Ruth Rendell - Simisola

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La ciudad del inspector Wexford -personaje legendario de la autora- se ve sacudida por la desaparición de una joven de color. El inspector se lanza a una investigación que le desvela los resortes más difíciles de la convivencia racial, y una sociedad de claroscuros que confirma la maestría de la autora británica para urdir tramas perfectas y ahondar en las miserias humanas.

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– No lo sé, quizá -arriesgó Wexford.

– Así es. Eso es lo que dijeron. Intenté que concentraran sus mentes en el martes pasado. Perdón, lo que reemplaza a la mente en personas como ellos. La forma en que lo hicieron, me refiero al proceso, fue como ver a tres viejos seniles intentando recordar alguna cosa. Fue algo así: «Sí, vale, tío, aquel fue el día que, ya sabes, vine temprano porque mi vieja iba, ya sabes, a…», murmullo, murmullo, rascada de cabeza, y entonces el otro dice: «No, tío, no, la pifias, eso fue el martes porque yo dije…».

– Evítemelo.

– El negro, el que lleva trenzas, es el peor, parece tener el cerebro dañado. ¿Sabe que hay diabetes senil y juvenil? ¿No cree que existe el Alzheimer juvenil?

– Supongo que no sabían nada, ¿verdad?

– Nada. Tres monstruos de Parque Jurásico pueden raptar a una muchacha en aquellas escaleras y ellos no se darían cuenta. Hay uno, el que lleva coleta, que al parecer vio a una chica negra al otro lado de la calle pero el lunes. Le diré una cosa, no encontraremos a nadie que viera a Melanie después de salir de la oficina de la Seguridad Social. Lo único que tenemos es el vínculo entre ella y Annette Bystock.

– ¿Cuál es exactamente el vínculo, Mike? -preguntó Wexford, mientras repetía la operación de poner la silla en la sombra.

– El «exactamente» es lo que no sé. El «exactamente» es el motivo del asesinato de Annette, la mataron para que no hablara. Es obvio, ¿no? Melanie le dijo algo antes de marcharse el martes por la tarde y alguien lo oyó. Es eso, fijaron una cita que el asesino de las dos decidió evitar a cualquier precio.

– Quiere decir que les oyó alguien en la oficina de la Seguridad Social, un empleado.

– O un cliente -señaló Burden.

– ¿Pero qué fue lo que dijo?

– No lo sé y no tiene importancia para nuestros propósitos. La cuestión es que alarmó al oyente, incluso más, le hizo sentir que su vida o su libertad estaban en juego. Melanie tenía que morir, porque había revelado el secreto, y la mujer a la que se lo había dicho también debía morir.

– ¿Quiere otra? ¿Para prepararnos antes de ir a verles?

– ¿Prepararnos?

– Usted viene conmigo. -Wexford fue a buscar las cervezas. Cuando volvió dijo-: Si alguien me menciona secretos inconfesables, necesito algún indicio de lo que pueden ser. Quiero un ejemplo. Ya me conoce, siempre quiero ejemplos.

Ya no estaban solos. Varios clientes del Olive se instalaban en la terraza en busca de aire fresco. Un turista americano provisto con una cámara acomodó a los otros miembros de su grupo en una mesa debajo de la sombrilla y comenzó a sacarles fotos. Wexford acomodó su silla una vez más.

– En cuanto al hombre con el que se iba a encontrar -dijo Burden-. Quizá le confió el nombre a Annette.

– ¿Se iba a encontrar con otro hombre? Es la primera noticia que tengo. ¿Quién era, un tratante de blancas?

– ¿Un qué? -exclamó Burden, extrañado.

– Es anterior a su tiempo. ¿No conoce el término?

– No.

– Se usaba a principios de siglo y también un poco más tarde. Un tratante de blancas es algo así como un chulo, dedicado específicamente a buscar muchachas para la prostitución en el extranjero.

– ¿Por qué «blancas»?

Wexford advirtió que pisaba terreno peligroso. Levantó la jarra para beber un trago y pestañeó ante el súbito relámpago de un flash. El fotógrafo -no era el americano- dijo algo que sonó como «gracias» y desapareció en el interior del Olive.

– Porque pensaban que los esclavos sólo eran negros. No había pasado mucho desde la abolición de la esclavitud en Estados Unidos. Las muchachas eran reclutadas contra su voluntad, supongo, como esclavas, y forzadas a servir, otra vez como esclavas, sólo que en los prostíbulos. En la imaginación popular Buenos Aires era el destino habitual. ¿Nos vamos? Akande ya debe haber acabado con las consultas.

Le encontraron en casa. Los días transcurridos le habían avejentado. El pelo no se volvía gris de un día para otro por culpa de la conmoción o la angustia, por mucho que dijeran los mercaderes del sensacionalismo, y el pelo de Akande tema el mismo color del miércoles, negro con algunas canas en las sienes. Era su rostro el que se había vuelto gris, ojeroso y macilento, con todas las protuberancias del cráneo visibles debajo de la piel.

– Mi esposa está en el trabajo -dijo mientras les hacía pasar a la sala-. Intentamos mantener el ritmo habitual. Nos llamó nuestro hijo desde Malaysia. No le dijimos nada, no tema sentido estropearle el viaje. Se hubiera sentido en la obligación de regresar a casa.

– No sé si ha hecho bien. -Wexford se fijó en una foto enmarcada de toda la familia que no había visto la vez anterior. Estaba en la librería y era un retrato de estudio, todos en pose y muy formales, los niños vestidos de blanco, Laurette Akande con un vestido de seda azul escotado y joyas de oro. Estaba muy hermosa y no se parecía en nada a una enfermera-. Quizá nos hubiera podido ayudar. Tal vez su hermana le confió alguna cosa antes de su marcha.

– ¿Confiarle qué, señor Wexford?

– Quizá que había otro hombre en su vida aparte de Euan Sinclair.

– Le aseguro que no lo hay. -El doctor se sentó y le miró de aquella manera. Resultaba desconcertante. Wexford había advertido que cuando se invertían los papeles, cuando por decirlo de alguna manera, él era el cliente y el otro el consejero omniscente, y estaban en el consultorio, frente a frente separados por la mesa, los ojos negros y penetrantes de Akande se clavaban en los suyos-. Estoy seguro de que nunca ha tenido otro novio aparte de Euan. Excepto…, no sé muy bien cómo decirlo…

– ¿Decir qué, doctor Akande?

– Mi esposa y yo… vera, no nos hacía mucha gracia que Melanie quisiera mantener relaciones con… bueno, un blanco. Ya sé que las cosas cambian, que ya no se emplean palabras como «entrecruzamiento» y, desde luego, en ningún momento se planteó el matrimonio pero, sin embargo…

Wexford se imaginó a la hermana Akande dando una lección magistral sobre el tema como lo haría una dama de alcurnia cuya hija se siente atraída por un rasta.

– ¿Melanie tenía un novio blanco, doctor?

– No, no, nada de eso. Vera, su hermana iba a la facultad, así fue cómo le conoció Melanie, y ella nos contó que habían tomado una copa juntos, en compañía de la hermana. Lo menciono porque él es el único otro joven que Melanie nos comentó aparte de Euan. Laurette le dijo en el acto que confiaba en que Melanie no insistiría en la relación y estoy seguro de que Melanie le hizo caso.

¿Cuánto sabía este hombre, este padre, de la vida de sus hijos? ¿Cuánto sabía cualquier padre?

– Melanie no se encontró con Euan el jueves por la tarde -le informó Wexford-. Es un hecho comprobado.

– Lo sabía, sabía que no iría a verle. Le dije a mi esposa que tenía el conocimiento suficiente para no volver con ese muchacho que no la respetaba -Akande parecía tranquilo pero sus manos apretaban los brazos de la silla con tanta fuerza que los nudillos los tenía blancos-. ¿Tiene… -comenzó-, tiene alguna noticia?

– Nada esencial, señor. -Wexford interpretó muchas cosas en ese enfático «señor», más de las que Burden era consciente. Percibió en el énfasis el esfuerzo sincero del inspector por tratar a este hombre de la misma manera que trataría a cualquier otro en la situación del doctor. También advirtió la incomodidad de Burden, que había tratado con muy pocas personas negras, no confuso pero si nervioso, sin tener muy claro cómo actuar-. Hemos hecho todo lo posible por encontrar a su hija. Hemos hecho todo lo humanamente necesario.

El doctor debió pensar, como Wexford, que esto no significaba nada. Sus conocimientos de psicología, y quizá de la raza blanca, le permitían ver a través de Burden. Wexford creyó ver la sombra de una expresión de burla en el rostro apenado de Akande.

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