Ruth Rendell - Simisola

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La ciudad del inspector Wexford -personaje legendario de la autora- se ve sacudida por la desaparición de una joven de color. El inspector se lanza a una investigación que le desvela los resortes más difíciles de la convivencia racial, y una sociedad de claroscuros que confirma la maestría de la autora británica para urdir tramas perfectas y ahondar en las miserias humanas.

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– El ayuntamiento tendría que hacer algo con esta pocilga -protestó Burden, enfadado-. Me gustaría saber qué hacen con nuestros impuestos.

La muchacha que abrió la puerta era delgada y pálida, con la estatura de una niña de doce años. Sostenía apoyado en una cadera, casi invisible, a un niño de un año que lloraba a lágrima viva.

– ¿Sí, qué quieren?

– Policía -respondió Vine-. ¿Podemos pasar?

– Cállate, Clint -le dijo la joven al niño, sacudiéndole sin mucho entusiasmo. Miró a Barry Vine y a Burden con un gesto entre apático y disgustado-. Quiero ver las placas antes de dejarles pasar.

– ¿Y usted quién es? -preguntó Vine.

– Kimberley. Señorita Pearson para usted. Él no está aquí.

Ellos sacaron sus identificaciones y la joven las examinó como si quisiera asegurarse de que no eran falsas.

– Mira que graciosa es la foto de este hombre, Clint -dijo, al tiempo que empujaba la cabeza del niño contra el pecho de Vine.

En el momento que Clint comprendió que no podía quedarse con las fotos se echó a llorar desconsolado. Kimberley lo acomodó sobre la otra cadera. Burden y Vine la siguieron a lo que Burden calificó después como la peor de las chabolas. En su análisis del hedor interior, afirmó que era un compuesto de pañales sucios, orina, grasa recalentada cincuenta veces, carne mantenida demasiado tiempo fuera de la nevera, humo de tabaco y comida de perro envasada. El linóleo del suelo tenía agujeros y se veía cubierto de manchas de grasa. Las cenizas de los fuegos del invierno pasado estaban dispersas por el hogar donde se amontonaban papeles viejos y colillas. Había dos tumbonas colocadas delante de un televisor enorme. Era demasiado grande para ser el de Annette, pero el aparato de vídeo que había al lado bien podía ser el suyo.

Kimberley dejó al niño en una de las tumbonas y le dio una caja de cereales que sacó de una de las muchas cajas de gran tamaño apiladas para servir de armario, alacena y despensa. De otra sacó un paquete de Silk Cut y cerillas.

– ¿Por qué le buscan? -preguntó, encendiendo el cigarrillo.

– Queremos saber un par de cosas -respondió Vine-. Sobre un asunto bastante serio.

– ¿Cómo de serio? -quiso saber Kimberley. Tenía los ojos verde claro de los gatos blancos. El pelo y la piel resplandecían con la grasa-. Nunca ha hecho nada serio. -Se corrigió a sí misma-. Nunca ha hecho nada.

– ¿Dónde está?

– Es su día de firmar.

Todos los caminos, como había comentado Wexford, llevaban a la oficina de la Seguridad Social.

– ¿De dónde proviene ese vídeo, señorita Pearson? -preguntó Burden.

– Me lo dio mi mamá -contestó ella en el acto. Esto desde luego no significaba nada-. Y soy la señora Nelson.

– Comprendo. Señorita Pearson para él y señora Nelson para mí. Ese es su apellido, ¿no? ¿Nelson?

La joven no respondió. Clint comenzó a chillar; había acabado con los cereales.

– Cállate, Clint -exclamó ella. Lo sacó de la tumbona y lo dejó en el suelo. El pequeño gateó hasta una de las cajas, se levantó y comenzó a sacar todas las cosas que contenía, una a una. Kimberley no le hizo caso. Sin que viniera a cuento, comentó-: Van a tirar abajo esta casa.

– Es lo mejor que pueden hacer -opinó Vine.

– Ah, sí, claro, es lo mejor que pueden hacer. ¿Qué pasará con nosotros? Eso no le preocupa en lo más mínimo, ¿verdad? Vaya con el señorito. -La mujer imitó a Vine exagerando la nota-. Es lo mejor que pueden hacer.

– Tendrán que recolocarla.

– ¡Qué dice! A lo sumo nos meterán en una pensión. Si quieres otra casa lo tienes que hacer tu mismo. Lo único bueno de esta pocilga es el seguro para el alquiler. Si nos echan, lo perderá. Hace meses que no consigue un trabajo.

Fuera de la casa, Burden respiró con fuerza el aire un poco contaminado con el humo que salía del taller de pinturas.

– Estar sin trabajo no les impide tener hijos. ¿Te has fijado que siempre se permiten el lujo de fumar?

«Si yo viviera en esa covacha fumaría hasta reventar», pensó Vine, pero no lo dijo en voz alta. En cambio comentó:

– ¿No te acuerdas de ellos? Salieron en el periódico, allá por Navidad. Los recordé por el nombre del crío: Clint. Tenía alguna cosa en el corazón y le operaron en el hospital de Stowerton. El Courier publicó un montón de fotos de Clint y Kimberley Pearson.

Burden fue incapaz de recordarles. Estaba seguro de que no darían con Zack Nelson, que el tipo era un genio para escabullirse. Kimberley no tenía teléfono, aunque era posible llamar a las personas que esperaban para firmar. Ninguno de los dos policías las tenía todas consigo pero cuando llegaron a la oficina de la Seguridad Social, Zack seguía allí.

Era uno de la docena de personas que esperaban sentadas en las sillas grises. Burden hizo lo que consideró una conjetura inteligente sobre quién era de entre los siete u ocho hombres presentes y se equivocó. La primera persona que abordó, un joven de unos veintidós años con el pelo rubio cortado al rape, tres pendientes en cada oreja y otro en una de las aletas de la nariz resultó ser un tal John MacAntony. El otro que podía ser Zack Nelson lo admitió primero con un encogimiento de hombros exagerado y después con un cabeceo.

Era alto y, de todos los hombres presentes, el de mejor estado físico. Al parecer hacía pesas, porque su cuerpo era delgado y fuerte; no necesitaba flexionar los brazos desnudos para exhibir los grandes músculos redondos que hinchaban las mangas de su sucio polo rojo. Llevaba el pelo largo, tan grasiento como el de Kimberley, trenzado unos cuantos centímetros y atado con un cordón de zapato. El cuello desabrochado del polo dejaba ver debajo de la mata de vello negro, el azul verdoso, el rojo y el negro de un tatuaje muy elaborado.

– ¿Me permite unas palabras? -dijo Burden.

– Tendrá que esperar a que salga mi número -contestó Zack Nelson, sin ironía.

Burden se quedó pasmado, luego comprendió que se refería a los carteles luminosos que colgaban del techo. Cuando apareciera el número de su tarjeta tenía que ir a la mesa para firmar.

– ¿Cuánto tardará?

– Cinco minutos. Quizá diez. -Zack miró a Vine con la misma expresión que él había puesto cuando olió el interior de la casa-. ¿A qué viene tanta prisa?

– No hay prisa -respondió Burden-. Nos sobra el tiempo.

Los dos inspectores se alejaron unos pasos y se sentaron en las sillas grises. Burden pasó los dedos por una de las hojas de la planta en la maceta que estaba a su lado. Tenía la textura un tanto húmeda y gomosa del polietileno.

– Se parece a ti, sabes -le comentó Vine, en voz baja-. Quiero decir, si te dejas crecer el pelo y no te lavas mucho. Le podrían tomar por tu hermano menor.

Burden, molesto por el comentario, permaneció en silencio. Pero recordó lo que había dicho Percy Hammond, que el hombre que había visto salir de Ladyhall Court se parecía a él. Si era verdad y Vine acababa de confirmarlo con su ridícula apostilla, esto confirmaba la buena vista del anciano. Significaba que se podía confiar en él.

Miró el recinto. Detrás del mostrador se encontraban Osman Messaoud, Hayley Gordon y Wendy Stowlap, que parecía sufrir una alergia, porque no paraba de sonarse la nariz con una sucesión de pañuelos de papel que sacaba de una caja que tenía delante de ella. Todos tenían clientes. Cyril Leyton conversaba con el guardia de seguridad delante de su oficina.

La clienta de Messaoud acabó su trámite y se marchó. Se encendió un número y el joven con los pendientes en las orejas y la nariz se puso de pie. No se veía a los consejeros de nuevas solicitudes desde donde se encontraba Burden, sólo los laterales de las cabinas. Se levantó y comenzó a pasear, sin rumbo fijo, pero evitando confrontarse con Leyton. El consejero de nuevas solicitudes que ocupaba la cabina vecina a la de Peter Stanton era el sustituto de Annette, pero estaba demasiado lejos y Burden no alcanzaba a leer el nombre en la placa. A la luz de los nuevos conocimientos, Burden se dijo que debía someter a Stanton a una segunda entrevista. Después de todo, el hombre admitía haber salido con Annette. ¿Acaso buscaba ella una opción mejor que Bruce Snow? En ese caso, ¿qué había salido mal?

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