estará muy cómodo con Diana Graddon al otro lado de la calle.

La columna se aproximaba a las afueras de Kingsmarkham. Como en la mayoría de las ciudades rurales inglesas, se accedía por carreteras flanqueadas por grandes casas de mediados y finales del siglo xix, villas con setos altos y jardines al viejo estilo, que marcaban una sutil diferencia con Winchester Avenue y Ashley Grove. La riqueza se escondía detrás de las paredes de estas casas en lugar de exhibirse, se disimulaba detrás de una indiferencia que casi llegaba a lo ruinoso.

Una mujer salió de una de las casas, y corrió por un largo sendero de lajas, para unirse a la marcha. Quizás era una empleadora o una empleada, resultaba imposible deducirlo de sus téjanos y la camisa sin mangas. ¿Se quedaría Sylvia en su casa ahora que ya no tenía necesidad? ¿O se uniría a la marcha para hacer campaña por los demás? Burden, que había estado muy callado, dijo de pronto:

– Esa historia que me contó, ¿cita la nacionalidad del empleador?

– No. Aparentemente, la familia era británica.

– Quizá, pero también podían ser nigerianos. -Burden se encontraba en un dilema y Wexford no le ayudó-. Me refiero a que quizás eran nigerianos antes de ser británicos. -Renunció al esfuerzo-. ¿Eran negros?

– Es un libro políticamente correcto. No lo dice.

El puente de Kingsmarkham apareció a la vista delante de ellos. La oposición general a la construcción de cinturones de ronda había mantenido el centro de la ciudad antigua, al menos a primera vista, tal como siempre había sido. Pero el cuello de botella provocado por el puente viejo había provocado tantos atascos que lo habían ensanchado hacía dos años. Su longitud sólo abarcaba un arco de poca altura reproducido en multitud de postales, y la ampliación, de acero pintado color gris, daba a los terrenos del hotel Olive y Dove. Se habían salvado la mayoría de árboles, los sauces, los abedules y los gigantescos castaños de India.

Era el lugar favorito de los adolescentes que coman entre los coches detenidos por el semáforo para limpiar los parabrisas. Hoy los muchachos también estaban allí, pero renunciaron a su desagradecida y muchas veces rechazada faena para unirse a la marcha. A este lado del puente un grupo de personas, quizás una docena, se sumó a la cola de la manifestación. Entre ellas estaba Sophie Riding, la muchacha de la cabellera rubia que Wexford había visto por primera vez esperando su turno en la oficina de la Seguridad Social y cuyo nombre había sabido a través de Melanie Akande. Ella junto con otra mujer llevaban una pancarta de seda roja, muy bien hecha y con las palabras «Dad a los graduados una oportunidad» escritas con letras blancas cosidas a la seda.

La columna esperó. El agente de tráfico hizo pasar a los tres coches que esperaban que cambiara el semáforo y después de que pasaran, indicó a los manifestantes que cruzaran el puente. Wexford vio a los parroquianos en las mesas de la terraza del Olive levantarse y estirar el cuello para observar el paso de la manifestación.

– Por cierto, también me olvidé de decirle otra cosa -dijo Burden-. Eligieron a la señora Khoori.

– Nadie me dice nada -se quejó Wexford.

– Por siete votos. Lo que se dice una victoria muy ajustada.

– ¿Quiere que les siga, señor? -preguntó Donaldson.

Los manifestantes se disponían a doblar por Brook Road. Los portadores de la pancarta, a la cabeza de la marcha, se detuvieron al otro lado del puente y uno de ellos levantó una mano, señalando hacia la izquierda. Un consenso de opinión, una onda invisible, debió pasar entre la cuádruple fila de gente, porque el mensaje llegó hasta él, y la columna dobló moviéndose hacia la izquierda como un tren que recorre una curva cerrada.

– Aparque al otro lado de la oficina de la Seguridad Social -contestó Wexford.

Delante de ellos, el coche patrulla hizo lo mismo. En las balaustradas de piedra estaban sentados Rossy, Danny y Nige, y Raffy con ellos. Raffy, por una vez sin su gorra, mostraba el enorme casco de trenzas que coronaba su cabeza y le caía en cascada por la espalda. Mientras la manifestación llegaba y se detenía, Danny se bajó de la balaustrada y apagó la colilla de su cigarrillo.

– ¿Qué pasa ahora? -preguntó Burden.

– Supongo que harán algún gesto.

Wexford no se equivocó. Sophie Riding le pasó su extremo del estandarte de seda al hombre que tenía a su lado. Abandonó la columna y subió las escaleras. Llevaba en la mano una hoja de papel, quizás una petición o una declaración. Rossy, Danny, Raffy y Nige la miraron mientras ella desaparecía en el interior de la oficina de la Seguridad Social.

No tardó más de quince segundos en salir. Había entregado el papel y se había conseguido un objetivo. Al cabo de unos instantes, se abrieron las puertas de la oficina de la Seguridad Social y apareció Cyril Leyton. Miró a izquierda y derecha, después directamente a la columna, que ya no era una columna, que había perdido el orden y se había convertido en una muchedumbre dispersa. Leyton frunció el entrecejo. Pareció que iba a decir algo y quizá lo hubiese dicho, de no ser que en aquel momento vio el coche patrulla aparcado al otro lado de la calle.

Las puertas batieron detrás de él cuando entró. Era una medida de prudencia para que no se pudieran dar portazos con ellas. Esta vez, sin ninguna voz de mando, como una bandada de pájaros cuyo líder los dirige por medios desconocidos, la multitud se agrupó como antes de cuatro en fondo, dio la vuelta -los que estaban en la vanguardia no querían renunciar a su posición de honor- y regresó por donde había venido.

Los muchachos de las escaleras se unieron a la retaguardia. Sophie Riding ocupó su puesto de portaestandarte. Mientras la columna doblaba por la calle Mayor, el carillón de la iglesia de San Pedro comenzó a dar las doce.

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