– Él va al norte -declaró Leslie Sedlar.
– ¿Eso es lo que os dice a vosotros, o lo sabéis?
A todos les resultó difícil efectuar esta decisión. Tony Smith insistió en que él lo sabía.
– Va al norte con el camión. Normalmente va al norte, ¿verdad?
– No tiene trabajo -dijo Vine-. Hace un año que no tiene trabajo.
– Cuando tenía ese empleo de conductor iba al norte normalmente.
– ¿Y ahora?
Él decía que iba al norte, así que iba. Ellos le creían. La verdad era que no les interesaba mucho adonde iba Andy. ¿Por qué iba a interesarles? Vine preguntó a Kevin Lewis, a quien había valorado como el más sensato y probablemente el que más respetaba la ley, dónde creía él que se encontraba Andy.
– Por ahí con su moto -respondió Lewis.
– ¿Dónde? ¿Manchester? ¿Liverpool?
Dieron muestras de apenas saber dónde estaban estos lugares. A Kevin Lewis, Liverpool le hizo recordar a su «viejo» hablando de algo popular en su juventud llamado el Sonido Mersey.
– Entonces, va al norte. Supongamos que yo dijera que no lo hace, ¿haraganea por aquí?
Roy Walker meneó la cabeza.
– No. Andy no. Andy estaría en el viejo Caracol.
Vine sabía cuándo estaba derrotado.
– ¿De dónde saca el dinero?
– Cobra el paro, supongo -dijo Lewis.
– ¿Y nada más? -Hazlo sencillo. Es inútil preguntar por «fuentes adicionales de ingresos»-. ¿No cobra ningún otro dinero?
Respondió Tony Smith:
– Podría haberlo hecho.
Quedaron todos en silencio. No tenían nada más que decir. Sus imaginaciones habían soportado una enorme tensión y el resultado era que estaban exhaustos. Mas Abbot podría servir de ayuda -«¡podría servir!»- pero a Vine le pareció que no valía la pena.
La voz de la señora Virson era fuerte, expansiva, el producto de algún caro pensionado femenino al que había asistido unos cuarenta y cinco años atrás. Abrió la puerta principal de The Thatched House para él y le dio la bienvenida con una especie de gran amabilidad. El vestido estampado a flores que llevaba la recubría como una voluminosa funda de silla. Había ido a la peluquería aquel día. Los rizos y ondulaciones parecían fijados como si hubieran sido tallados. Era improbable que todo aquello fuera por él, pero algo había sucedido que había cambiado su actitud hacia él desde su visita anterior; ¿la insistencia de Daisy en que quería verle y hablar con él?
– Daisy está durmiendo, señor Wexford. Todavía está profundamente impresionada, y yo insisto en que descanse mucho.
Él asintió, pues no tenía nada que comentar.
– Se despertará a tiempo para el té. Estas jóvenes tienen un apetito muy sano, según he observado, por mucho que hayan sufrido. ¿Entramos ahí y la esperamos? Supongo que habrá cosas de las que usted querrá charlar conmigo, ¿no?
No era él hombre que dejara pasar una oportunidad semejante. Si Joyce Virson tenía algo que decirle, lo cual debía de ser lo que significaba «charlar», él escucharía y esperaría lo mejor. Pero cuando se hallaron en la sala de estar de la señora Virson, sentados en sillas con fundas de cretona descolorida y uno frente a otro ante una mesita baja estilo Arts and Crafts [4], ella pareció no sentirse inclinada a entablar conversación. No se mostró turbada ni incómoda o ni siquiera tímida. Simplemente estaba pensativa y quizá no sabía por dónde empezar. Él se guardó mucho de ayudarla. En su situación, cualquier ayuda habría parecido un interrogatorio.
De pronto, ella dijo:
– Por supuesto, lo que sucedió en Tancred House fue una cosa terrible. Después de enterarme me pasé dos noches enteras sin dormir. Es lo más espantoso que he conocido en toda mi vida.
Wexford esperó el «pero». La gente que empezaba así, admitiendo cuánto comprendían la tragedia o la desgracia extrema, solían proseguir reduciéndola. La empatía inicial era una excusa para el posterior ataque.
No hubo ningún «pero». Ella le sorprendió con su franqueza.
– Mi hijo quiere que Daisy se comprometa con él.
– ¿De veras?
– A la señora Copeland no le gustaba la idea. Supongo que debería llamarla Davina Flory o señorita Flory o algo así, pero los viejos hábitos son difíciles de erradicar. Lo siento, supongo que estoy chapada a la antigua, pero para mí, una mujer casada siempre será «señora» y llevará apellido de su esposo. -Esperó a que Wexford dijera algo y cuando vio que no lo hacía, prosiguió-. No, no le gustaba la idea. Claro que no me refiero a que tuviera nada contra Nicholas. Sólo era una idea tonta, lo siento, pero me parecía tonta, de que Daisy tenía que vivir su vida antes de asentarse. Yo podía haberle dicho que cuando ella tenía la edad de Daisy las chicas se casaban lo más jóvenes que podían.
– ¿Lo hizo?
– ¿Si hice qué?
– Ha dicho que podía haberle dicho esto a ella. ¿Se lo dijo de verdad?
Una arruga de cautela atravesó la cara de la señora Virson. Pasó. Ella sonrió.
– No era asunto mío interferir.
– ¿Qué pensaba la madre de Daisy?
– Oh, en realidad, lo que Naomi pensara no habría importado. Naomi no tenía opiniones. Verá, la señora Copeland era mucho más como una madre que como una abuela para Daisy. Ella tomaba todas las decisiones. Quiero decir, a qué colegio iba y todo eso. Ah, ella tenía grandes ideas para Daisy, o Davina, como ella insistía en llamarla, para gran confusión. Tenía todo su futuro trazado: primero la universidad, Oxford, naturalmente, y después la pobre pequeña Daisy tenía que viajar un año. No a algún sitio al que una chica joven querría ir, quiero decir no las Bermudas o el sur de Francia o algún sitio bonito, sino lugares de Europa con galerías de arte e historia, Roma y Florencia y sitios así. Y después tenía que hacer algo en otra universidad, otro título o como lo llamen. Lo siento, pero no veo el objetivo de toda esta educación para una chica joven y guapa. La idea de la señora Copeland era que se enterrara en alguna universidad, quería que fuera… ¿cómo se llama?
– ¿Académica?
– Sí, eso es. La pobrecita Daisy tenía que haber llegado a ello para cuando tuviera veinticinco años y entonces se esperaba que escribiera su primer libro. Lo siento, pero me parece ridículo.
– ¿Y Daisy? ¿Qué le parecía a ella?
– ¿Qué sabe una chica de esa edad? No sabe nada de la vida, ¿no? Ah, si no paran de hablarte de Oxford y te lo pintan como un lugar espléndido y después te dicen lo maravillosa que es Italia y ver este cuadro y esa estatua, y cuánto se pueden apreciar las cosas si se ha sido educada de esta manera… bueno, naturalmente, esto produce algún efecto. A esa edad se es impresionable, no se es más que una niña.
– Casarse -dijo Wexford- pondría fin a todo eso.
– La señora Copeland se casó tres veces, pero no creo que fuera muy aficionada al matrimonio, a pesar de ello. -Se inclinó hacia él en actitud confidencial, bajando la voz y mirando brevemente por encima del hombro como si hubiera alguien en el otro extremo de la habitación-. Esto no lo sé, quiero decir que no lo sé realmente, es pura conjetura, pero creo que está bastante bien fundado… Estoy segura de que la señora Copeland no se habría inmutado si Nicholas y Daisy hubieran querido vivir juntos sin casarse. Estaba obsesionada con el sexo. ¡A su edad! Probablemente se habría alegrado de que hubiera tenido alguna relación, quería que Daisy tuviera experiencia.
– ¿Qué clase de experiencia? -preguntó él, curioso.
– Oh, no me interprete mal, señor Wexford. Quiero decir, ella solía decir que quería que la chica viviera. Ella realmente había vivido, solía decir, y supongo que así era, con todos sus esposos y tantos viajes. Pero el matrimonio, no, no le gustaba esa idea.
Читать дальше