Ruth Rendell - Un Beso Para Mi Asesino

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El libro arranca con la muerte de un policía en el atraco a un banco en el que inocentemente se ve envuelto y además, con un triple crimen perpetrado en una mansión. Casos aparentemente inconexos en cuya resolución se ve implicado el inspector jefe Wexford y que se verán seguidos de desconcertantes hechos que, como piezas de un complejo puzzle, tendrán que ser encajados adecuadamente para llegar al culpable.

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– Tengo un título de silvicultura. Ya le dije que doy clases. El huracán, como lo llaman, la tormenta de 1987, eso fue realmente lo que me empujó. Como consecuencia de aquello había más trabajo del que todos los leñadores del condado podían realizar. Incluso gané un poco de dinero, para variar. Trabajaba cerca de Midhurst. -Levantó la vista, disimuladamente, le pareció a Burden-. En ese lugar, en realidad, es donde estaba la noche en que sucedió todo.

– Donde estaba recortando y nadie le vio.

Gabbitas hizo un gesto de impaciencia. Utilizaba mucho sus manos para expresar sus sentimientos.

– Ya se lo he dicho, mi trabajo es solitario. No tienes a nadie vigilándote todo el rato. El invierno pasado, quiero decir el invierno anterior al pasado, se estaba terminando el trabajo y vi el anuncio de este empleo.

– ¿En una revista? ¿En el periódico local?

– En The Times -respondió Gabbitas, con una leve sonrisa-. La propia Davina Flory me entrevistó. Me entregó una copia de su libro de árboles pero no puedo decir que lo leyera. -Volvió a mover las manos-. Lo que me atrajo fue la casa.

Lo dijo deprisa, para todo el mundo, pensó Burden, como para prever si lo que le había atraído había sido la chica.

– Y ahora me disculpará, me gustaría acabar de talar este árbol antes de que se caiga y cause un daño innecesario.

Burden se marchó por el bosque y el pinar, cruzando esta vez el jardín y encaminándose a la amplia zona de grava después de la cual se hallaban los establos. Allí estaba el coche de Wexford, dos furgonetas de la policía y el Vauxhall de Vine, así como su propio coche. Entró.

Encontró a Wexford en una actitud poco característica, frente a una pantalla de ordenador, contemplándola. La pantalla del ordenador de Gerry Hinde. El inspector jefe levantó la mirada y Burden se asombró al verle el rostro, aquella mirada gris, aquellas arrugas seguramente nuevas de envejecimiento, algo como tristeza en los ojos. Era como si Wexford, por un momento, hubiera perdido el control de su rostro, pero entonces pareció efectuar algún ajuste interno y su expresión volvió a la normalidad, o casi. Hinde se sentó ante el teclado del ordenador, después de haber hecho aparecer en la pantalla una larga, y para Burden impenetrable, lista.

A Wexford, recordando los sentimientos de Daisy Flory, le habría gustado tener a alguien en quien confiarse libremente. Dora en este aspecto no le entendía. Le habría gustado tener a alguien con quien poder hablar de la confesión de Sheila de que él, su padre, tenía prejuicios contra Augustine Casey y estaba decidido a odiarle. Que ella estaba tan enamorada de Casey como para ser capaz de decir, por extraño que pueda parecer, que estaba descubriendo por primera vez lo que eso significaba. Que si tenía que elegir -y esto era lo peor- ella se «adheriría» (la curiosa palabra que ella utilizaba) a Casey y daría la espalda a sus padres.

Todo esto, expresado en una conversación íntima dando un lamentable paseo, estando Casey en cama recuperándose del brandy, le había herido en lo vivo, en el corazón. Como Daisy lo expresaría. Si quedaba algún consuelo era el saber que Sheila tenía la oferta de un papel que no podía rechazar y Casey estaría en Nevada.

Su aflicción se reflejaba en su cara, lo sabía, y hacía todo lo que podía para que no fuera así. Burden se dio cuenta del esfuerzo que hacía.

– Han empezado a registrar el bosque, Reg.

Wexford se apartó.

– Es una zona muy grande. ¿Podemos reunir a gente de aquí para que nos ayude?

– Sólo les interesan los niños desaparecidos. No salen de casa para buscar cadáveres por amor o dinero.

– Y nosotros no ofrecemos ninguna de las dos cosas -dijo Wexford.

12

– Está fuera -dijo desabridamente Margaret Griffin.

– ¿Fuera, dónde?

– Es un hombre adulto, ¿no? No le pregunto adonde va y cuándo regresará, eso es todo. Vive en casa pero es adulto, puede hacer lo que le plazca.

A media mañana, los Griffin habían estado bebiendo café y mirando la televisión. A Burden y a Barry Vine no les ofrecieron café. Barry dijo después a Burden que Terry y Margaret Griffin parecían mucho mayores de lo que eran, ya viejos, encasillados en una rutina, que era aparente si no explícita, de mirar la televisión, ir de compras, tomar comidas ligeras a horas regulares, estar juntos en soledad y acostarse temprano. Respondieron a las preguntas de Burden con resignada truculencia que amenazaba, en cualquier momento, con conducir a la paranoia.

– ¿Andy se va a menudo?

Ella era una mujer menuda con el pelo blanco y ojos azules saltones.

– Aquí no le retiene nada, ¿no? Quiero decir, no conseguirá trabajo, ¿verdad? No con otros doscientos despedidos de Myringham Electrics la semana pasada.

– ¿Es electricista?

– Trabaja en lo que hace falta, Andy -terció Terry Griffin-, si tiene oportunidad. No es uno de esos trabajadores sin cualificar. Ha sido ayudante personal de un hombre de negocios muy importante.

– Un caballero norteamericano. Tenía mucha confianza en Andy. Solía ir de un lado a otro por el extranjero y lo dejaba todo en manos de Andy.

– Andy se ocupaba de su casa, tenía sus llaves, conducía su coche.

Aceptando esto, Burden preguntó:

– ¿Va lejos a buscar trabajo, entonces?

– Ya se lo he dicho, no lo sé y no pregunto.

Barry dijo:

– Creo que debería saber, señor Griffin, que aunque nos dijo usted que Andy salió a las seis el martes pasado, según los amigos con los que él dijo que estaba, nadie le vio aquella noche. No fue de pubs con ellos y no se reunió con ellos en el restaurante chino.

– ¿Con qué amigos dijo que estaba? No nos contó que hubiera estado con amigos. Él fue a otros pubs, ¿verdad?

– Eso todavía está por ver, señor Griffin -dijo Burden-. Andy debe de conocer muy bien la finca Tancred. Pasó su infancia allí, ¿no es cierto?

– Yo no sé nada de «fincas» -dijo la señora Griffin-. «Finca» quiere decir muchas casas, ¿no? Allí sólo hay las dos casas y el gran palacio donde ellos viven. Vivían, debería decir.

Heredad, pensó Burden. ¿Cómo sería si hubiera dicho eso? Toda una vida de trabajo policial le había enseñado a no explicarse nunca si podía evitarlo.

– El bosque, los terrenos, ¿Andy los conoce bien?

– Claro que sí. Era un chiquillo de cuatro años cuando fuimos allí por primera vez y esa chica, la nieta, era un bebé. Ahora bien, se diría que lo normal hubiera sido que jugaran juntos, ¿no? A Andy le habría gustado; solía preguntar: «¿Por qué no puedo tener una hermana pequeña, mamá?». Y yo tenía que responder: «Dios no nos enviará más bebés, cariño», pero ¿dejarla jugar con él? Oh, no, él no era suficiente, no para la señorita Preciosa. Sólo estaban estos dos niños y no les permitían jugar juntos.

– Y él llamándose diputado laborista -intervino Terry Griffin. Soltó una leve carcajada-. No me extraña que le echaran en las últimas elecciones.

– ¿Así que Andy nunca iba a la casa?

– Yo no diría eso. -Margaret Griffin de pronto se mostró ofendida-. No diría eso en absoluto. ¿Por qué lo dice? Él me acompañaba a veces cuando iba a ayudar. Tenían un ama de llaves que vivía en la casa de al lado sola antes de que llegaran los Harrison, pero ella no podía hacerlo todo al menos cuando tenían invitados. Y Andy entonces me acompañaba, iba por toda la casa conmigo, dijeran ellos lo que dijeran. La verdad es que no calculo que lo hiciera después de tener… bueno, unos diez años.

Era la primera vez que mencionaba a Ken y Brenda Harrison, la primera indicación que uno de los dos había dado de la existencia de sus antiguos vecinos.

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