Ruth Rendell - Simisola
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Freeborn, un tipo duro, siempre iba al grano.
– No quiero ver fotos suyas de parranda.
– No, señor. Fue algo desafortunado.
– Fue más que eso, fue una auténtica desgracia. Y para colmo en un buen periódico.
– No pienso que hubiese quedado mejor en un tabloide -replicó Wexford.
– Entonces esa es otra entre las muchas cosas en las que tendría que pensar y no piensa. -Freeborn se lanzó a un extenso monólogo sobre la necesidad de atrapar cuanto antes al asesino de Annette, el aumento de la criminalidad y de cómo este lugar encantador, tranquilo y seguro en el que vivían se estaba convirtiendo rápidamente en un lugar tan peligroso como cualquier barrio londinense-. Y cuando aparezca en la tele intente no tener una copa en la mano.
Le concedieron dos minutos que, cómo ya sabía, se convertirían en treinta segundos. Sin embargo, era mejor que nada. Su llamada atraería a un público ansioso por revelar sus fantasiosos avistamientos de un asesino en la vecindad de Ladyhall Road, confesiones del crimen, declaraciones de videntes, afirmaciones de haber estado en la escuela con Annette, en la facultad, haber sido su amante, su madre, su hermana, haberla visto en Inverness, en Carlisle o en Budapest después de su muerte y, quizás, una pista auténtica y valiosa.
Se acostó tarde. Pero se levantó temprano en el momento en que llegaba el correo. Dora bajó en camisón para prepararle el desayuno, un gesto cariñoso pero innecesario dado que él sólo tomaba un bol de cereales y un trozo de pan.
– Una sola carta y es para los dos. Ábrela.
Dora abrió el sobre y sacó una tarjeta en papel de barba.
– Vaya, Reg, ella se ha encaprichado contigo.
– ¿Quién se ha encaprichado conmigo? ¿De qué hablas? -Por curioso que le resultara pensó en el acto en la bonita Ingrid Pamber.
– Sylvia dice que las invitaciones a esta fiesta son como oro en paño. Le encantaría ir.
– Déjame ver. -¡Vaya tonto! ¿Cómo a su edad podía imaginarse estas cosas? Leyó en voz alta el texto de la tarjeta:
Wael y Anouk Khoori tienen el placer de invitar al señor Reginald Wexford y a su distinguida esposa al garden party que se celebrará en su casa, Mynford New Hall, Mynford, Sussex, el sábado, 17 de julio, a las 3 de la tarde.
Había una nota al pie:
En ayuda de la Fundación para la Lucha contra el Cáncer Infantil.
– Llega un poco tarde, ¿no crees? Hoy es trece.
– No, bueno, a eso me refería. Es obvio que no estábamos en la lista de invitados. Pero el sábado por la noche la deslumbraste.
– Seguro que Freeborn está en la lista -dijo Wexford, en un tono lúgubre-. Esperarán que todo el mundo suelte cómo mínimo diez libras, lo que es tener mucha cara si consideras que Khoori es millonario. Con el dinero que tiene puede sostener la fundación sin necesidad de apelar a la colecta pública En cualquier caso, no tiene importancia porque no iremos.
– Me gustaría ir -afirmó Dora mientras su marido se marchaba. Le gritó-: Digo que me gustaría ir, Reg.
No tuvo respuesta. La puerta principal se cerró con discreción.
La encuesta judicial por el asesinato de Annette Bystock se inició a las diez de la mañana y se postergó hasta la presentación de nuevas pruebas a las diez y diez. Jane Winster, la prima de Annette, no asistió a la misma pero esperaba a Wexford cuando él regresó a la comisaría. Alguien -algún estúpido, pensó- la había llevado a uno de los lúgubres cuartos de interrogatorios donde la mujer esperaba sentada en una silla metálica delante de una mesa de madera, con una expresión de extrañeza y un poco asustada.
– ¿Tiene alguna cosa que decirme, señora Winster?
La mujer asintió mientras miraba las paredes de ladrillo pintadas de color crema y la ventana sin cortinas.
– Acompáñeme a mi despacho -añadió Wexford.
A alguien se le iba a caer el pelo por esto. ¿Por quién habían tomado a esta pobre mujer mayor con la gabardina abotonada hasta el cuello y un pañuelo mojado en la cabeza? ¿Por una carterista? ¿Por una mechera? Tenía el aspecto de una camarera de colegio a la que le hubiera venido muy bien una buena ración de lo que servía. Su rostro era delgado, las manos huesudas y agrietadas, de una vejez prematura.
Wexford supuso que la mujer se quejaría por el tratamiento recibido en cuanto se instalaron en la relativa comodidad de su despacho, alfombrado y con sillas que casi eran sillones, pero ella mantuvo la misma expresión desconfiada. Quizá por llevar una vida tan protegida y circunspecta todos los lugares nuevos la asustaban. La invitó a sentarse y le repitió la pregunta formulada en la planta baja. La mujer le contestó después de sentarse en el borde de la silla, con las rodillas juntas.
– Me olvidé de decirle una cosa al policía que vino. Verá… yo…
La brusquedad de Vine la intimidó, pensó Wexford.
– No tiene importancia, señora Winster. Lo importante es que ahora lo recuerda.
– Sabe, fue toda una sorpresa. Verá, no estábamos…, bueno, no estábamos muy unidas, quiero decir Annette y yo, pero era mi prima, la hija de mi tía.
– Sí.
– Y tener que ir a aquel lugar y verla…, ya sabe, muerta, fue una sorpresa. Nunca había hecho nada parecido y yo…
Una mujer que dejaba las frases sin acabar debido a las dudas y quizá por la posibilidad de que alguien pudiera tomarla en serio. Comprendió que era una disculpa. Se disculpaba por tener emociones.
– Le dije que hablábamos por teléfono. Me refiero a que le dije que hablábamos por teléfono pero él estaba más…, bueno, él estaba más interesado en saber cuándo le había visto por última vez. No la veía desde que vino a nuestro aniversario de bodas, y eso fue en abril, el tres de abril.
– ¿Pero se hablaron por teléfono?
La mujer necesitaba que la ayudaran y Vine no era el hombre más indicado para darle apoyo. Ella le miró implorante.
– Me llamó el martes antes…, el martes pasado. Quiero decir…
El día que Melanie Akande habló con Annette.
– ¿Fue por la tarde, señora Winster?
– Sí, por la tarde, alrededor de las siete. Yo estaba sirviendo la cena. A él… verá, a él no le gusta esperar. Me sorprendió la llamada pero entonces dijo que no se sentía muy bien, que se acostaría temprano… -La señora Winster vaciló-. Mi marido…, bueno, mi marido me hacía señas, así que dejé el teléfono y él me dijo, sé que le parecerá horrible…
– Por favor continúe, señora Winster.
– Mi marido, no es que no le gustara Annette, pero es que no le interesan las personas ajenas. Nuestra propia familia es suficiente, es lo que dice siempre. Desde luego, Annette era en cierto sentido parte de la familia pero él siempre dice que los primos no cuentan. Me dijo, me refiero a cuando Annette estaba al teléfono, él dijo, no te metas. Si está enferma querrá que le hagas las compras y todas esas cosas. Bueno, supongo que sí, porque ese era el motivo de la llamada, y me sentó muy mal decirle que estaba ocupada, que no podía hablar en ese momento, pero lo primero era atender a mi marido, ¿no le parece?
Si esto era todo, perdía el tiempo. Apeló a la paciencia.
– ¿Le colgó?
– Bueno, no. No en el acto. Ella me preguntó si podía llamar más tarde. No supe qué contestar. Entonces añadió otra cosa, algo que quería preguntarme, quizá preguntárselo también a Malcolm, es mi marido, algo referente a ir a la policía.
– Ah. -Conque era esto-. ¿Le dijo de qué se trataba?
– No, porque iba a volver a llamar. Pero no lo hizo.
– ¿Usted no la llamó?
Jane Winster se ruborizó al escuchar la pregunta del inspector.
– A mi marido no le gusta que haga llamadas innecesarias -contestó desafiante-. Está en su derecho. Es él quien gana el dinero.
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