Ruth Rendell - Un Beso Para Mi Asesino

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El libro arranca con la muerte de un policía en el atraco a un banco en el que inocentemente se ve envuelto y además, con un triple crimen perpetrado en una mansión. Casos aparentemente inconexos en cuya resolución se ve implicado el inspector jefe Wexford y que se verán seguidos de desconcertantes hechos que, como piezas de un complejo puzzle, tendrán que ser encajados adecuadamente para llegar al culpable.

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Burden levantó la mirada.

– Tal vez se la llevaron con ellos porque les vio o presenció los asesinatos. Pero ¿llevársela dónde y matarla cómo? ¿Y cómo devolvieron su coche al garaje?

El teléfono de Wexford sonó.

– ¿Karen?

– He sacado la cinta como me ha ordenado, señor. ¿Qué quiere que haga con ella?

– Que saquen una copia, me telefoneas y me dejas escuchar la cinta; después me la traes. A mi casa. La cinta y la copia. ¿Qué mensajes había?

– Hay tres. El primero es de una mujer que se llama Pam y creo que es hermana de Joanne. Lo he anotado. Dice que la telefonee para lo del sábado, sea lo que sea lo que eso significa. La segunda es de un hombre, parece un vendedor. Se llama Steve, no da su apellido. Dice que ha llamado a la tienda pero como no contestaban la ha telefoneado a casa. Es para hablar de los adornos de Pascua, dice, y que la llamará a casa. La tercera es de Naomi Jones.

– ¿Sí?

– Literalmente, dice: «Jo, soy Naomi. Me gustaría que alguna vez contestaras tú y no siempre esa máquina. ¿Puedes venir esta noche a las ocho y media y no antes? A mamá no le gusta que le interrumpan la cena. Lo siento, pero ya lo entiendes. Hasta luego».

Almuerzo en casa, los dos solos. No podía creerlo.

– Será escritor residente en el salvaje Oeste -dijo Wexford.

– No deberías alegrarte cuando a ella la hace tan infeliz.

– ¿De veras? Yo no veo ningún signo de infelicidad. Más probable es que se le esté cayendo la venda de los ojos y vea qué buena que será su ausencia.

Lo que Dora pudo haber dicho como respuesta a estas observaciones se perdió al sonar el teléfono. Karen dijo:

– Aquí lo tiene, señor. Me ha pedido que le ponga la cinta.

Como el murmullo de un fantasma, la voz de la mujer muerta le habló: «… A mamá no le gusta que le interrumpan la cena. Lo siento, pero ya lo entiendes. Hasta luego.»

Se estremeció. A mamá le habían interrumpido la cena. Una hora o dos después de ese mensaje habían interrumpido su vida para siempre. Wexford volvió a ver la tela roja, la mancha que se había esparcido, la cabeza que yacía sobre la mesa, la cabeza echada hacia atrás colgando sobre el respaldo de una silla. Vio a Harvey Copeland despatarrado en la escalinata y a Daisy arrastrándose junto a los cuerpos de sus muertos, arrastrándose hasta el teléfono para salvar su propia vida.

– No es necesario que me la traigas; gracias, Karen. Puede esperar.

A las tres y media partió para Myfleet y la casa donde Daisy Flory había encontrado refugio.

11

Lo primero que acudió a su mente fue que ella se hallaba en la postura de su abuela muerta. Daisy no le había oído entrar, no había oído nada, y estaba desplomada sobre la mesa con un brazo estirado y la cabeza al lado. Así había caído Davina Flory sobre una mesa cuando el revólver encontró su objetivo.

Daisy estaba abandonada a su dolor, su cuerpo temblaba aunque no hacía ningún ruido. La madre de Nicholas Virson le había indicado a Wexford dónde estaba Daisy, pero no le había acompañado hasta la puerta. Él la cerró tras de sí y dio unos pasos en lo que Joyce Virson había llamado «estudio pequeño». ¡Qué nombres daban esa gente a partes de sus casas que otros habrían denominado «invernadero» o «sala de estar»!

Era una casa con tejado de paja, una rareza en el vecindario. Una especie de esnobismo autodesaprobatorio podría hacer que sus propietarios lo llamaran un cottage, pero de hecho era una casa bastante grande, de tamaño medio o muy pequeñas, y varias asomaban bajo aguilones como párpados cerca del tejado. Éste era una formidable construcción de cañas, realizada con adornos y con un diseño tejido alrededor de las sobresalientes chimeneas.

Su popularidad en los calendarios había hecho vagamente absurdas las casas con tejados de paja, el blanco de cierta clase de ingenio. Pero si uno apartaba de la mente las imágenes de caja de bombones, esta casa podía parecer lo que era: una hermosa antigüedad inglesa, su jardín bello con las flores primaverales balanceadas por el viento, sus céspedes de un verde brillante resultado de un clima húmedo.

En el interior, cierta pobreza, un aire de «aprovechar y reparar», hizo dudar a Wexford de la primera evaluación que había hecho de los éxitos de Nicholas Virson en la ciudad. El pequeño estudio donde Daisy estaba desplomada sobre la mesa tenía una alfombra ajada y fundas de nailon en las sillas. Una aburrida planta de interior en el antepecho de la ventana tenía flores artificiales clavadas en la tierra a su alrededor para animarla.

Daisy emitió un leve sonido, un gemido, un reconocimiento quizá de la presencia de él.

– Daisy -dijo Wexford.

El hombro que no estaba vendado se movió un poco. Aparte de esto, no dio muestras de haberle oído.

– Daisy, por favor, deja de llorar.

Ella levantó la cabeza lentamente. Esta vez no hubo disculpa, no hubo explicación. Su rostro era como el de una niña, hinchado de tanto llorar. Él se sentó en la silla que había frente a ella. Era una mesa pequeña, como podría utilizarse en una habitación como aquélla para escribir, jugar a las cartas, cenar dos personas. Ella le miró, desesperada.

– ¿Quieres que vuelva mañana? Tengo que hablar contigo pero no es necesario que sea ahora.

El llanto la había vuelto ronca. Con una voz que él apenas reconoció dijo:

– Da lo mismo ahora que cualquier otro momento.

– ¿Cómo tienes el hombro?

– Ah, muy bien. No me duele, sólo está inflamado. -Entonces dijo algo que, si hubiera procedido de alguien mayor o de otra persona, él habría encontrado ridículo-: Lo que me duele es el corazón.

Fue como si hubiera oído sus propias palabras, las hubiera digerido y hubiera comprendido cómo sonaban, pues soltó una carcajada nada natural.

– ¡Qué estúpido parece! Pero es cierto… ¿por qué decir lo que es cierto suena a falso?

– Quizá -respondió él con suavidad- porque no es real. Lo has leído en alguna parte. A la gente realmente no le duele el corazón a menos que sufra un infarto, y en ese caso creo que suele doler el brazo.

– Ojalá fuera mayor como usted y sabia.

No podía tomarse esto en serio.

– ¿Te quedarás una temporada aquí, Daisy? -le preguntó.

– No lo sé. Supongo. Ahora estoy aquí, es un lugar como otro cualquiera. Hice que me sacaran del hospital. Allí estaba mal. Me sentía mal porque estaba sola y peor porque estaba con extraños. -Se estremeció-. Los Virson son muy amables. Preferiría estar sola, pero también tengo miedo de estar sola… ¿sabe lo que quiero decir?

– Creo que sí. Es mejor para ti que estés con tus amigos, con gente que te dejará sola cuando quieras estarlo.

– Sí.

– ¿Te sientes con ánimos de responder a unas cuantas preguntas referentes a la señora Garland?

– ¿Joanne?

Esto no era lo que había esperado. Se secó los ojos con los dedos, le miró parpadeando.

Wexford decidió no contarle sus temores. Ella podía saber que Joanne Garland se había marchado a algún destino desconocido pero no que era una «persona desaparecida», ni que ya suponían su muerte. Cuidando lo que decía, explicó que no la encontraban.

– No la conozco muy bien -dijo Daisy-. A Davina no le gustaba mucho. No la consideraba buena para nosotros.

Al recordar algo de lo que Brenda Harrison había dicho, Wexford se sorprendió y su asombro debió de asomar a su rostro, pues Daisy añadió:

– No quiero decir de una manera esnob. Con Davina no era una cuestión de clases. Quiero decir -bajó la voz-, tampoco le gustaban mucho… -señaló con el pulgar hacia la puerta- ellos. No tenía tiempo para la gente que consideraba sosa u ordinaria. La gente tenía que tener carácter, vitalidad, algo individual. Ella no conocía a gente corriente… bueno, excepto a los que trabajaban para ella, y tampoco quería que yo lo hiciera. Solía decir que quería que me rodeara de los mejores. Con mamá había fallado, pero tampoco le gustaba Joanne, nunca le había gustado. Recuerdo una frase que ella empleaba; decía que Joanne arrastraba a mamá a un «lodazal de ordinariez».

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