Ruth Rendell - Un Beso Para Mi Asesino

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El libro arranca con la muerte de un policía en el atraco a un banco en el que inocentemente se ve envuelto y además, con un triple crimen perpetrado en una mansión. Casos aparentemente inconexos en cuya resolución se ve implicado el inspector jefe Wexford y que se verán seguidos de desconcertantes hechos que, como piezas de un complejo puzzle, tendrán que ser encajados adecuadamente para llegar al culpable.

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– Cuando se marcha, señora Griffin -intervino Barry-, ¿cuánto tiempo suele estar fuera?

– Quizás un par de días, quizás una semana.

– Creo que cuando ustedes se marcharon de allí no se hablaban con el señor y la señora Harrison…

Burden fue interrumpido por el cacareo que emitió Margaret Griffin. Fue como la expresión sin palabras de alguien que interrumpe una reunión. O, como Karen dijo después, el abucheo de un niño ante un compañero de juego que se equivoca, un reiterado «¡Aah, aah, aah!».

– ¡Lo sabía! Tú lo dijiste, ¿verdad, Terry?, dijiste que hablarían de eso. Ahora saldrá, dijiste, a pesar de todas las promesas del «laborista» señor Harvey Copeland. Lo utilizarán para calumniar al pobre Andy después de todo este tiempo.

Con sabiduría, Burden no traicionó mediante el movimiento de un músculo o un leve parpadeo que no tenía la más remota idea de a qué se refería. Mantuvo una seria mirada omnisciente mientras ella hablaba.

La tasación de las joyas de Davina Flory se unió al resto de datos del ordenador de Gerry Hinde.

Barry Vine lo habló con Wexford.

– Muchos criminales considerarían que vale la pena matar a tres personas por treinta mil libras, señor.

– Sabiendo que conseguirían quizá la mitad por ello en los mercados en que se mueven. Bueno, sí, quizá. No tenemos ningún otro motivo.

– La venganza es un motivo. Algún daño real o imaginario perpetrado por Davina o Harvey Copeland. Daisy Flory tenía un motivo. Que sepamos, ella es la única que hereda. Es la única que queda. Sé que es un poco improbable, señor, pero si hablamos de motivos…

– ¿Ella disparó a toda su familia y se hirió a sí misma? ¿O lo hizo un cómplice? ¿Como su amante Andy Griffin?

– Está bien. Lo sé.

– No creo que el lugar le interese mucho, Barry. Todavía no se ha dado cuenta de qué clase de dinero y bienes ha recibido.

Vine estaba sentado ante la pantalla del ordenador y se volvió.

– He estado hablando con Brenda Harrison, señor. Dice que ella y los Griffin se pelearon porque a ella no le gustaba que la señora Griffin colgara la colada en el jardín el domingo.

– ¿Tú te crees eso?

– Pienso que demuestra que Brenda tiene más imaginación de la que yo creía.

Wexford se rió, y se puso serio al instante.

– Podemos estar seguros de una cosa, Barry. Este crimen fue cometido por alguien que no conocía este lugar ni a esta gente y por alguien más que conocía a ambos muy bien.

– ¿Uno que sabía y otro que recibía instrucciones de él?

– Yo mismo no podía expresarlo mejor, sargento -dijo Wexford.

Estaba satisfecho con el sargento Burden. No hay que decir, ni siquiera decírselo a sí mismo, cuando alguien ha sufrido una muerte heroica, o cualquier clase de muerte, que su sustituto fue una mejora positiva o que la tragedia fue una bendición disfrazada. Pero eso era lo que sentía, o sólo el ineludible alivio de que el sucesor de Martin era muy prometedor.

Barry Vine era un hombre fuerte y musculoso de altura media. Si se hubiera mantenido menos bien, se le habría podido llamar bajo. No exactamente en secreto pero sin duda sí en privado, iba a levantar pesas. Tenía el pelo rojizo, corto y espeso, del que disminuye pero nunca cae del todo, y un pequeño bigote que era oscuro, no rojo. Algunas personas siempre tienen el mismo aspecto y se reconocen al instante. Sus caras pueden ser evocadas por la memoria y visionadas por el ojo interior. Barry no era así. Había algo versátil en él, de manera que según la luz y el ángulo podía definírsele como un hombre de facciones afiladas y mandíbula fuerte, mientras que en otras ocasiones su nariz y su boca parecían casi femeninas. Pero sus ojos nunca variaban. Eran bastante pequeños, de un azul muy oscuro sin manchas, que se clavaban en el amigo y el sospechoso por igual con una mirada fija e invariable.

Wexford, a quien su mujer llamaba liberal, trataba de ser tolerable e indulgente, y a menudo lograba (o eso creía él) ser simplemente irascible. Hasta su segundo matrimonio nunca se le había ocurrido a Burden -o no había escuchado cuando se le habían indicado estas cosas- que podía existir sabiduría o virtud en el hecho de sostener opiniones diferentes de las de un conservador inflexible. No habría encontrado nada discutible en la noción de la fuerza policial como Partido Conservador con casco y porra.

Barry Vine pensaba poco en política. Era el inglés fundamental, más inglés de un modo curioso que cualquiera de sus superiores. Votaba por el partido que había hecho más por él y su círculo inmediato en el pasado reciente. Importaba muy poco que se llamaran a sí mismos de derechas o de izquierdas. «Más para él» significaba, para él, más en el aspecto de las finanzas, ahorrándole dinero, reduciendo los impuestos y los precios y haciéndole la vida más cómoda.

Mientras Burden creía que el mundo sería un lugar mejor si los demás se comportaran más como él, y Wexford que las cosas mejorarían si la gente aprendiera a pensar, Vine no hacía ninguna incursión ni siquiera en esta primitiva metafísica. Para él existía una gran población (aunque no lo bastante grande) de gente decente y que respetaba la ley, que trabajaba y poseía casas y creaba familias con diversos grados de prosperidad, y un enjambre de otros, reconocibles por él al instante aunque, todavía, no hubieran cometido ningún delito. Lo interesante era que no se trataba de una cuestión de clase, como podría ser el caso de Burden. Podía identificar, decía él, a un criminal en potencia aunque esta persona poseyera un título, un Porsche y varios millones en el banco; un acento como un profesor de historia del arte en Cambridge o la entonación del peón caminero. Vine no era ningún esnob y a menudo sentía de entrada una propensión hacia el peón caminero. Su identificación de delincuentes se basaba en otros indicadores, algo intuitivos quizá, aunque Vine los llamaba sentido común.

Por lo tanto, cuando se encontró en el pub de Myringham llamado El caracol y la lechuga, tras haber descubierto que ahí era donde se reunían los amigos de Andy Griffin la mayoría de noches, sus antenas se pusieron a trabajar rápidamente para evaluar el potencial criminal de los cuatro hombres a los que había invitado a medias pintas de Abbot.

Dos de ellos se encontraban sin empleo. Eso no había inhibido su asistencia regular a El caracol y la lechuga, lo que Wexford habría excusado diciendo que los seres humanos necesitan circos igual que pan, lo que Burden habría llamado irresponsabilidad pero que Vine consideraba característico de los hombres que buscan maneras lucrativas de quebrantar la ley. De los otros, uno era electricista, que se quejaba de la disminución de trabajo debido a la recesión; el cuarto era mensajero de una empresa de entregas rápidas que se describió a sí mismo como un «correo móvil».

Una frase particularmente ofensiva a los oídos de Vine era eso tan a menudo oído en los tribunales, pronunciado por los acusados o incluso testigos: «Podría haberlo hecho». ¿Qué significaba? Nada. Menos que nada. Cualquiera, al fin y al cabo, podría haber estado casi en cualquier parte o hecho casi cualquier cosa.

Así que cuando el hombre sin empleo llamado Tony Smith dijo que Andy Griffin «podría haber estado» en El caracol y la lechuga la noche del 11 de marzo, Vine no le hizo caso. Los otros ya le habían dicho, días atrás, que aquella noche no le habían visto. Kevin Lesis, Roy Walker y Leslie Sedlar se mostraron inflexibles en que Andy no había estado con ellos, ni después en el Panda Cottage. Estaban menos seguros de su paradero actual.

Tony Smith dijo que podría haber estado en El caracol el domingo por la noche. Los otros no sabían decirlo. Aquella noche ellos no fueron al pub.

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