Ruth Rendell - Simisola

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La ciudad del inspector Wexford -personaje legendario de la autora- se ve sacudida por la desaparición de una joven de color. El inspector se lanza a una investigación que le desvela los resortes más difíciles de la convivencia racial, y una sociedad de claroscuros que confirma la maestría de la autora británica para urdir tramas perfectas y ahondar en las miserias humanas.

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No me creí ni una palabra. No sé por qué pensé que ella estaba en su cuarto. Seguramente le habían dado una paliza cuando regresó y ahora estaría acostada en su jergón. Intenté abrir la puerta, pero estaba cerrada. Bueno, ya sabe, en una casa como la nuestra -en una casa como la de ellos- todas las llaves interiores abren cualquier puerta. Busqué otra llave, abrí la puerta y no había nadie. Ella no tenía gran cosa, sólo un par de vestidos viejos que le había dado mi madre y aquellas horribles botas negras de lona de media caña que le había comprado mi madre, las más baratas que venden. Pero no quedaba nada, sólo el jergón y el pañuelo. No sé cómo no lo vieron cuando limpiaron la sangre pero la cuestión es que lo pasaron por alto. Estaba sobre el jergón y el jergón era rojo y azul. Bueno, el pañuelo también era azul y rojo, rojo de sangre.

Lo tengo guardado. Fue una locura quedármelo. Quería tirarlo pero no podía. Incluso entonces no se me ocurrió pensar que pudiera estar muerta. Aquella noche mi hermano no volvió hasta muy tarde. Le oí llegar, debían ser las dos y media o las tres de la madrugada, y a la mañana siguiente se marchó de vacaciones a España, así que no tuve la oportunidad de hablar con él. En cualquier caso, me daba miedo hablarle, éste no era mi hermano, no era el Chris que había estado más unido a mí que cualquier otra persona. Entonces encontré su suéter en el lavadero todo manchado con sangre.

Pensé que quizá mi padre la había llevado al hospital en secreto porque mi hermano se había pasado de la raya. Mi padre es muy influyente, no sabía si podía hacer una cosa así, pero pensé que podía. Lo único que pude pensar entonces fue en mi hermano violándola, en mi hermano violando a cualquiera. Entonces no culpé a mi padre, pensé que quizá sólo protegía a su hijo. Fui con él a la reunión de ¡Mujeres alerta! y escribí aquella pregunta para usted llevada por un impulso. Mi padre no vio lo que había preguntado. Le dije que quería saber si era legal o no llevar un bote de gas paralizante. Pero después no pude ir a verle para explicárselo. No conseguí despistarme ni un minuto.

El jefe Freeborn parecía haber olvidado la foto de Wexford «de juerga» en la portada del periódico. Si las tres semanas que habían tardado en cazar al asesino de las dos mujeres todavía le molestaban, no lo aparentó. Era la amabilidad en persona. Una camarera les sirvió en el rincón de los íntimos, un cuartucho con una mesa y tres sillas en lo más recóndito del Olive y Dove, las tres cervezas que había pedido el jefe. Wexford se sentó en la silla con brazos. Pensó que se la merecía.

– Debe recordar -comenzó-, que ella no sabía nada de los derechos que tenía de acuerdo con el acta de inmigración, ni siquiera sabía que había un acta de inmigración. Sabía que no se le permitía trabajar, pero «trabajar», según le habían explicado hacía mucho, es cuando te pagan por hacer algo y a ella nunca le habían pagado, sencillamente estaba en «una buena casa». Susan Riding la llamaba au pair, o al menos así la llamó cuando hablo conmigo después de la muerte de Sojourner. En honor a la justicia, y supongo que todo el mundo se merece justicia incluida la señora Riding, pienso que ella no sabía gran cosa del destino de Sojourner. La dejaba dormir en un jergón en el suelo en el cuarto del perro porque es esa clase de mujer, de las que dicen que los pobres convertirán el baño en una carbonera si les dejan usarlo. Le compraba a Sojourner los zapatos más baratos, convencida de que era muy generosa. Me pregunto que diría si supiera que la vendedora de la zapatería la describió como la señora de las bolsas que dormía en la calle.

»Pero ella no sabía nada de las violaciones ni las reiteradas palizas, y si lo sospechó cerró los ojos, se dijo a sí misma que no debía dejar volar la imaginación. Aquella noche cuando ella regresó a casa después de la reunión del comité, su marido le dijo que había enviado a la muchacha de regreso a su país y que Christopher se encargaba de llevarla al aeropuerto. Según la señora Riding, Sojourner se había convertido en una persona sucia y haragana y era una inútil. Se alegraba de su marcha aunque ahora no tendría a nadie para que la ayudara en las tareas de la casa.

»Lo que ocurrió en realidad fue que Sojourner se escapó el lunes por la tarde. Riding no estaba, Christopher estaba en Londres y la hermana menor en la escuela. La muchacha no sabía a dónde ir, nunca había salido, me refiero más allá de la casa, pero sabía que había un lugar donde uno iba a buscar trabajo. Debió pensar que cualquier lugar donde le dieran un trabajo no podía ser peor que el que dejaba.

– Dice que ella no sabía a dónde ir -le interrumpió Freeborn-. Winchester Avenue está muy lejos de la oficina de la Seguridad Social. ¿Cómo averiguó el camino?

– No lo averiguó, señor. Quizá siguió el río. Se ve el Kingsbrook si uno mira desde allá arriba por encima de los jardines. Melanie Akande disfrutaba con la vista mientras corría. Algún instinto llevó a Sojourner hacia el río, colina abajo, quizá sabía que casi siempre hay ciudades junto a los ríos. Su instinto la llevó a Glebe Road y encontró a Oni Johnson que le indicó cómo llegar a la oficina de la Seguridad Social. El resto usted ya lo sabe. Siguió a Annette hasta su casa y, al no conseguir de ella la ayuda que esperaba, no le quedó otra elección que la de regresar por donde había venido.

– Es una pena que Annette no la enviara a nosotros -dijo Freeborn.

El comentario de siempre, pensó Wexford, aunque desde luego no lo manifestó.

– La muchacha no regresó a casa de inmediato o quizá tardó en encontrar el camino de vuelta. En cualquier caso, no llegó hasta después de que Susan Riding y Sophie salieran. Podemos suponer que ella entró por la parte de atrás y permaneció en su cuarto, donde la encontró Swithun Riding.

»No digo que él planeara matarla -prosiguió el inspector jefe-. No parece haber ningún motivo. Él le preguntó dónde había estado y cuando ella se lo dijo, Riding quiso saber si había hablado con alguien. Sí, con la mujer que cruzaba a los niños en la escuela y con la otra mujer del lugar donde daban trabajos o te daban dinero. ¿Cómo se llamaba y dónde vivía? La muchacha se lo dijo y fue el acabóse. La hija de Riding describió sus ataques de furia. Se puso como un loco y la atacó con los puños. Mike conoce en carne propia el efecto de sus puñetazos y ella era poco más que una chiquilla, delgada y frágil. Apenas si la alimentaban. Así y todo, ella no murió a consecuencia de los puñetazos sino de un golpe en la cabeza contra las rejas de la ventana. Cuando uno ve aquel cuarto sabe cómo ocurrió.

– Entonces buscó a su hijo para que le ayudara con el cadáver -intervino Burden-. El joven Christopher llevó el cuerpo al bosque de Framhurst y lo enterró, ¿no es así?

– Eso fue cuando supuestamente él llevaba a su esclava a Heathrow. Dudo que supiera dónde enterrarla, así que sencillamente condujo por el campo hasta encontrar un lugar adecuado. No hay mucho tráfico en aquella carretera y sólo tuvo que esperar a que se hiciera de noche.

– ¿Y después Riding decidió qué hacer con Annette y Oni?

– No creo que tuviera la intención de hacerle nada a Oni. Después de todo, la vinculación con Oni era muy marginal. Oni no iría a la policía, no tema nada que contar, pero Annette era otra cosa. Seguramente debió volverse loco pensando qué le había contado Sojourner a Annette. Aquella noche no debió pegar ojo. Al día siguiente, instantes después de la llamada de Annette a la oficina de la Seguridad Social un hombre llamó y preguntó por ella. Ingrid Pamber pensó que era Snow pero se equivocaba, era Riding. Y cuando escuchó la respuesta se sintió un poco más tranquilo. Annette estaba enferma.

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