Ruth Rendell - Simisola

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La ciudad del inspector Wexford -personaje legendario de la autora- se ve sacudida por la desaparición de una joven de color. El inspector se lanza a una investigación que le desvela los resortes más difíciles de la convivencia racial, y una sociedad de claroscuros que confirma la maestría de la autora británica para urdir tramas perfectas y ahondar en las miserias humanas.

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Carolyn Snow no estaba. La mujer de la limpieza le dijo a Wexford que había salido para llevar a su hijo Joel a la escuela. El inspector decidió dar una vuelta a la manzana, aunque «manzana» no era la palabra adecuada. «Parque» era más precisa. La casa de los Snow, aunque era dos veces más grande que la de Wexford, era una de las más pequeñas del barrio. Las casas parecían cada vez más grandes y estaban más separadas entre sí a medida que llegaba a la esquina y doblaba por Winchester Drive. No recordaba cuándo había estado por última vez en esta parte de Kingsmarkham, desde luego hacía mucho, pero sí recordó que se encontraba cerca de la ruta que Laurette Akande había mencionado como la preferida de su hija cuando salía a correr.

El sumum de lugares residenciales es ese sitio que parece un bosque y no se ve ninguna casa, donde no hay portones y el único signo de la presencia de los vecinos es el buzón, instalado discretamente en huecos de los setos. Estaba muy alto, un risco muy arbolado, más allá del cual, abajo, se distinguían algunos tramos del sinuoso Kingsbrook. En Winchester Drive los prados acababan en setos altos o en tapias y, porque sabías que estaban allí, imaginabas que veías los ladrillos amarillentos entre las soberbias hayas grises, los delicados abedules plateados y las ramas de un cedro majestuoso.

La presencia de dos personas en uno de los prados, una mujer cargada con un cesto de frutas maduras y un joven veinteañero colocando una escalera contra un cerezo, no estropeaba la imagen rural. Wexford se sorprendió al ver que la mujer era Susan Riding, aunque no tenía motivos. Tenía que vivir en alguna parte y gozaba de una buena posición. El joven era la viva imagen del padre, con el mismo pelo color paja y de rasgos nórdicos, la frente despejada, la nariz chata, el largo labio superior.

Wexford les dio los buenos días.

Ella se acercó un poco. Si no se sabía quién era y se la encontrase lejos de su propio entorno hubiera podido confundirse con una de esas vagabundas que dormían en la calle Mayor de Myringham. Vestía una falda de algodón con la mitad del dobladillo caído y una camiseta heredada de alguno de sus hijos, porque llevaba impresa la leyenda «Universidad de Myringham» en la tela roja desteñida. Una cinta elástica le sujetaba el pelo revuelto y canoso.

El inspector vio cómo la sonrisa la transformaba. En un instante pasó de ser una pordiosera a una madre tierna, casi hermosa.

– Los pájaros se comen la mayoría de nuestras cerezas. No me molesta que se las coman pero sólo las picotean y dejan caer el resto al suelo. -El muchacho, encaramado en la escalera, le volvía la espalda, pero ella se lo presentó de todos modos-. Mi hijo, Christopher. -El joven no le prestó atención y la madre se encogió de hombros como si fuera algo habitual-. Tienes que pasarte el día espantándolos. Lo hicimos el año pasado pero entonces teníamos una asistenta. ¿Cómo se las apañan para conseguir personal por aquí?

– Tengo entendido que es difícil.

– Lo que quiere decirme es que lo haga yo misma, ¿no es así? No es fácil cuando tienes seis dormitorios y cuatro hijos rondando por la casa a todas horas. Para colmo también me ha dejado la au pair.

De pronto Christopher soltó una sarta de obscenidades. La avispa que le había estado incordiando salió del árbol y se lanzó hacia Susan Riding, que se agachó al tiempo que la espantaba con la mano.

– Las odio. ¿Por qué hizo Dios a las avispas?

– Para que limpien -dijo Wexford, que al ver la expresión de extrañeza de la mujer añadió-: La tierra.

– Ah, sí. Quiero agradecerle que haya dedicado su noche del sábado a las mujeres indefensas. Le escribí una carta pero la eché al correo esta mañana.

– Venga, mamá -gritó el muchacho-. Tenemos que recoger las cerezas.

– ¿Conoces a una muchacha llamada Melanie Akande? -le preguntó Wexford.

– ¿Quién?

– Melanie Akande. Una vez tomaste una copa con ella. Quizá la viste en más de una ocasión.

– ¿Qué es esto, señor Wexford? -exclamó Susan Riding, riéndose-. ¿Un interrogatorio? ¿Así se llama la muchacha desaparecida?

Michael bajó la escalera. Era casi tan alto como Wexford. Tenía las manos grandes y los hombros de un toro.

– ¿Ha desaparecido? No lo sabía.

– Melanie desapareció el martes pasado por la tarde. ¿La habías visto recientemente?

– No la veo desde hace meses. El martes pasado me fui de viaje por la mañana. Si quiere le doy los nombres de mis acompañantes, si es que necesito una coartada. Le puedo enseñar el billete de avión o lo que queda.

– ¡Christopher! -exclamó su madre.

– ¿Por qué me lo pregunta? No tengo nada que ver. ¿Puedo continuar recogiendo las cerezas?

Wexford se despidió de la pareja. En la esquina miró atrás. Por una brecha entre los árboles se veía la casa con toda claridad, la parte trasera de una villa al estilo italiano, paredes blancas, techo verde, un torreón. Incluso vio los barrotes de las ventanas de la planta baja. Susan Riding pertenecía a ¡Mujeres, alerta!, una persona prudente. La casa tenía aspecto de guardar muchas cosas de valor. Tomó por Eton Grove colina abajo. Por un momento la casa de los Riding resultó visible desde la carretera y después, sin más, quedó oculta por una espesa cortina de arbustos con flores blancas. Retrocedió unos pasos para echarle otra ojeada y se demoró unos instantes antes de doblar a la izquierda por Marlborough Gardens y caminar los doscientos y pico metros hasta Harrow Avenue.

Donaldson le esperaba sentado en el coche leyendo el Sun, pero plegó el periódico cuando vio al jefe. Wexford leyó su propio periódico durante diez minutos. Un joven con una cámara colgada del cuello apareció en la esquina y el inspector guardó el periódico, aunque saltaba a la vista que el paseante no tenía ningún interés en fotografiarle, que no se había fijado en él y que ni siquiera había sacado la cámara de la funda.

– Me estoy volviendo paranoico.

– ¿Señor?

– Nada. No me haga caso.

El coche apareció de improviso, a gran velocidad. Entró en el camino del 101 y se detuvo con un gran chirrido de frenos. Wexford tuvo tiempo de echarle una buena ojeada mientras ella salía del coche y caminaba deprisa hacia la casa, la llave de la puerta en el mismo llavero del coche. Era alta y delgada, rubia, vestida con pantalones negros y un top sin mangas. Él esperó dos minutos antes de ir a tocar el timbre. La mujer abrió la puerta. Era más joven de lo que esperaba, rondaba los cuarenta pero aparentaba menos. Cayó en la cuenta de que parecía mucho más joven que la pobre Annette.

No llevaba alianza. Esta fue una de las primeras cosas que advirtió y también vio que la había llevado, porque había una banda de piel blanca en el dedo bronceado.

– Le esperaba. ¿Quiere pasar?

Su voz era educada, agradable, con el acento típico de un buen internado de señoritas. De pronto, Wexford fue consciente de lo atractiva que era. Llevaba el pelo tan corto que parecía una capucha de plumas doradas. No usaba maquillaje y la piel era tersa, firme, de un tostado claro, sólo con unas leves arrugas alrededor de los ojos. El top era del mismo color azul marino de los ojos y los brazos bronceados eran los de una muchacha.

Se preguntó por qué un hombre que tema esto en casa, legítima y honradamente, se había liado con Annette, pero sabía que estas preguntas era inútiles. En parte se debía a que lo legítimo y honrado eran menos atractivo que lo ilícito y prohibido, y también al extraño deseo por lo sórdido y licencioso, por la pornografía suave hecha carne. Estaba seguro de que la señora Snow no usaba ropa interior transparente y camisones rojos, sino bragas Calvin Klein y sujetadores deportivos Playtex.

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