Ruth Rendell - Un Beso Para Mi Asesino
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– ¡Qué nombres! Suena a guarida de especies en peligro. ¿Vive del paro?
– Más o menos. Hay algo curioso en él, Reg, aunque no sé decirte qué. Sé que no sirve de ayuda, pero lo que realmente estoy diciendo es que no hemos de perder de vista a Andrew Griffin. Sus padres dan la impresión de sentir desagrado por todo el mundo y han acumulado mucho resentimiento por alguna razón, o por ninguna, contra Harvey Copeland y Davina Flory, pero Andy… Andy les odia. Su actitud y su voz cambian cuando habla de ellos. Incluso dijo que se alegraba de que hubieran muerto… «Escoria» y «mierda» son palabras que utiliza al hablar de ellos.
– El Príncipe Azul.
– Sabremos algo más cuando averigüemos si realmente estuvo de pubs y en este Panda Cottage el martes.
Wexford consultó su reloj.
– Es hora de que vaya al hospital. ¿Quieres venir? Podrías hacer tú mismo algunas preguntas sobre Griffin a Daisy.
En cuanto hubo dicho estas palabras lo lamentó. Daisy se había acostumbrado a él, pero casi seguro que no querría que otro policía llegara con él y que lo hiciera sin habérselo anunciado. Pero no tenía que preocuparse. Burden no tenía intención de ir. Burden tenía una cita para efectuar otra entrevista a Brenda Harrison.
– Resistirá -dijo de Daisy-. Se sentirá mejor para hablar cuando haya salido de allí. Por cierto, ¿adonde irá cuando salga de allí?
– No lo sé -respondió Wexford despacio-. Realmente no lo sé. No se me había ocurrido.
– Bueno, no puede ir a casa, ¿no? Si es que es su casa; supongo que lo es. No puede volver al lugar donde ocurrió todo. Quizás algún día, pero no ahora.
– Volveré -dijo Wexford cuando se iba- para ver lo que las cadenas de televisión hacen por nosotros. Llegaré a tiempo para ver las noticias de las cinco cuarenta.
Una vez más, en el hospital, no se anunció sino que entró discretamente, casi en secreto. La doctora Leigh no estaba ni había ninguna enfermera. Llamó a la puerta de la habitación de Daisy, sin poder ver mucho a través del cristal esmerilado, sólo la forma de la cama, suficiente para saber que no tenía visitas.
Nadie respondió a su llamada. Claro que llegaba más temprano que en las ocasiones anteriores. Solo, sin acompañantes, no le gustaba abrir la puerta. Volvió a llamar, ahora seguro, sin ninguna prueba para ello, de que la habitación estaba vacía. Debía de haber una sala de estar y tal vez Daisy estuviera en ella. Se volvió y se tropezó con un hombre que llevaba una bata corta blanca. ¿El enfermero de turno?
– Estoy buscando a la señorita Flory.
– Daisy se ha ido a casa hoy.
– ¿Se ha ido a casa?
– ¿Es usted el inspector jefe Wexford? Ha dejado el recado de que le había telefoneado. Sus amigos han venido a por ella. Puedo darle el nombre, lo tengo en algún sitio.
Daisy había ido a casa de Nicholas Virson y su madre en Myfleet. Ésa era, entonces, la respuesta a la pregunta de Burden. Había ido a casa de sus amigos, quizá sus amigos más íntimos. Wexford se preguntó por qué no se lo había dicho el día anterior, pero quizá no lo sabía. Sin duda, habían estado en contacto con ella, la habían invitado y ella había accedido para escapar. Casi todos los pacientes desean escapar del hospital.
– Seguirá en observación -dijo el enfermero de turno-. Tiene que venir a hacerse un reconocimiento el lunes.
De nuevo en los establos, Wexford miró la televisión, las noticias de una cadena tras las de otra. Apareció en la pantalla la impresión que el artista había sacado del aspecto que tenía el asesino de Tancred. Al verlo de aquel modo, ampliado, de alguna manera más convincente que un dibujo en un papel, Wexford se dio cuenta de a quién le recordaba.
A Nicholas Virson.
El rostro que aparecía en la pantalla era exactamente tal como él recordaba el rostro de Virson junto a la cama de Daisy. ¿Coincidencia, casualidad y algo fortuito por parte del artista? ¿O alguna deformación inconsciente por parte de Daisy? Eso restaba valor al dibujo, que ahora había desaparecido de la pantalla para dejar paso a la boda de una estrella de cine. ¡La máscara que el asesino llevaba había servido para su propósito si el resultado era que hacía que se pareciera al amigo de la testigo!
Wexford estaba sentado frente al televisor, sin ver nada. Eran casi las seis y media, la hora en que Sheila y Augustine Casey habían dicho que llegarían. No tenía ganas de ir a casa.
Volvió a su escritorio, donde le esperaban una docena de mensajes. El de encima le indicó lo que ya sabía, que Daisy Flory podía ser localizada en casa de la señora Joyce Virson en Thatched House, Castle Lañe, Myfleet. Esto también le indicó algo que no sabía, un número de teléfono. Wexford se sacó su teléfono portátil del bolsillo y marcó el número.
Respondió una voz de mujer, superior, arrolladora, imperiosa.
– ¿Diga?
Wexford dijo quién era y que le gustaría hablar con la señorita Flory el día siguiente, por la tarde, hacia las cuatro.
– ¡Pero si es sábado!
Él dijo que ya lo sabía. No se podía negar.
– Bueno, supongo que sí. Si es necesario. ¿Sabrá encontrar esta casa? ¿Cómo vendrá? No se puede fiar del servicio de autobuses…
Él dijo que estaría allí a las cuatro y oprimió el botón de colgar. La puerta se abrió, una fuerte corriente de frío aire del atardecer barrió la habitación y apareció Barry Vine.
– ¿De dónde sales? -preguntó Wexford un poco agrio.
– Parece ridículo, pero ha desaparecido. La señora Garland. Joanne Garland. Ha desaparecido.
– ¿Qué significa que ha desaparecido? ¿Quieres decir que no está allí? No es lo mismo.
– Ha desaparecido. No dijo a nadie que se iba, no dejó ningún mensaje ni instrucciones a nadie. Nadie sabe adonde ha ido. No ha estado en su domicilio ni en la tienda desde el martes por la tarde.
10
Los viejos estaban mirando la televisión. Habían terminado su última comida del día; la habían servido a las cinco, y para ellos ya era la noche, pues no faltaba mucho para la hora de acostarse, que era a las ocho y media.
Sofás y sillas de ruedas estaban colocados formando un semicírculo frente al aparato. Los ancianos telespectadores se vieron ante una cara de bruto, la idea que tenía del asesino de Tancred el que había hecho el retrato robot. Era el tipo de rostro que en otro tiempo, mucho tiempo atrás, se definía con la frase «una bestia rubia». Y ésta es la expresión que uno de ellos, una mujer, utilizó para describirle, pronunciándolo con un alto susurro al hombre que tenía a su lado:
– ¡Mírale, una auténtica bestia rubia!
Ella parecía una de las residentes más animadas de la residencia de jubilados de Caenbrook, y Burden sintió alivio cuando fue a su silla hacia donde les acompañó, a él y al sargento Vine, la delgada muchacha de aspecto preocupado que les había recibido. La mujer se volvió, sonrió, y la sorpresa pronto dio lugar a un auténtico placer cuando comprendió que las visitas, quienesquiera que fueran, eran para ella.
– Edie, alguien quiere verte. Son policías.
La sonrisa prosiguió. Se ensanchó.
– Eh, Edie -dijo el anciano a quien ella había hablado en susurros-, ¿qué has estado haciendo?
– ¿Yo? Ojalá hubiera tenido oportunidad de hacer algo.
– Señora Chowney, soy el inspector Burden y éste es el sargento detective Vine. Me pregunto si podríamos hablar con usted. Deseamos conocer el paradero de su hija.
– ¿Cuál? Tengo seis.
Como Burden dijo a Wexford más tarde, eso casi le sorprendió. Sin duda le dejó mudo, aunque brevemente. Edie Chowney arregló la situación anunciando con orgullo -a un público que, evidentemente, lo había oído ya muchas veces- que también tenía cinco hijos. Todos vivos, todos se ganaban la vida, todos vivían en aquel país. A Burden le pareció espantoso, algo que en otras muchas sociedades sería incomprensible, que de esos once hijos ninguno se hubiera llevado a su madre a vivir con él, bajo su ala. En realidad, para evitarlo, habían preferido reunir el dinero, entre todos, probablemente, para mantenerla en este sin duda costoso callejón sin salida para los viejos a quienes nadie quería.
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