Ruth Rendell - Simisola
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La muchacha se estremeció. Le castañeteaban los dientes. Christopher, fuera de peligro, se frotó la pierna magullada y después tendió una mano hacia su hermana con la intención de calmarla. Ella le gritó:
– ¡Apártate de mí!
– Venga, todos a comisaría -intervino Wexford.
La sangre corría por el rostro de Burden. Murmuró alguna cosa mientras se sostenía la cabeza. El ulular de la sirena de la ambulancia, pedida por Stafford, hizo que la multitud retrocediera, dividida en dos grupos bien diferenciados, uno firme detrás de Burden, y el otro como espectador junto a la pared de la iglesia. La ambulancia salió de York Street y bloqueó la calle, aparcando donde había pasado la columna. La vanguardia de la manifestación se había perdido de vista y junto a la aparición de los enfermeros, dos de ellos cargados con una camilla que Burden miró disgustado, comenzaron a caer las primeras gotas de lluvia.
Riding abrió la puerta de su lado. Con el rostro congestionado de rabia, se bajó del coche y se encaró con Wexford.
– Oiga, lo que hice está plenamente justificado. Avisé a mi hija de que tomaría medidas si participaba en la manifestación, ella sabía lo que le esperaba. Ese tipo debió pensar en hacer un arresto ciudadano…
– Ese tipo es un inspector de policía -le informó Wexford.
– Ay, Dios. Yo no…
– Ahora si tiene la bondad de subir al coche iremos a comisaría. Allí podrá dar todas las explicaciones que quiera.
La muchacha era alta, fuerte y esbelta. Su aspecto correspondía a lo que era, el producto de veintidós o veintitrés años de buena alimentación, aire puro, cuidados y atenciones, la mejor escuela. Wexford no recordaba haber visto un rostro más vulnerable. No mostraba ninguna marca pero parecía golpeado. La piel era suave, casi transparente, los ojos hinchados, los labios cuarteados y eso que era pleno verano. Su pelo, del color de la cebada madura que segaban en los campos más allá de Mynford, parecía un marco contranatura para aquel rostro sufriente, parecía la peluca de una actriz inadecuada para su papel.
– Puedo irme a casa si ellos no están allí -le dijo Sophie a Karen Malahyde.
– Bueno, por ahora no irá usted a ninguna parte -respondió Karen, amablemente-. ¿Quiere una taza de té?
Sophie Riding contestó que sí.
– No iremos al cuarto de entrevistas -le dijo Wexford-. No es un lugar muy agradable. Subiremos a mi despacho. -Entonces pensó en Joel Snow y comprendió que Karen también pensaba en él. Sin embargo, esto era diferente, ¿no? Joel no había querido colaborar mientras que esta chica sabía que no tema otra salida. Mientras subían en el ascensor añadió-: No tardaremos mucho.
– ¿Qué quiere que haga?
– Algo que hubiera querido pedirle hace dos semanas.
Entraron en el despacho. Llovía con tanta fuerza que no se veía nada a través de las ventanas. Karen encendió las luces y el cielo al otro lado de las ventanas se convirtió en un crepúsculo tormentoso. Le ofreció a Sophie una silla. Wexford se sentó detrás del escritorio.
– ¿Fue usted la que me envió aquella pregunta sobre un violador en la reunión de ¡Mujeres, alerta!?
– ¡Oh, sí! -Sophie estaba ansiosa por hablar pero también tenía miedo-. Quise ir después a verle, como usted dijo. Hubiera ido de haber podido, espero que me crea.
De pronto, precediendo al trueno por unos segundos, el brillante zigzag de un relámpago lo borró todo, la lluvia quedó suspendida en el aire, el cielo negro desapareció, hasta que llegó el estruendo y el mundo continuó su marcha. Sophie se estremeció y murmuró algo, como una protesta. Llamaron a la puerta; era Pemberton con el té. La muchacha se tapó la cara con las manos por un momento, después las apartó para mostrar las lágrimas que rodaban por las mejillas. Karen le acercó la caja de pañuelos de papel.
– Le creo -afirmó Wexford-. Sé qué le impidió ir a verme.
– Gracias -dijo Sophie, cogiendo un pañuelo. Le preguntó a Wexford-: ¿Qué quiere que haga?
– Una declaración. Que nos lo cuente todo. Quizá le resulte difícil emocionalmente, pero después se sentirá mejor.
– No puedo seguir como hasta ahora -replicó Sophie-. Esto tiene que acabar. No puedo soportarlo ni un día más, ni un momento más.
– Hay otras maneras -señaló Wexford, sincero-. Podemos arreglamos sin su declaración. No tiene que hacerlo si no quiere. Pero si no lo hace, me temo… bueno, quizá puede…
Karen puso en marcha el magnetófono y dictó el encabezamiento:
– Sophie Riding en la comisaría de policía de Kingsmarkham, viernes, veintinueve de julio. Son las 12.43, presentes el inspector jefe Wexford y la detective Malahyde…
Cuando se acabó, después de oírlo todo, Wexford bajó a la planta baja donde el padre de Sophie le esperaba en el cuarto de entrevistas número uno en compañía del agente Pemberton. Parecía arrepentido. Su rostro había recuperado el color normal. Los veinte minutos de espera habían sido suficientes para que lamentara su mal comportamiento. Un hombre que le ha pegado a otro hombre siempre se siente estupefacto cuando descubre que el otro es policía.
Riding se levantó en cuanto entró Wexford y comenzó a disculparse. Con mucha elocuencia explicó las razones de su comportamiento. Eran las excusas de un hombre que siempre había podido comprar o librarse de las dificultades gracias a la labia.
– Señor Wexford, no sabe cuánto lamento lo sucedido. No hace falta que le diga que no le habría pegado a su agente de haber sabido que era policía. Le confundí con un miembro de la manifestación.
– Sí, no me extraña.
– Esto no tiene por qué ir más lejos, ¿no es así? Si mi hija hubiese sido sensata y hubiese subido al coche, después de todo, ya había participado en casi todo el recorrido de esa manifestación estúpida, si lo hubiese hecho, no habría ocurrido todo esto. No soy un padre severo, adoro a mis hijos.
– El trato que dispensa a sus hijos no nos concierne -afirmó Wexford-. Antes de que diga nada más es mi deber advertirle que cualquier cosa que diga quedará registrada y podrá ser presentada como prueba…
– ¡No pretenderá acusarme por haberle pegado a ese tipo! -le interrumpió Riding, furioso.
– No -contestó Wexford-. Le acuso de asesinato, inducción al asesinato e intento de asesinato. Y cuando termine iré al cuarto contiguo y acusaré a su hijo de violación e intento de asesinato.
– Sin la declaración de Sophie Riding -dijo Wexford-, dudo que hubiésemos conseguido algo. No temamos ninguna evidencia ni pruebas, sólo un montón de conjeturas.
Burden tenía la cara hinchada como uno de aquellos personajes con dolor de muelas que dibujaban los caricaturistas Victorianos.
– Supongo que la agresión a un oficial de policía es la acusación que menos le preocupa. Es extraño, ¿no le parece? Yo fui el más impresionado por todo aquéllo que contó Mavrikiev sobre cómo alguien puede matar con los puños y encima me toca comprobarlo. Resulta curioso porque ves a todos aquellos personajes en las películas, las del oeste y otras similares, que se zurran a base de bien pero que nunca parecen sufrir las consecuencias, les dan un puñetazo tremendo en la barbilla y se levantan en el acto para seguir machacándose tan frescos. Y después los ves en la escena siguiente sin una marca, todos guapos y elegantes con una chica del brazo, dispuestos a pasar una noche de fiesta en la ciudad.
– Duele, ¿no?
– No es tanto lo que duele. Es la sensación de tener la cara enorme. Y además piensas que nunca más volverá a funcionar. En cualquier caso, me dejó todos los dientes. ¿Así qué, piensa contármelo o no?
– Freeborn llegará dentro de media hora y tendré que contárselo a él también.
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