Ruth Rendell - Simisola

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La ciudad del inspector Wexford -personaje legendario de la autora- se ve sacudida por la desaparición de una joven de color. El inspector se lanza a una investigación que le desvela los resortes más difíciles de la convivencia racial, y una sociedad de claroscuros que confirma la maestría de la autora británica para urdir tramas perfectas y ahondar en las miserias humanas.

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Se sobresaltó al oír los gritos de una mujer y se dio la vuelta. Era la primera vez que había «problemas» desde que visitaban la oficina de la Seguridad Social. La mujer, gorda y desaliñada, se quejaba a Wendy Stowlap por un giro extraviado y Wendy parecía comprobar en la pantalla del ordenador si era así. Su respuesta no calmó los ánimos y el torrente de quejas se convirtió en una retahíla de insultos que culminó con un estentóreo: «¡Eres una mala puta!».

Wendy miró a la mujer, imperturbable. Encogió los hombros mientras replicaba:

– ¿Cómo lo sabe?

Se oyó una leve risita de Peter Stanton que pasaba junto al mostrador en busca de un folleto. La mujer dirigió sus invectivas contra él y por un momento Burden consideró la posibilidad de intervenir. Pero el personal parecía competente para arreglárselas, y la mujer no tardó en calmarse.

Por fin apareció el número de Zack Nelson y el joven se dirigió al mostrador; le atendió Hayley Gordon. Vine pensó que tenía un cierto parecido con Kimberley, la amiga de Nelson, sólo que más limpia, mejor vestida y -tenía que admitirlo- mejor alimentada. ¿Qué conseguiría Zack? Aquí nada, desde luego, pero cuando recibiera el giro cobraría un subsidio de paro de unas cuarenta libras además del salario social por Kimberley y Clint, siempre que Kimberley no cobrara personalmente el subsidio por hijos. Siempre lo cobraba la madre, ¿no? Vine no lo sabía. Pero sin ninguna duda no vivían en la miseria porque les gustara.

Estas consideraciones particulares no modificarían su actitud respecto a Zack, que era un ladrón y un rufián. No podía arrestarlo aquí, a menos que lo pidiera el personal de la oficina.

– Hablaremos en el coche -dijo cuando volvió Zack, después de asegurarse la subsistencia para la siguiente quincena.

– ¿Sobre qué?

– Bob Mole -contestó Burden-, y una radio con una mancha de sangre.

Fue, como le explicó después a Wexford, tan fácil como quitarle los caramelos a un bebé que no los quiere.

– Aquéllo no era sangre -replicó Zack. Comprendió en el acto lo que había dicho, miró al cielo y se tapó la boca con una mano.

– ¿Por qué no sangre? -le preguntó Vine, acercándose.

– La estrangularon. Lo dijeron en la tele. Salió en los periódicos.

– Así que admite que estuvo en el apartamento de Annette Bystock, que la radio era de ella.

– Mire, yo…

– Vayamos a la comisaría, sargento Vine. Zack Nelson, no tiene obligación de responder a ninguna pregunta sobre el cargo, pero cualquier cosa que diga será anotada y podrá ser utilizada…

10

– ¿No de asesinato? -preguntó Zack en el cuarto de interrogatorios.

– Vamos a ver, ¿cómo se llama? -replicó Wexford, sin hacerle caso-. ¿Zachary? ¿Zachariah?

– ¿Oiga, de qué va? No, coño. Me llamo Zack. Había un cantante que le puso Zack a su hija y a mi madre le hizo gracia. ¿Vale? Quiero saber si me están acusando del asesinato de aquella mujer.

– Díganos cuándo entró en el apartamento, Zack -dijo Burden-. Fue el miércoles por la noche, ¿no es así?

– ¿Quién dice que entré en el apartamento?

– No me dirá que ella fue a su casa para llevarle la radio como un regalo de cumpleaños.

Fue un golpe de efecto por parte de Wexford, no una deducción astuta. Si hubiese sido diciembre en lugar de julio hubiese dicho: «regalo de Navidad». Zack le miró aterrorizado, como si se encontrara delante de un clarividente con poderes sobrenaturales comprobados.

– ¿Cómo sabe que el miércoles era mi cumpleaños?

Wexford consiguió evitar la risa con verdadero esfuerzo.

– Muchas felicidades. ¿A qué hora entró en el apartamento?

– Quiero llamar a mi abogado.

– Sí, es lógico. Yo haría lo mismo en su situación. Lo podrá llamar más tarde. Quiero decir, más tarde podrá buscar uno y llamarlo. -Zack le miró con suspicacia. Wexford añadió-: Hablemos del anillo.

– ¿Qué anillo?

– Un anillo con un rubí que vale dos mil libras.

– No sé de qué me habla.

– ¿Ella estaba muerta cuando le quitó el anillo del dedo?

– ¡Yo no le quité el anillo del dedo! ¡No lo tenía en el dedo, estaba sobre el tocador! -Una vez más había picado-. ¡A la mierda!

– Será mejor que comience por el principio, Zack -le recomendó Burden-. Cuéntenoslo todo. -En silencio agradeció que la conversación se estuviera grabando. No había manera de negar lo dicho.

Zack intentó discutir un poco más antes de ceder. Por fin preguntó:

– ¿Qué saco si les digo lo que encontré allí y lo que vi?

– ¿Qué le parece si le llevamos ante el juez mañana en lugar del viernes? Sólo tendrá que pasar una noche en el calabozo y el sargento Camb le traerá una Coca Cola sin cafeína para que duerma tranquilo.

– No me venga con chorradas. Me refiero a que si lo que le diga le sirve para encontrar al asesino…

– Me lo tendrá que decir de todas maneras, Zack. No querrá que le acuse de obstrucción a la justicia además de robo con allanamiento y nocturnidad.

Zack, que como sabía Wexford por el ordenador tenía un impresionante prontuario de delitos menores, conocía bien las consecuencias de esos cargos.

– Eh, de allanamiento nada y de nocturnidad tampoco. No estaba oscuro. Y no forcé ni rompí nada para entrar.

– Es un decir -señaló Burden-. Supongo que pasaba por allí, vio la puerta abierta y entró.

En el rostro de Zack apareció una expresión de astucia mientras ladeaba la cabeza. Había algo siniestro en él, algo llamado maldad. Entornó los párpados.

– No me lo podía creer -comentó mucho más tranquilo-. Moví la manija y la puerta se abrió. Me quedé asombrado.

– No lo dudo. Llevaba las herramientas sólo por si acaso, ¿verdad? ¿Qué quiere decir con eso de que no estaba oscuro?

– Eran las cinco de la mañana, ¿no? Hacía una hora que había amanecido.

– Se levanta con el alba, ¿eh, Zack? -Burden sonrió-. ¿Siempre se levanta tan temprano?

– El niño me despertó y no pude volver a dormirme. Salí a dar una vuelta con la furgoneta para despejarme. Iba despacio, respetando el límite de velocidad, ¿vale?, y la puerta principal estaba abierta, así que decidí parar y echar un vistazo.

– ¿Quiere hacer una declaración, Zack?

– Quiero a mi abogado.

– Le diré lo que haremos. Usted declara y después nosotros le traemos la guía y se busca un abogado en las páginas amarillas. ¿Qué le parece?

Zack se vino abajo sin previo aviso. Cedió de imprevisto. La truculencia dio paso a la mansedumbre.

– Lo que quiera -contestó y lanzó un sonoro bostezo-. Estoy muerto. Nunca puedo dormir a gusto, el chico no me deja.

Sobre las cinco de la mañana del viernes, nueve de julio -declaró Zack Nelson-, entré al apartamento 4 del 15 Ladyhall Avenue, Kingsmarkham. No llevaba herramientas ni forcé la puerta o la cerradura. Llevaba guantes. La puerta principal estaba sin llave. No estaba oscuro. Las cortinas estaban echadas, pero veía el interior. Vi un televisor, un aparato de vídeo, un reproductor de discos compactos y un radiocasete, y me llevé éstos objetos del apartamento, en dos viajes.

Regresé al apartamento y abrí la puerta del dormitorio. Comprobé sorprendido que había una mujer en la cama. Al principio pensé que dormía. Algo en su actitud provocó mis sospechas. Era por la forma en que le colgaba el brazo. Me acerqué pero no la toqué, porque vi que estaba muerta. Sobre el velador había un anillo y un reloj. No los toqué, sino que salí del apartamento a toda prisa, asegurándome de cerrar la puerta.

Cargué el televisor, el vídeo y el radiocasete en la furgoneta que me había prestado el padre de mi novia y regresé a casa. Me dedico a la venta de aparatos electrónicos de segunda mano. Tenía otros equipos rescatados del incendio de una fábrica, así que incluí éstos con los otros. El radiocasete se lo vendí al señor Bob Mole por la suma de siete libras. El televisor y el aparato de vídeo están actualmente en mi casa en el 1 Lincoln Cottages, Glebe End, Kingsmarkham.

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