Ruth Rendell - Simisola

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La ciudad del inspector Wexford -personaje legendario de la autora- se ve sacudida por la desaparición de una joven de color. El inspector se lanza a una investigación que le desvela los resortes más difíciles de la convivencia racial, y una sociedad de claroscuros que confirma la maestría de la autora británica para urdir tramas perfectas y ahondar en las miserias humanas.

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– No soy experto en artes marciales, señora Khoori -respondió-. Eso se lo dejo a los señores Adam y Pollen.

– Pero hablará, ¿no? Me desilusionará tanto si no habla…

– Unas pocas palabras.

– Entonces, después tendremos una charla. Estoy preocupada, señor Wexford, muy preocupada por lo que ocurre en este país, los asesinatos de niños, todas esas pobres chicas atacadas, violadas y cosas peores. Por eso hago esto, intento hacer lo que puedo dentro de mis posibilidades para… luchar contra la oleada criminal. ¿No cree que todos y cada uno de nosotros tendríamos que hacerlo?

Wexford se preguntó qué significa el «nosotros». ¿Cuánto tiempo llevaba aquí? ¿Dos años? Se preguntó si no era un poco injusto al ofenderse por sus pretensiones de ser inglesa mientras respetaba las de Akande. Su marido era un multimillonario árabe… Susan Riding le evitó dar una respuesta a sus vivos, aunque un tanto vagos, comentarios cuando susurró: «Anouk, vamos a empezar».

Anouk Khoori se puso de pie con gran confianza y contempló a la audiencia. Esperó a que se hiciera el silencio, un silencio total, con las manos levantadas, el enorme diamante reflejando la luz, antes de hablarles.

Si le hubieran pedido al cabo de una hora que hiciera un resumen de su discurso, Wexford hubiera sido incapaz de recordar ni una sola palabra. Mientras lo escuchaba fue consciente de que ella tenía ese gran don, el mismo en el que tantos políticos han basado sus éxitos, de no decir nada pero en extensión y con una fluida secuencia de sonoros polisílabos, de expresar con la mayor confianza una sarta de tonterías sin sentido envueltas en frases rimbombantes. De vez en cuando, hacía pausas injustificadas. En ocasiones, sonreía. Una vez sacudió la cabeza y en otra elevó la voz en una nota apasionada. Cuando ya pensaba que no terminaría nunca, que sólo la fuerza física podía callarle, la mujer concluyó su discurso, agradeció la atención del público y, volviéndose hacia él con un gesto elegante, hizo su presentación.

Wexford escuchó, más divertido que preocupado, todo su curriculum vitae de labios de la señora Khoori. ¿Cómo sabía que había sido agente en Brighton? ¿Dónde había averiguado que tenía dos hijas?

El inspector jefe se dirigió a las mujeres. Les dijo que debían aprender a ser precavidas pero les recomendó también que adoptaran una actitud más crítica respecto a lo que escuchaban y leían sobre la criminalidad en las calles. Con una mirada de leve reproche al reportero del Kingsmarkham Courier, que tomaba notas en la primera fila, señaló que los periódicos tenían su parte de culpa en la histeria nacional frente al crimen. Un ejemplo era el artículo que había leído hacia poco de las jubiladas de Myfleet que temían salir de sus casas asustadas por la presencia de un ladrón en el pueblo, responsable de numerosos atracos a mujeres y ancianos. En realidad, dijo, sólo se había tratado de un caso en el que a una anciana que iba hacia su casa desde la parada del autobús a las once de la noche, le había robado el bolso un desconocido que le había preguntado una dirección. Debían ser precavidas, evitar los riesgos, pero no volverse paranoicas. No debían olvidar que en las zonas rurales del distrito policial las probabilidades de que asaltaran a una mujer en la calle eran de noventa y nueve contra una.

El siguiente orador fue Oliver Adams y después le tocó a Ronald Pollen. Se proyectó un vídeo en el que los actores representaban un encuentro en la calle entre una joven y un hombre con el rostro cubierto por una media. Al ser sujetada por detrás, con las manos del atacante en la cintura y en la garganta, la actriz mostraba como había que descargar un golpe con el tacón alto del zapato contra la pantorrilla y el empeine del hombre. Esto provocó los gritos y aplausos del público. Se espantaron un poco al ver la demostración de cómo clavar los pulgares en los ojos del atacante, pero las exclamaciones de asombro se convirtieron rápidamente en suspiros de placer. Wexford llegó a la conclusión de que las mujeres disfrutaban a lo grande. El tono se hizo más serio cuando la agente Clare Scott habló de las violaciones.

¿Cuántas de las presentes, si las violaban, lo denunciarían? Quizá la mitad. En otros tiempos no habrían llegado al diez por ciento.

Las cosas habían cambiado para bien, pero sin embargo Wexford se preguntó si las imágenes que aparecían en la pantalla de la elegante suite del nuevo Centro de Asistencia a Mujeres Violadas en Stowerton animaría mucho a las mujeres a denunciar el único delito en el que la autoridad trataba a la víctima peor que al agresor.

Ahora aplaudían. Comenzaron a escribir las preguntas a los cuatro oradores. Entre la multitud vio a Edwina Harris y, una docena de sillas más allá, a Wendy Stowla. Un cuarto de hora más y me voy a casa, pensó. No se dejaría enredar en una charla con Anouk Khoori sobre la ola de crímenes y robos en la Gran Bretaña.

La primera pregunta fue para el agente Adams. ¿Qué había que hacer si tenías una avería en la autopista de noche y no tenías un teléfono móvil ni ningún teléfono de emergencia cerca? Después de que Adams hizo todo lo posible por responder, alguien que sonaba a víctima le planteó una pregunta difícil a la agente Scott, la experta en el tema, sobre qué hacer si te violaban en una cita. Clare Scott se esforzó por contestar lo incontestable y la señora Khoori, después de abrir la siguiente pregunta, se la pasó. La experta le echó una ojeada, encogió los hombros y tras vacilar un segundo acabó por pasársela a Wexford que la leyó en voz alta.

– ¿Qué haría usted si supiera que un miembro de su familia es un violador?

Reinó el silencio en la sala. Hasta entonces las mujeres cuchicheaban, unas cuantas en el fondo recogían sus cosas para marcharse, pero ahora no se movía nadie. Wexford vio a Dora junto a Jenny en la segunda fila.

– La respuesta obvia es comunicarlo a la policía. Pero eso ya lo sabe. -Dudó antes de añadir en tono enérgico-. Me gustaría saber si la pregunta es sólo académica o si la persona del público que la escribió tiene algún motivo personal.

El agobio del silencio se rompió cuando tres mujeres de la última fila se marcharon. Después alguien comenzó a toser. Se oyeron ruidos. Wexford insistió.

– Les han dicho que las preguntas serían anónimas, pero quiero conocer a la que formuló ésta. Fuera de la sala, detrás del escenario, hay una puerta que pone «Privado.» Esperaré en esa habitación con la agente Scott durante media hora en cuanto finalice el acto. No tiene más que ir detrás del escenario y llamar a la puerta. Espero sinceramente que lo haga.

No hubo más preguntas. La alumna más joven del instituto de Kingsmarkham subió al escenario y le entregó a la señora Khoori un ramo de claveles. La mujer se lo agradeció efusivamente, se agachó y le dio un beso. El público comenzó a salir, algunas personas formaron grupos para comentar los temas tratados.

Anouk Khoori, a pesar de que estaba prohibido fumar en la sala, fue incapaz de esperar un segundo más para encender un cigarrillo. En el momento que Wexford la vio llevarse el cigarrillo a los labios y encender el mechero recordó quien era. La reconoció. En aquella ocasión parecía otra, sin maquillaje y vestida con un chándal, pero no había ninguna duda de que era la mujer que había ido al centro médico para consultar al doctor Akande sobre la enfermedad que padecía su cocinera.

Wexford salió al aparcamiento, vio a Susan Riding entrar en un Range Rover y a Wendy Stowlap arrojar el bolso en el asiento trasero de un Fiat diminuto. Después entró por la puerta lateral a la habitación de la parte de atrás, donde guardaban las sillas y las mesas plegables. Clare Scott desplegó un par de sillas, y se sentaron. Un reloj de pared de gran tamaño y un tictac muy sonoro marcaba las diez y cinco. Él y Clare hablaron del aspecto moral de traicionar a los miembros de la familia en aras de la justicia, si era correcto guardar silencio en esos casos, si había que denunciarlos siempre, o si había excepciones. Discutieron sobre la infamia de la violación. Quizás fuera lícito denunciarlo sólo en un caso de violencia. Uno no denunciaba a la esposa por un vulgar hurto, ¿no es así? Pasó el tiempo y nadie llamó a la puerta. Esperaron cinco minutos más, pero cuando salieron de la habitación a las once menos veinte el vestíbulo estaba vacío. No había nadie. El local estaba desierto.

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