Ruth Rendell - Un Beso Para Mi Asesino
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Wexford dijo que le parecía sensato. Se preguntó cuál sería la situación de Daisy. ¿Necesitaría un tutor hasta que tuviera dieciocho años? ¿Cuándo cumplirá los dieciocho?
La señora Virson le cerró la puerta de la calle con cierta brusquedad, como si se tratara de alguien que a su modo de ver en otros tiempos, en una época mejor, se hubiera esperado que entrara y saliera por la puerta de servicio. Mientras se dirigía hacia su coche, un MG antiguo pero elegante entró por la verja abierta y Nicholas Virson bajó de él.
Saludó: «Buenas noches», lo que hizo que Wexford consultara su reloj alarmado, pero sólo eran las seis menos veinte. Nicholas entró en la casa sin mirar atrás.
Augustine Casey bajó la escalera vestido de esmoquin.
Si hubiera tenido algún temor acerca de cómo podría vestirse el amigo de Sheila para cenar en el Cheriton Forest, Wexford habría supuesto que lo haría con vaqueros y camiseta. No es que le hubiera importado. Habría sido problema de Casey, ponerse la corbata que el hotel le habría proporcionado o negarse y marcharse todos a casa. A Wexford no le habría importado ninguna de las dos cosas. Pero el esmoquin parecía invitar al comentario, aunque sólo fuera para compararlo con su traje gris no muy elegante. No se le ocurría nada que decir aparte de ofrecerle una copa a Casey.
Sheila apareció con una minifalda azul pavo real y una blusa también azul pavo real y esmeralda con lentejuelas. A Wexford no le gustó la manera en que Casey la miró de arriba abajo mientras ella le decía lo maravilloso que estaba.
Lo inquietante fue que todo salió bien durante media velada, la primera mitad. Casey habló. Wexford aprendió que las cosas solían ir bien mientras Casey hablaba, es decir, mientras hablaba de un tema elegido por él mismo, haciendo pausas para permitir que su público formulara preguntas inteligentes y educadas. Sheila, advirtió Wexford, era adicta a estas preguntas y parecía conocer los puntos precisos en los que interponerlas. Ella había intentado hablarles de un nuevo papel que le habían ofrecido, una magnífica oportunidad para ella, la protagonista de La señorita Julia de Strindberg, pero Casey tuvo poca paciencia con ello.
En el salón, habló de posmodernismo. Sheila pidió, humildemente resignada a que no se prestara más interés a su carrera:
– ¿Podrías darnos algunos ejemplos, Gus?
Y Casey dio un gran número de ejemplos. Entraron en uno de los varios comedores del hotel. Estaba lleno y ninguno de los hombres que estaban sentados a las mesas llevaba esmoquin. Casey, que ya se había tomado dos brandies, pidió otro e inmediatamente se fue al servicio.
Sheila siempre había parecido a su padre una mujer inteligente. A él le desagradaba tener que revisar esta opinión pero ¿qué otra cosa podía hacer cuando decía tamañas barbaridades?
– Gus es tan brillante que me pregunto qué ve en alguien como yo. Realmente me siento inferior cuando estoy con él.
– Qué base tan espantosa para una relación -dijo él, a lo que Dora respondió dándole una patada por debajo del mantel y Sheila pareció dolida.
Casey regresó riendo, algo que Wexford no le había visto hacer a menudo. Un comensal le había tomado por un camarero, le había pedido dos martinis secos y Casey había respondido con acento italiano que enseguida se los servía, señor. Esto hizo reír a Sheila de un modo desmesurado. Casey se tomó el brandy, montó un número encargando un vino especial. Estaba extremadamente jovial y empezó a hablar de Davina Flory.
Todo aquello de «no decir ni pío» y los policías al parecer estaba olvidado. Casey había visto a Davina en varias ocasiones, la primera en un almuerzo celebrado por el libro de otro; después, cuando ella entró en la oficina del editor de Casey y se encontraron en el «atrio», palabra que utilizó en lugar de «vestíbulo» y que ocasionó una disquisición por parte de Casey sobre las palabras elegantes y las importaciones inútiles de lenguas muertas. La interrupción de Wexford fue recibida como oportuna.
– ¿No sabía usted que publiqué en St. Giles Press? No es así, tiene razón. Pero ahora estamos todos bajo el mismo paraguas, o sombrilla tal vez sería la palabra más adecuada. Carlyon, St. Giles Press, Sheridan y Quick, ahora todos estamos en Carlyon Quick.
Wexford pensó en su amigo y cuñado de Burden, Amyas Ireland, editor de Carlyon-Brent. Todavía estaba allí, que él supiera. La absorción no le había afectado. ¿Serviría de algo telefonear a Amyas para obtener información acerca de Davina Flory?
Los recuerdos que tenía Casey no parecían ser gran cosa. Su tercer encuentro con Davina se había producido en una fiesta dada por Carlyon Quick en sus nuevos locales de Battersea, o «el quinto pino», como Casey lo llamó. Su esposo estaba con ella, un viejo «encanto», demasiado amable y cortés que en otro tiempo había sido el diputado de un distrito electoral en el que vivían los padres de Casey. Un amigo de Casey había recibido clases de él unos quince años antes en la facultad de Económicas de Londres. Casey le llamaba un «hombre encantador de cartón». Parte de este encanto había sido ejercido sobre las hordas de chicas de publicidad y secretarias que siempre asistían a estas fiestas, mientras la pobre Davina tenía que hablar con aburridos editores en jefe y directores de marketing. No es que ella hubiera pasado a un segundo plano, pero había dado sus opiniones con su voz de Oxford de los años veinte, aburriendo a todo el mundo con la política europea y detalles de algún viaje que ella y uno de sus esposos había realizado a La Meca en los años cincuenta. Wexford sonrió interiormente ante este ejemplo de proyección.
A Casey, personalmente, no le gustaba ninguno de los libros de Davina, con la posible excepción de Los anfitriones de Midian (Win Carver había descrito esta novela como la de menos éxito o la peor recibida por los críticos) y la definición que de ella hizo Casey fue la del lector sin discernimiento de Rebecca West. ¿Qué demonios le hacía pensar que podía escribir novelas? Era demasiado mandona y didáctica. No tenía imaginación. Estaba seguro de que ella era la única persona de la fiesta que no había leído su novela preseleccionada en el Booker, o al menos no quería tomarse la molestia de fingir que lo había hecho.
Casey se rió de su propio comentario. Probó el vino. Entonces fue cuando las cosas empezaron a ir mal. Probó el vino, hizo una mueca y utilizó su segunda copa de vino como escupidera para recibir el ofensivo bocado. Después entregó ambas copas al camarero.
– Este vino peleón es asqueroso. Lléveselo y tráigame otra botella.
Hablando de ello después con Dora, Wexford dijo que era curioso que nada de aquello hubiera sucedido el martes anterior en La Primavera. Allí Casey no era el anfitrión, dijo Dora. Y después de todo, si se prueba el vino y éste es realmente desagradable, ¿dónde se supone que se ha de escupir? ¿En la servilleta? Ella siempre encontraba excusas para Casey, aunque esta vez le resultó difícil. Por ejemplo, no tuvo mucho que decir en su defensa cuando, después de haber rechazado los entremeses, con tres camareros y el director del restaurante agrupados en torno a la mesa, él dijo al jefe de camareros que tenía tanta idea de nouvelle cuisine como una encargada de cocina de escuela.
Wexford y Dora no eran los anfitriones, pero el restaurante era de su barrio, y en cierto sentido eran responsables de ello. A Wexford le parecía también que Casey no era sincero en lo que hacía, todo era para producir un efecto, o incluso lo que en su juventud los ancianos llamaban «diablura». La comida transcurrió en un desdichado silencio, quebrado por Casey, después de haber rechazado su plato principal, diciendo en voz muy alta que, para empezar, no permitía que aquellos bastardos le amargaran. Volvió al tema de Davina Flory y empezó a hacer observaciones groseras acerca de su historia sexual.
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