Ruth Rendell - Simisola

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La ciudad del inspector Wexford -personaje legendario de la autora- se ve sacudida por la desaparición de una joven de color. El inspector se lanza a una investigación que le desvela los resortes más difíciles de la convivencia racial, y una sociedad de claroscuros que confirma la maestría de la autora británica para urdir tramas perfectas y ahondar en las miserias humanas.

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– Me gusta el detalle de cerrar la puerta al salir -comentó Wexford después de que se llevaran a Zack a uno de los dos calabozos que había en la comisaría de Kingsmarkham-. Al menos explica por qué la puerta estaba cerrada cuando usted fue allí. Si alguien del Servicio de Empleo lee la crónica de las actuaciones de mañana en el juzgado, Zack perderá el subsidio de paro. El Courier le describirá como negociante en artículos electrónicos.

– No le hará falta allí donde va -señaló Burden.

– No, pero sí lo necesitarán Kimberley y Clint. Es lo que ocurre en casos como este. ¿Les cortan el salario social a los familiares? En cualquier caso, no le condenarán a más de seis meses y sólo cumplirá cuatro-. Wexford vaciló-. ¿Sabe una cosa, Mike? Hay algo extraño en todo esto, algo que no me gusta.

– ¿Cómo que encontró la puerta abierta y el apartamento a su libre disposición? -preguntó Burden. Encogió los hombros-. ¿Cómo que no se llevara el anillo?

– Sí, aunque no exactamente. La puerta principal de la casa casi siempre está abierta y sabemos que Ingrid Pamber dejó la puerta de Annette sólo con el pestillo. Dijo que le dio miedo llevarse un anillo y un reloj que estaban junto a un cadáver, y le creo. Lo que me preocupa es su aparente desconocimiento previo de los apartamentos y sus ocupantes. Según su relato, se coló sin molestarse en cerrar la puerta. No podía dormir, pero no salió a dar un paseo a pie, sino que cogió la furgoneta. Da la casualidad de que llevaba guantes. ¿Con el calor de julio? Afirmó que no llevaba herramientas, pero ¿cuánta gente hay que tiene amigos descuidados y dejan las puertas sin llave durante toda la noche?

– Allí sólo hay dos apartamentos -señaló Burden-. No tenía nada que perder. Lo único que debía hacer era intentar con la puerta de Annette y después subir las escaleras y probar con la de los Harris. Si las dos estaban cerradas, mala suerte.

– Ya lo sé. Es lo que dice él. Pero ¿no es sorprendente que encontrara una puerta abierta a la primera?

– Quizá no era la primera.

– Él dice que sí. De modo que llegamos a la siguiente cosa extraña. Si lo que dice es cierto, no tenía manera de saber si había alguien o no en el apartamento. ¿Qué debemos pensar? ¿Qué al ver -y recordar, calcular, deducir- que estaban echadas todas las cortinas del apartamento uno, y después descubrir que la puerta principal estaba abierta, decidió que no había nadie en casa? En el supuesto de que nadie duerma con la puerta principal abierta, pero que quizá habían salido sin cerrarla. No es muy lógico.

– Corría un riesgo, por supuesto. Pero el robo siempre es arriesgado, Reg.

Wexford no se convenció. Él siempre profundizaba en las motivaciones y las peculiaridades de la naturaleza humana, mientras que Burden se concentraba en los hechos, y casi nunca los discutía por insólitos que parecieran. De camino a la oficina de la Seguridad Social, esta vez a pie, Burden pensó en algo que Wexford le había comentado una vez sobre Sherlock Holmes, que no se podía resolver gran cosa con sus métodos. Un par de zapatillas con las suelas chamuscadas tanto podían significar que su dueño había sufrido un enfriamiento agudo como que tenía los pies fríos. Tampoco se podía deducir al ver a un hombre contemplando un retrato que pensaba en la vida y la carrera del sujeto retratado, porque quizá pensaba en el parecido con su cuñado, que estaba mal pintado o que necesitaba una limpieza. Con la naturaleza humana sólo podías adivinar, e intentar hacerlo bien.

Alcanzó a Peter Stanton cuando abandonaba su mesa.

– ¿Podemos hablar un momento?

– No, si me impide ir a comer.

– Yo también como -respondió Burden.

– Venga por aquí. -Stanton llevó a Burden por la puerta marcada «Privado» que daba al aparcamiento. Era un atajo a la calle Mayor.

Su esposa o Wexford probablemente hubiesen descrito al hombre como byronesco. Tenía ese aire de aventurero que, según decían, las mujeres encontraban tan atractivo, las facciones marcadas por los excesos, el pelo oscuro ondulado que para Burden era desgreñado, el brillo en los ojos que podía corresponder a una tendencia a la crueldad o sencillamente codicia. Stanton vestía un traje de lino, color piedra y muy arrugado, y la corbata -un detalle seguramente impuesto por Leyton- con el nudo flojo debajo del cuello de la camisa no muy limpia y el primer botón desabrochado. Si era posible caminar echado para atrás, así lo hacía Stanton, indolente, con las manos metidas en los bolsillos deformados de sus pantalones abombados. Se detuvo delante de la puerta de una sandwichería con cuatro mesas vacías en la pared opuesta al mostrador y señaló el local con el pulgar.

– Acostumbro a comer aquí. ¿Le parece bien?

Burden asintió. La última vez que había estado en uno de éstos locales, de los que ahora había tres en Kingsmarkham, había pedido «gambas frescas de primera» y la gastroenteritis resultante le había tenido en cama durante tres días. Así que cuando Stanton pidió un bocadillo de camarones y lechuga, él se conformó con la austeridad del queso y el tomate. Observó sin comentarios cómo Stanton vaciaba el contenido de una petaca en el vaso de Sprite.

– Quiero preguntarle sobre las cosas que les dice a sus clientes.

– No les digo ni la mitad de lo que me gustaría decirles.

– Para ser más exacto -continuó Burden, sin seguirle la broma-, quiero saber qué le pudo haber dicho Annette a Melanie Akande.

– ¿Qué quiere decir con exactamente?

– ¿Qué pasa cuando un nuevo solicitante presenta el formulario, -¿cómo se llama…, un ES?-, y le dan un día para que venga a firmar y todo lo demás?

– ¿Quiere saber qué le dijo a la muchacha, lo que le aconsejó y todos los trámites a seguir?

Stanton lo dijo con un tono de aburrimiento. Tenía la mirada puesta en la joven que acababa de salir de la cocina para unirse al hombre detrás del mostrador. Tenía unos veinte años, rubia, alta, muy bonita, con un delantal blanco sobre la camiseta roja escotada y una minifalda tubo ajustada como un vendaje.

– Así es, señor Stanton.

– Muy bien. -Stanton bebió un trago de su cóctel de Sprite-. Annette hubiera echado una ojeada al formulario ES 461, para ver si todo estaba bien. Hay que contestar a cuarenta y cinco preguntas y es complicado hasta que sabes cómo. Digamos que es… bueno, poco habitual que un cliente responda bien la primera vez sin ayuda. Éstos camarones tienen un gusto raro, saben a pescado.

– El camarón es pescado -señaló Burden.

– Sí, pero ya sabe lo que quiero decir, tienen un sabor fuerte, como el olor que sale de la pescadería. ¿Cree que debo comérmelos?

– Continúe con lo que Annette le hubiese dicho -replicó Burden, sin hacer caso de la pregunta.

– A menudo la comida que sirven aquí tiene un gusto raro, pero ver a esa tía lo compensa. Supongo que por eso continúo viniendo. -Stanton captó la mirada de basilisco de Burden-. Sí, bueno, una vez revisado el formulario le hubiese dado al cliente, Melanie comosellame, un día para firmar. Va por orden alfabético. De la A a la K los martes, de la L a la R los miércoles, de la S a la Z los jueves. No se firma ni los lunes ni los viernes. ¿Cómo dijo que se llamaba? ¿Akande? Le hubiese tocado un martes. Un martes cada quince días.

»Después Annette le hubiese explicado que la firma es para demostrar que todavía sigues en el mundo de los vivos, que no te has largado a ninguna parte, que estás disponible y muy ocupado buscando trabajo, y le hubiese dicho que después de firmar le enviarían un giro a su casa y que podía cobrarlo en la oficina de correos o depositarlo en el banco. Annette le hubiese explicado todo esto. Después, supongo, le hubiese preguntado si Melanie tenía alguna duda. Melanie sólo hubiese dispuesto de veinte minutos con Annette, lo que da para muy poco.

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