Ruth Rendell - Simisola

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La ciudad del inspector Wexford -personaje legendario de la autora- se ve sacudida por la desaparición de una joven de color. El inspector se lanza a una investigación que le desvela los resortes más difíciles de la convivencia racial, y una sociedad de claroscuros que confirma la maestría de la autora británica para urdir tramas perfectas y ahondar en las miserias humanas.

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Jeremy Lang miró a Wexford y movió la oreja derecha hacia él como si le hubiese dicho algo en un tono inaudible o en un idioma extranjero.

– Dijo que son policías.

Wexford y Vine no le respondieron. Cada uno sacó su placa y la sostuvo ante los ojos de Lang, que asintió sonriente. Comenzó a subir las escaleras al tiempo que con un ademán les invitaba a seguirle. De pronto gritó a voz en cuello:

– ¡Eh, Ing, levántate, es la poli!

La planta alta les deparó una sorpresa. Wexford no sabía muy bien qué se había imaginado pero no, desde luego, esta habitación limpia y bien amueblada con un gran sofá amarillo, cojines amarillos y azules sobre una alfombra tejida de colores vivos, las paredes cubiertas con telas, carteles, y una enorme colcha desvaída. Era obvio que todo provenía de las casas paternas o se había comprado en los mercadillos, pero creaba un ambiente armonioso y cómodo. Un pesebre de madera amarillo lleno de plantas ocupaba el espacio entre las ventanas.

Se abrió la puerta del dormitorio y apareció Ingrid Pamber. Aún no se había vestido pero no iba desaliñada, ni mostraba la somnolencia típica de quien se acaba de levantar. Vestía un camisón o bata blanca bordada que le llegaba a las rodillas. Llevaba descalzos los pies pequeños y bien formados. El pelo negro brillante, que Wexford había visto sujeto con una hebilla cuando habló con ella el viernes por la tarde, lo llevaba ahora recogido con una cinta de terciopelo rojo. Sin maquillaje su rostro era todavía más hermoso, la piel resplandeciente, el azul de los ojos impactante.

– Ay, hola, es usted -le dijo a Wexford, como si estuviese encantada de verle. Saludó a Vine con una sonrisa amistosa-. ¿Quieren un café? Si se lo pido con muchos halagos estoy segura de que Jerry nos preparará un café.

– Halágame -replicó Lang.

Ella le dio un beso. A Wexford le pareció un beso muy sensual a pesar de dárselo en la mejilla y con los labios cerrados. Después la muchacha se apartó un par de centímetros y susurró:

– Prepara el café, amor mío, por favor, por favor. Quiero un desayuno enorme, dos huevos con beicon y salchichas si quedan y, sí, patatas fritas. ¿Me lo prepararás, cariño? Por favor, por favor, ¿sí?

Vine carraspeó, no por vergüenza sino molesto. Ingrid se sentó en un cojín y les miró. No cabía ninguna duda, pensó Wexford, que se sentía muchísimo más segura en su casa y controlando la situación.

– Le conté a él una parte -dijo la joven-, pero me reservé lo mejor para usted. Es una historia sorprendente.

– Está bien -contestó Wexford, y a la manera de Cocteau a Diaghilev añadió-: Sorpréndame.

– Nunca se lo dije a nadie. Ni siquiera a Jerry. Creo que las personas deben mantener sus promesas.

– Desde luego -asintió Wexford-. Pero no más allá de la tumba.

– Sí, pero si se le hace una promesa a alguien y después esa persona fallece no sería correcto romper el juramento y decírselo a los hijos, ¿no cree? -replicó la joven que evidentemente disfrutaba con esta clase de conversación-. No, si afecta a los hijos. Me refiero a que puede ser algo relacionado con ellos y arruinarles la vida.

– No entremos en cuestiones filosóficas, señorita Pamber. Annette Bystock no tenía hijos. No tenía ningún familiar excepto una prima. Quiero saber qué le dijo sobre el romance que mantenía.

– Quizás él resulte perjudicado, ¿no?

– ¿Quién?

– Bruce. El hombre. El hombre que le mencioné al agente. -Señaló a Vine con el índice.

– Usted dígamelo. Ya me preocuparé yo de las consecuencias.

Jeremy Lang apareció con tres tazas de café y un plato, como un camarero en uno de esos restaurantes donde muestran a los clientes las viandas ante de prepararlas, dos huevos, dos lonchas de beicon, tres salchichas y una patata.

– Muchas gracias. -Ingrid le miró a los ojos y repelió: -Muchas gracias, muchas gracias, encantador. -Sus palabras tenían un significado especial o secreto para la pareja porque el joven puso los ojos en blanco mientras Ingrid soltaba una carcajada. Wexford carraspeó. Era capaz de infundir una nota de profundo reproche en sus carraspeos-. Ay, lo siento -exclamó la joven y dejó de reír-. Debo portarme bien. No debo reír. En realidad, siento mucho la muerte de la pobre Annette.

– ¿Desde cuándo la conocía, señorita Pamber? -preguntó Vine.

– Desde que comencé a trabajar en la Seguridad Social hace tres años. Ya se lo dije. Antes trabajaba de maestra, pero no era muy buena. No me llevaba bien con los niños y ellos me odiaban.

– Eso no me lo dijo -protestó Vine.

– No venía al caso, ¿o sí? Tenía un apartamento cerca de la casa de Annette. Fue antes de conocer a Jerry. -Dirigió a Lang una mirada cariñosa y frunció los labios como quien da un beso-. Volvíamos a casa juntas después del trabajo, y algunas veces íbamos a comer a algún restaurante. Cuando no teníamos ganas de cocinar o de comprar platos preparados. Fui a su casa un par de veces pero ella venía a la mía con frecuencia y eso que yo sólo tenía una habitación. Creo que no le gustaba que la gente fuera a su casa.

»Entonces… verá, conocía alguien y comenzamos. -Una mirada contrita a Jeremy, que se la devolvió frunciendo el entrecejo con mucha pantomima-. Comenzamos a salir. No vivía con él ni nada -añadió, sin precisar que significaba el “nada”-. Quizá fue eso lo que impulsó a Annette a contármelo. O quizá fue que mientras yo estaba allí sonó el teléfono y era él. Entonces me hizo prometer que no le revelaría a nadie lo que iba a decirme.

»Estaba muy nerviosa antes de que sonara el teléfono. Supongo que él le había prometido llamar a las siete y eran casi las ocho. Cogió el teléfono como si fuera un asunto de vida o muerte. Después me dijo: “¿Sabes guardar un secreto?” y le contesté que sí y ella añadió: “Verás, yo también tengo a alguien. Ese era él”, y entonces lo soltó todo.

– ¿El nombre, señorita Pamber?

– Bruce. Se llama Bruce. No sé el apellido.

– ¿Éste era el hombre que cree que llamó a la oficina después de la llamada de la señorita Bystock para avisar que estaba enferma?

La muchacha asintió, sin preocuparse de aquella primera mentira.

– ¿Sabe dónde vive? -preguntó Vine.

– Un día mi amigo y yo fuimos a Pomfret y llevamos a Annette con nosotros. Iba a ver a su prima. Creo que fue la víspera de Navidad. Annette iba en el asiento trasero y cuando -pasamos por delante de aquella casa me golpeó en el hombro y dijo: «Mira allá, la casa con la ventana en el techo, allí vive ya sabes quién». Lo dijo tal cual: «ya sabes quién».

»No sé el número. Se la puedo enseñar. -Las muecas de Jeremy no pasaron desapercibidas para Wexford. Por su parte, Ingrid suspiró complacida-. Se la describiré. No es necesario que hagas morisquetas, cariño. Ve a la cocina y prepárame el desayuno.

– ¿Qué hizo con la llave del apartamento de la señorita Bystock -le preguntó Wexford-, cuando se marchó el jueves?

Ella contestó sin vacilar, casi en el acto.

Wexford le contó a Burden las declaraciones de Ingrid Pamber mientras esperaban en el coche aparcado delante del 101 Harrow Avenue, un caserón Victoriano de tres pisos al que le habían añadido un cuarto con una buhardilla en el techo de dos aguas. Ya habían estado en la casa pero no encontraron a nadie. Era el lugar más opuesto al barrio en el que vivía Annette, que se podía encontrar sin salir de Kingsmarkham. Por el padrón electoral sabían que los ocupantes eran Snow, Carolyn E., Snow, Bruce J., y Snow, Melissa E. Esposa, marido e hija mayor, dedujo Wexford. El padrón, donde sólo aparecían aquellos con derecho a voto, no aportaba ningún dato de más hijos.

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