Ruth Rendell - Un Beso Para Mi Asesino

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El libro arranca con la muerte de un policía en el atraco a un banco en el que inocentemente se ve envuelto y además, con un triple crimen perpetrado en una mansión. Casos aparentemente inconexos en cuya resolución se ve implicado el inspector jefe Wexford y que se verán seguidos de desconcertantes hechos que, como piezas de un complejo puzzle, tendrán que ser encajados adecuadamente para llegar al culpable.

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Wexford apenas si había oído el final de esto. Se quedó atascado -y felizmente- en mitad de sus comentarios.

– ¿Se va a vivir a Nevada?

– Sí; bueno, un año. En un lugar que se llama Heights.

– ¿En Estados Unidos?

– Tiene intención de escribir su próxima novela mientras esté allí -dijo Sheila-. Será su obra maestra.

Wexford le dio un beso. Ella le rodeó el cuello con sus brazos. Caminando por la calle, Wexford habría podido ponerse a cantar. Todo iba bien, mejor que bien; se iban a pasar el día a Brighton y Augustine Casey se iba a América por un año, prácticamente emigraba. Oh, ¿por qué no se lo había dicho anoche y así él habría podido dormir bien? Era inútil preocuparse por eso entonces. Se alegraba de haber decidido ir al Olive a pie, podría tomarse una buena copa y celebrarlo.

Burden ya estaba allí. Dijo que había venido de Broom Vale donde, con un mandamiento judicial emitido dos horas antes, estaban registrando la casa de Joanne Garland. Su coche estaba en el garaje, un BMW gris oscuro. No tenía animales domésticos a los que alimentar o sacar a pasear. No había plantas que regar, ni flores marchitándose en jarrones. El televisor estaba desenchufado, pero algunas personas lo hacían cada noche antes de acostarse. Parecía que había abandonado la casa por voluntad propia.

Una agenda de sobremesa, con citas meticulosamente anotadas, sólo indicó a Burden que Joanne Garland había ido a una fiesta el sábado anterior y a almorzar el domingo con su hermana Pamela. Su visita a su madre estaba anotada para el martes 11 de marzo, y eso era todo. Los siguientes espacios permanecían en blanco. Tenía una letra pequeña, pulcra y muy recta, y había logrado hacer caber una gran cantidad de información en el espacio de dos centímetros y medio por siete y medio que había para cada anotación.

– Esto ya nos ha sucedido otras veces -dijo Wexford-, alguien que aparentemente desaparece y resulta que ha estado de vacaciones. Pero en ninguno de esos casos las personas desaparecidas han tenido una multitud de parientes y amigos, gente a quienes en ocasiones anteriores la persona desaparecida les ha comunicado que se iba. El hecho es que Joanne iba a Tancred House a las ocho y cuarto el martes por la noche. Era una persona superpuntual, nos dijo Daisy Flory; en realidad, por regla general llegaba demasiado temprano a las citas, así que podemos suponer que llegó a la casa poco después de las ocho.

– Si es que fue allí. ¿Qué vas a tomar?

Wexford no iba a decirle nada de sus celebraciones.

– Estaba pensando en un escocés, pero será mejor que me lo vuelva a pensar. La media cerveza amarga de costumbre.

Cuando regresó con las bebidas, Burden dijo:

– No tenemos ninguna razón para creer que fue a su cita.

– Sólo el hecho de que siempre lo hacía los martes -replicó Wexford-. Sólo el hecho de que la esperaban. Si no hubiera tenido que ir, ¿no habría telefoneado? Aquella noche no se recibió ninguna llamada telefónica en Tancred House.

– Pero Reg, ¿qué dices? No tiene sentido. Se trata de delincuentes corrientes, ¿no? Delincuentes dispuestos a disparar, que iban tras las joyas. Uno de ellos un extraño, el otro posiblemente con un conocimiento especial de la casa y sus ocupantes. Esto es, supuestamente, el porqué la bestia rubia, como le llama la señora Chowney, se dejó ver por los tres a los que mató y a la que intentó matar. El otro, el rostro conocido, se mantuvo fuera de la vista.

»Pero son ladrones típicos; no son de los que se llevan por la fuerza a un posible testigo y se deshacen de él en otro sitio, ¿no? ¿Entiendes lo que quiero decir con lo de que no tiene sentido? Si ella llegó a la puerta, ¿por qué no matarla a ella también?

– Porque la recámara del Magnum estaba vacía -respondió Wexford sin vacilar.

– Está bien. Si lo estaba. Hay otros medios para matar. Había matado a tres personas y no le importaría matar a una cuarta. Pero no, él y su compinche se la llevan. No como rehén, no por la información que ella puede poseer, sólo para deshacerse de ella en otra parte. ¿Por qué? No tiene sentido.

– Está bien. Lo has dicho tres veces, está claro. Si la mataron en Tancred House, ¿qué pasó con el coche de ella? ¿Ellos lo llevaron a su casa y lo aparcaron en su garaje?

– Supongo que podría estar implicada. Ella podría ser la otra persona. Sólo suponemos que era un hombre. Pero, Reg, ¿vale la pena siquiera considerarlo? Joanne Garland es una mujer de más de cincuenta años, una mujer de negocios con dinero y éxito, porque, Dios sabe cómo y por qué, esa galería es un éxito, funciona. Ella gana lo suficiente para ser independiente, por lo menos. Su coche es un BMW del año pasado, tiene un armario lleno de ropa de la que yo no sé nada pero Karen dice que es de grandes diseñadores, Valentino, Krizia y Donna Karan. ¿Alguna vez has oído hablar de ellos?

Wexford asintió.

– Leo los periódicos.

– Tiene toda clase de equipamiento que puedas imaginar. Una de las habitaciones es un gimnasio lleno de aparatos. Evidentemente es rica. ¿Por qué querría el dinero que algún perista pudiera darle por los anillos de Davina Flory?

– Mike, he pensado en algo. ¿Tiene contestador automático? ¿Cuál es su número de teléfono? Puede que haya algún mensaje grabado.

– No sé el número -respondió Burden-. ¿Puedes llamar a Información con ese aparato tuyo?

– Claro.

Wexford pidió el número y enseguida se lo dieron. En su mesa, situada en un oscuro rincón del salón del Olive, marcó el número de Joanne Garland. Sonó tres veces, después se oyó un suave clic y una voz que no era como ellos esperaban. No era una voz fuerte y agresiva, segura y estridente, sino suave, incluso tímida: «Habla Joanne Garland. En estos momentos no puedo hablar contigo, pero si quieres dejar un mensaje, te llamaré lo antes posible. Por favor, habla después de oír la señal».

La frase rutinaria recomendada por la mayor parte de literatura de los contestadores automáticos.

– Comprobaremos qué mensajes han dejado, si es que hay alguno. Voy a intentarlo otra vez y espero que esta vez se den cuenta y respondan ellos. ¿Está Gerry allí?

– Hinde -dijo Burden- está ocupado trabajando, pero en otro sitio. Ha construido lo que él llama una tremenda base de datos de todos los crímenes cometidos en esta zona en los últimos doce meses y está cotejándolos para encontrar coincidencias. Karen está allí y también Archbold y Davidson. Supongo que uno de ellos tendrá la sensatez de responder.

Wexford volvió a marcar el número. Sonó tres veces y el mensaje empezó a repetirse. La siguiente vez, Karen Malahyde tomó el auricular después del segundo timbrazo.

– Ya era hora -dijo Wexford-. ¿Sabes quién soy? ¿Sí? Bien. Escucha los mensajes del contestador. Si no sabes cómo funcionan estas cosas, tienes que buscar un botón que dice PLAY. Hazlo sólo una vez, anota lo que esté grabado y saca la cinta. Probablemente es de los que sólo reproducen lo mismo dos veces. ¿De acuerdo? Llámame a mi número personal -dijo a Burden-. No creo que esté involucrada en los asesinatos del martes por la noche, claro que no, pero creo que los vio. Mike, me pregunto si en lugar de registrar su casa no deberíamos estar buscando su cuerpo en Tancred.

– No está en los alrededores de la casa. No está en los edificios anexos. Sabes que lo hemos registrado.

– No hemos registrado los bosques.

Burden emitió una especie de gruñido.

– ¿Quieres la otra media?

– Yo iré por ellas.

Wexford se acercó a la barra con los vasos vacíos. Sheila y Augustine Casey ya estarían camino de Brighton. Con satisfacción -porque pronto terminaría, porque pronto sólo podrían oírle en Nevada-, imaginó la conversación que se produciría en el coche, más bien el monólogo, al dar Casey rienda suelta a torrentes de ingenio y talento, anécdotas maliciosas e historias de autobombo, mientras Sheila le escuchaba con arrebato.

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