Ruth Rendell - Simisola

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La ciudad del inspector Wexford -personaje legendario de la autora- se ve sacudida por la desaparición de una joven de color. El inspector se lanza a una investigación que le desvela los resortes más difíciles de la convivencia racial, y una sociedad de claroscuros que confirma la maestría de la autora británica para urdir tramas perfectas y ahondar en las miserias humanas.

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– ¡Eso es una gansada!

Bruce Snow se puso de pie. Su rostro delgado mostraba un color rojo oscuro y el pulso latía en la vena azul de su frente.

– ¿Cómo se atreven a presentarse en mi despacho para acusarme de semejante infamia?

Por alguna razón Wexford se imaginó de pronto a Annette viniendo aquí, ocultándose en el callejón, llamar a la puerta trasera, subir por la escalera de caracol en compañía de Snow hasta este despacho donde ni siquiera había un sofá, donde no había cómo servir una copa o una taza de té. Eso sí, estaba el teléfono por si acaso llamaba la esposa.

El inspector jefe se levantó y Karen le imitó.

– No dudo de que ha sido un error venir a su despacho, señor Snow -se disculpó Wexford-. Le pido perdón. -Observó cómo Snow se relajaba, volvía a respirar, recuperaba energías para la protesta final-. Le diré qué haremos. Esta noche iremos a su casa y hablaremos allí. ¿Le parece bien a las ocho? Así tendrá tiempo para cenar primero con su esposa.

Si no hubiera funcionado habría tenido que reconocer su error, aceptar que una o las dos mujeres eran unas cuentistas, que se había imaginado todas las reacciones culpables de Snow, y que estaba metido en un buen lío. A Freeborn esto le sentaría mucho peor que la foto en el periódico.

Pero funcionó.

– Por favor, siéntense -dijo Snow.

– ¿Nos dará su versión, señor Snow?

– ¿Qué hay que decir? No soy el primer hombre casado que tiene una amiguita. Y le diré algo más, Annette y yo habíamos decidido acabar nuestra relación. -Snow hizo una pausa, carraspeó-. No tiene ningún sentido contárselo a mi esposa. Por si le interesa sepa que tomé múltiples precauciones para que mi mujer no se enterara. No quería causarle ningún mal. Annette lo entendía. Nuestra relación, aunque suene un poco cruda, era exclusivamente física.

– ¿Entonces nunca pensó en divorciarse de su esposa y casarse con la señorita Bystock en cuanto no tuviera que ocuparse más de sus hijos?

– ¡Santo cielo, no!

– ¿En dónde se citaban, señor Snow? -preguntó Karen-. ¿En el apartamento de la señorita Bystock? ¿En un hotel?

– No veo qué importancia puede tener.

– Conteste a la pregunta.

– En su apartamento -respondió Snow, inquieto-. Nos veíamos en su casa.

– Es curioso, señor, porque no encontramos ni una sola huella digital en el apartamento de la señorita Bystock aparte de las de ella y las de una amiga. Quizás usted borró las huellas. -Karen se esforzó al máximo-. Ah, sí, ya lo entiendo, usted llevaba guantes.

– ¡Desde luego que no llevaba guantes!

Snow comenzaba a enfadarse. Wexford observó los latidos de la vena, los ojos inyectados en sangre. ¿No sentía ninguna pena por Annette Bystock? ¿Después de todos aquellos años no sentía aflicción, ninguna nostalgia, ningún remordimiento? ¿Qué había querido decir con que era una relación «puramente física»? ¿No habían hablado, no se habían tratado con cariño, no se habían hecho promesas? Al menos le había hecho prometer una cosa a la mujer muerta, que no se lo dijera a nadie. Ella casi la había cumplido.

– ¿Cuándo la vio por última vez?

– No lo sé. Tengo que pensarlo. Hará unas semanas, creo que fue un miércoles.

– ¿Aquí? -preguntó Karen.

Snow encogió los hombros, después asintió.

– ¿Puede decirme dónde estuvo entre las ocho y las doce de la noche del miércoles pasado, el miércoles, siete de julio?

– En casa, desde luego. Siempre llegó a casa alrededor de las seis.

– Excepto cuando se citaba con la señorita Bystock.

Snow hizo una mueca y carraspeó como si torcer el rostro fuera el paso previo a aclararse la garganta.

– El miércoles pasado llegué a casa a las seis y me quedé allí. No volví a salir.

– ¿Se quedó en su casa con su esposa y sus hijos, señor Snow?

– Mi hija mayor no vive en casa. La menor, Catherine, ella…, verá, casi nunca está en casa por la tarde…

– Pero ¿su esposa y su hijo estaban con usted? Tenemos que hablar con su esposa.

– ¡No puede meter a mi esposa en esto!

– Fue usted quien la metió, señor Snow -replicó Wexford, en voz baja.

Bruce Snow había cancelado su cita de las once y cuarto y ahora se vio obligado a posponer la que tenía con un inspector de Hacienda a las doce y media. Wexford consideró que su desdicha no tenía nada que ver con la culpa ni con ninguna responsabilidad por la muerte de Annette. Era terror, el pánico a que su mundo tan bien estructurado se viniera abajo. Pero no estaba seguro.

– Dice que vio a la señorita Bystock un miércoles hace varias semanas. ¿Cuántas semanas, señor?

– ¿De verdad necesita tanta precisión?

– Sí, señor.

– Tres semanas. Hace tres semanas.

– ¿Y cuándo habló con ella por teléfono, por última vez?

Snow no quería admitirlo. Frunció los ojos como si la habitación estuviera llena de humo.

– Fue el martes por la tarde.

– ¿Cómo, el martes anterior a su muerte? -Karen Malahyde se sorprendió-. ¿El martes seis?

– La llamé desde aquí -contestó Snow deprisa-. La llamé desde esta oficina antes de irme a casa. -Se frotó las manos-. Para fijar una cita, si le interesa saberlo. Para la noche siguiente. Caray, se están entrometiendo en mi vida privada. En cualquier caso, no fue nada importante, no pasó nada, ella me dijo que no se sentía bien. Estaba en cama. Tenía la gripe o algo así.

– ¿Le mencionó a una joven llamada Melanie Akande? ¿Le comentó algo referente a ir a la policía?

Esto le dio a Snow un respiro. Había alguna otra cosa. La presión, al menos de momento, se había desviado de su reprochable relación con Annette. Soltó un sonoro suspiro.

– No, no dijo… un momento, ¿ha dicho Akande? Hay un doctor que se llama así en la misma consulta que mi médico. El tipo de color.

– Melanie es su hija -le informó Karen.

– ¿Qué pasa con ella? No sé nada de esa joven. No le conozco, no sabía que tenía una hija.

– Annette sí. Y Melanie Akande ha desaparecido. Aunque, desde luego, Annette no se lo mencionó porque la relación que mantenían ustedes era puramente física, como usted mismo dijo, una cosa secreta.

A Snow no le quedaban ánimos para replicar. Preguntó cuándo pensaba Wexford ir a hablar con su esposa.

– Ah, todavía no, señor Snow -contestó el inspector-. Hoy no. Le daré la oportunidad de que usted mismo se lo explique. -Abandonó el tono de burla y se puso serio-. Le sugiero, señor, que lo haga en cuanto tenga oportunidad.

William Cousins, el joyero, examinó a fondo el anillo de Annette Bystock, dijo que era un buen rubí y lo tasó en dos mil quinientas libras, libra más o menos. Esa era la suma que estaba dispuesto a pagar si se lo ofrecían. Probablemente lo revendería por mucho más.

El martes era uno de los dos días de mercado en Kingsmarkham, el otro era el sábado. Como una de sus obligaciones rutinarias, el sargento Vine echaba una ojeada a las mercaderías a la venta en las paradas de St. Peter’s Place. Por lo general los objetos robados aparecían aquí, en los puestos improvisados en los jardines particulares o en un solar donde se vendía de todo los fines de semana. El sargento primero recorría las paradas y después iba a comer un bocadillo al bar ambulante.

Después de la visita al joyero, comenzó su paseo por el mercado y en la segunda parada vio a la venta un radiocasete. Era de plástico blanco y en la parte de arriba, justo sobre el reloj digital, había una mancha rojo oscuro que alguien había intentado quitar sin éxito. Por un momento. Vine pensó que la mancha era sangre, y entonces lo recordó.

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