Ruth Rendell - Simisola

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La ciudad del inspector Wexford -personaje legendario de la autora- se ve sacudida por la desaparición de una joven de color. El inspector se lanza a una investigación que le desvela los resortes más difíciles de la convivencia racial, y una sociedad de claroscuros que confirma la maestría de la autora británica para urdir tramas perfectas y ahondar en las miserias humanas.

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Lo peor, le comentó el doctor Akande a Wexford, era la manera en que todo el mundo les preguntaba si tenían alguna noticia de su hija. Todos los pacientes estaban enterados y todos preguntaban. Al final, incapaz de ocultarle la verdad por más tiempo, Laurette Akande se lo comunicó a su hijo cuando él llamó desde Kuala Lumpur. El joven dijo que regresaría de inmediato. Regresaría en cuanto consiguiera un vuelo barato.

– La muerte de aquella otra muchacha me lleva a creer que Melanie también está muerta.

– Sería darle falsas esperanzas si le digo que no lo piense.

– Pero me digo a mi mismo que no hay ninguna relación. No puedo renunciar a la esperanza.

Wexford había ido a visitarles, como hacía casi todas las mañanas, camino del trabajo o por las tardes cuando regresaba a casa. Laurette, vestida con un vestido de lino en lugar del uniforme azul y blanco, le impresionaba con su elegancia, con la dignidad de su porte. Pocas veces había visto a una mujer con una espalda tan recta. Se mostraba menos emotiva que su marido, siempre controlada, fría, la mirada serena.

– Quisiera saber una cosa -preguntó-. ¿Saben qué hizo Melanie el día anterior a… su desaparición? El lunes. ¿Qué hizo el lunes?

Akande no lo sabía. Había estado en el consultorio pero el lunes era el día libre de Laurette.

– Quería quedarse en la cama -contestó Laurette y a Wexford le pareció que estaba delante de una madre que desaprobaba levantarse tarde-. La llamé a las diez. No es bueno coger malos hábitos si se pretende prosperar en la vida. Se fue de tiendas, no sé para qué. Por la tarde salió a correr, ya sabe, jogging, lo que hacen todos. Siempre coge la misma ruta, Harrow Avenue, Eton Grove, todo cuesta arriba, algo terrible con este calor, pero es inútil decirle nada. El mundo sería un lugar mucho mejor si pensaran en sus responsabilidades tanto como se preocupan de la figura. Mi esposo llegó a casa, cenamos los tres juntos…

– Habló de conseguir un trabajo -intervino el doctor-, de la cita que tenía y de la posibilidad de obtener una beca para estudiar empresariales. -Intentó reír-. Se enfadó conmigo porque le dije que se preparara para costearse los estudios trabajando como hacen en América.

– No podemos pagarle los estudios -recalcó Laurette, tajante-. Y ya había tenido una beca. No tiene nada que ver con la primera licenciatura, pero lo tienen en cuenta si ya has recibido una. Se lo dije y se enfadó. Después nos sentamos a mirar la televisión. Llamó a alguien, no sé a quien, quizás al tal Euan, Dios no lo quiera.

– Mi esposa -dijo el doctor Akande, en un tono casi reverente-, se licenció en física por el University College de Ibadan, antes de estudiar enfermería.

Wexford comenzó a sentir pena por Melanie Akande, una muchacha muy presionada. La ironía era que aparentemente tenía tan pocas probabilidades de escapar a una educación forzada como una muchacha victoriana. Y como aquella victoriana, estaba obligada a vivir en el hogar paterno por tiempo indefinido. Volvió al tema del jogging.

– ¿Les comentó algo de lo que vio mientras coma, si habló con alguien, si algo le llamó la atención?

– No nos dijo nada -respondió Laurette-. Los hijos nunca lo hacen. Son verdaderos expertos. Ni que fueran agentes secretos.

Wexford subió al coche pero en vez de regresar a casa, se dirigió hacia Glebe Lane. Se preguntó si era posible que alguno de los Akande fuera el responsable de la desaparición, o quizá de la muerte de la joven, y reconoció que cabía la posibilidad. Sin embargo iba a verles y hablaba con ellos. Suponer que Akande era culpable del crimen significaba aceptar que era un loco o por lo menos un fanático. El doctor no parecía ser ninguna de las dos cosas y no estaba en absoluto obsesionado con la relación de Euan Sinclair con su hija. El inspector nunca había verificado la coartada de Akande, ni siquiera sabía si tema una coartada. Pero comprendía que había un coche en el cual Melanie hubiese podido subir cuando salió de la oficina de la Seguridad Social para ir a la parada del autobús: el de su padre.

¿Había mentido Akande? ¿Cómo había mentido Snow y sin duda Ingrid Pamber? Resultaba curioso cómo sabía que ella le había mentido sin saber sobre qué mentía. Llegó a Glebe Lane. Ella abrió la puerta y le dijo que estaba sola en casa. Lang había ido a ver a su tío, una extraña excusa que inmediatamente despertó las sospechas de Wexford, aunque no había ningún motivo. La joven le sostuvo la mirada. Era una prueba de confianza, o de la capacidad para mentir con todo descaro, cuando alguien te miraba directamente a la cara y sostenía la mirada. Vestía una falda larga, azul con flores de un azul más claro, y un suéter de seda. Llevaba el pelo recogido en un moño.

– Señorita Pamber, pensará que tengo mala memoria pero me pregunto si le molestaría contarme otra vez lo ocurrido cuando visitó a la señorita Bystock el miércoles pasado. Cuándo le llevo la caja de leche y ella le pidió que le hiciera la compra para el día siguiente.

– En realidad no tiene mala memoria, ¿no es así? Sólo quiere ponerme a prueba para saber si le digo las mismas cosas.

– Quizá sí.

El azul que vestía le hizo pensar que todas las mujeres de ojos azules tendrían que usar el mismo tono. Su presencia hacía innecesario cualquier otro adorno en la habitación.

– Compré la leche en la tienda de la esquina de Ladyhall Avenue con Lower Queen Street. ¿Le dije esto antes? -Debía saber que no. Él permaneció en silencio-. Allí no hay problemas para aparcar. Era un poco más de las cinco y media cuando llegué a casa de Annette. La puerta de entrada a los apartamentos estaba abierta, como siempre. No creo que sea muy seguro, ¿verdad?

– Desde luego que no.

– Creo que le dije que Annette había dejado la puerta de su apartamento con el pestillo. Guardé la leche en el frigorífico y después fui al dormitorio. Primero llamé a la puerta. -Wexford comprendió que le daba todos éstos detalles para provocarle, pero no le molestó. Cualquier detalle, por pequeño que fuera, podía ser importante en un caso como éste-. Ella dijo: «Pasa». No, dijo: «Pasa, Ingrid». Entré y ella estaba en la cama, medio sentada contra la almohada. Parecía muy enferma. Me pidió que no me acercara mucho porque estaba segura de que era un virus contagioso, y me dijo si no me importaba hacerle la compra. Había preparado una lista: pan, cereales, yogur, queso, un pomelo y más leche.

Wexford le escuchaba, impertérrito, inmóvil.

– Tenía dos llaves sobre el velador. Me dio una -eso fue lo más cerca que estuve de ella, si le soy sincera no quería contagiarme- y ella añadió: «Así podrás entrar mañana por tu cuenta». Le respondí que muy bien, que haría la compra y que se pusiera bien pronto, y ella me pidió que echara las cortinas del comedor al salir. Fue lo que hice, le grité adiós y… -Ingrid Pamber le miró apenada, la cabeza inclinada hacia un lado-. Será mejor que se lo diga. No irá a comerme, ¿verdad?

¿Acaso había adoptado una expresión feroz?

– Adelante.

– Me olvidé de cerrar la puerta al salir. Quiero decir que la dejé con el pestillo como estaba antes. Fue lo que hice. Sé que fue una equivocación, pero se te olvida con esa clase de puertas.

– ¿Así que la puerta quedó sin llave toda la noche?

Antes de contestar, Ingrid se levantó, cruzó la habitación y buscó algo detrás de los libros en un estante. Le sonrió por encima del hombro. Wexford repitió la pregunta.

– Supongo que sí -contestó la muchacha-. Estaba cerrada cuando fui el jueves. ¿Está muy enfadado conmigo?

Ella no lo veía. No se daba cuenta de lo que había hecho. Su mirada era cálida y llena de vida mientras le entregaba la llave de Annette Bystock.

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