Ruth Rendell - Un Beso Para Mi Asesino
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Mientras recorrían el corredor para ir a la habitación de la señora Chowney, plan propuesto por la delgada cuidadora, lo que provocó más obscenidades por parte del anciano, Burden reflexionó que uno de esos diez hermanos de Joanne Garland habría podido ser una mejor fuente para la información que buscaba. Pero en eso se equivocaba, pues Edie Chowney, al caminar hacia su habitación sin ayuda, acompañándoles y quejándose a la cuidadora de que la calefacción no era ni mucho menos adecuada, demostró tener perfecto dominio de sus facultades mentales y una manera de hablar como de alguien treinta años más joven.
Parecía estar llegando a los ochenta, ser una mujer animada, delgada pero ancha. Era un cuerpo fuerte que había dado a luz a muchos hijos. Llevaba su fino pelo teñido castaño oscuro. Sólo sus manos, como raíces de árboles y con los nudillos protuberantes, revelaban que una artritis debía de haberla traicionado y enviado a Caenbrook.
La habitación contenía el mobiliario básico y las posesiones de Edie Chowney. La mayoría, fotografías enmarcadas. Estas llenaban el antepecho de la ventana y la mesa, la mesilla de noche y la pequeña librería, gente retratada con su propia posteridad, sus esposas, sus perros, sus hogares al fondo, todos ellos entre cuarenta y cincuenta y cinco años. Uno probablemente era Joanne Garland, pero no había manera de saber cuál.
– Tengo veintiún nietos -dijo la señora Chowney cuando le vio que miraba-. Tengo cuatro biznietos y con un poco de suerte, si el mayor de Maureen lo consigue, tendré un tataranieto un día de éstos. ¿Qué quieren saber de Joanne?
– Adonde ha ido, señora Chowney -dijo Barry Vine-. Nos gustaría conocer la dirección de donde está. Sus vecinos no lo saben.
– Joanne no tuvo hijos. Se casó dos veces pero no tuvo hijos. Las mujeres de mi familia no son estériles, así que imagino que fue por elección. En mi época no podíamos elegir mucho, pero los tiempos cambian. Joanne es demasiado egoísta, no habría soportado el ruido y el alboroto que arman los niños. Siempre hay alboroto cuando hay niños. Yo lo sé, he tenido once. Hay que tener en cuenta que ella era la mayor de las chicas, así que lo sabía.
– Joanne se ha ido, señora Chowney. ¿Puede usted decirnos adonde?
– Su primer esposo era un gran trabajador, pero nunca prosperó. Ella se divorció. A mí no me gustó eso, dije, eres la primera persona de nuestra familia que acude ante un tribunal de divorcios, Joanne. Pat se divorció más adelante y también Trev, pero Joanne fue la primera. De todas maneras, conoció a este hombre rico. ¿Saben lo que él solía decir? Decía: Sólo soy un pobre millonario, Edie. Bueno, ellos se corrían grandes juergas; gastar, gastar, gastar, pero todo fracasó. Él tuvo que pagar… oooh, ella le hizo pagar gusto y ganas. Así es como consiguió esa casa e inició ese negocio que tiene y se compró ese gran coche y todo. Ella me paga esto. Cuesta tanto estar aquí como en un hotel elegante de Londres, lo cual resulta un misterio cuando uno mira alrededor. Pero ella paga, los otros no podrían.
Burden tuvo que detener la marea. Edie Chowney sólo había parado para tomar aliento. Él había oído hablar de la verborrea de la gente solitaria cuando por fin encuentran compañía, pero esto (como se dijo a sí mismo) era ridículo.
– Señora Chowney…
Ella dijo, con más aspereza:
– Está bien. Ya lo sé. Hablo demasiado. No es la edad, es que soy así, siempre he sido charlatana, mi esposo solía reñirme. ¿Qué querían saber de Joanne?
– ¿Dónde está?
– En casa, por supuesto, o en la tienda. ¿Dónde, si no, podría estar?
– ¿Cuándo la vio por última vez, señora Chowney?
La mujer hizo algo curioso. Fue como si estuviera recordando sobre qué hijo en particular le estaban preguntando. Miró la colección de fotografías que había junto a la cama, hizo una pausa para calcular, seleccionó una en color que estaba en un marco de plata y la miró, asintiendo con la cabeza.
– Sería el martes por la noche. Sí, eso es, el martes, porque fue el día que viene el callista y siempre viene los martes. Joanne vino mientras tomábamos el té. Hacia las cinco. Quizá las cinco y cuarto. Dije, llegas pronto, ¿y la tienda?, y ella dijo, la galería, madre, siempre dices eso, no pasa nada, Naomi está en la galería hasta la media. ¿Sabe a quién se refería? Naomi es una de las que asesinaron, no, masacrado, como dicen en la tele, masacrado en Tancred House. ¿No les parece que fue terrible? Supongo que han oído hablar de ello; bueno, claro que sí, si son policías.
– Mientras su hija estaba con usted, ¿le dijo algo de ir a Tancred House aquella noche?
La señora Chowney entregó a Burden la fotografía.
– Ella siempre iba allí el martes por la noche. Ella y esa pobre Naomi, la que masacraron, hacían las cuentas de la tienda. Ésa es Joanne, se la hicieron hace cinco años, pero no ha cambiado mucho.
La mujer parecía ir excesivamente bien vestida con un traje rosa brillante con botones dorados. Una gran cantidad de bisutería dorada le rodeaba el cuello y le colgaba de las orejas. Era alta y poseía buena figura. Llevaba el pelo, rubio, peinado de un modo bastante rígido y complicado y parecía ir muy maquillada, aunque esto era difícil de saber.
– ¿No le dijo que se iba de vacaciones?
– No se iba -dijo Edie Chowney con aspereza-. No se iba a ir a ninguna parte. Me lo habría dicho. ¿Qué les hace pensar que se ha marchado?
A Burden no le gustaba responder a esa pregunta.
– ¿Cuándo espera que vuelva a visitarla?
Su voz denotó amargura.
– Tres semanas. Unas buenas tres semanas. No será antes. Joanne nunca viene más de una vez cada tres semanas y a veces pasa un mes. Ella paga y cree que ya ha cumplido con su deber. Viene cada tres semanas, se queda diez minutos y cree que es una buena hija.
– ¿Y sus otros hijos?
Se lo preguntó Vine. Burden había decidido no hacerlo.
– Pam viene. Quiero decir, sólo vive a dos calles de aquí, así que venir cada día no la mataría. No viene cada día. Pauline está en Bristol, o sea que no puedo esperar que lo haga, y Trev trabaja en una torre de perforación de petróleo. Doug está en Telford, esté donde esté eso. Shirley tiene cuatro hijos y ésa es su excusa, aunque Dios sabe que todos son ya adolescentes. John pasa por aquí cuando le va bien, lo cual no es a menudo, y el resto aparecen hacia las fiestas navideñas. Ah, todos vienen juntos en Navidad, un verdadero ejército. ¿De qué me sirve eso? Se lo dije la última Navidad, ¿de qué me sirve que vengáis todos a la vez? Siete de ellos en Nochebuena, juntos, Tev y Doug y Janet y Audrey y…
– Señora Chowney -interrumpió Burden-, ¿puede darnos la dirección de… -vaciló, sin saber cómo expresarlo- uno o dos de sus hijos que vivan más cerca? ¿Quién vive cerca de aquí y podría saber adonde ha ido su hija Joanne?
Eran las ocho cuando Wexford por fin se fue a su casa. Cuando el coche llegó a la verja principal y Donaldson bajó para abrirla, observó algo atado a cada poste. Había demasiada oscuridad bajo los árboles para distinguir algo más que unos bultos informes.
Encendió la luz, bajó del coche y fue a mirar. Más ramos de flores, más tributos a los muertos. Esta vez, dos, uno en cada poste de la verja. Eran ramos sencillos pero arreglados de un modo exquisito: uno un ramillete Victoriano de violetas y primaveras y el otro una gavilla de narcisos blancos e hiedra verde oscuro. Wexford leyó una tarjeta: «Con todo mi pesar por la gran tragedia del 11 de marzo». El otro decía: «Estas muertes violentas tienen finales violentos y en su triunfo mueren». Regresó al coche y Donaldson cruzó la verja. El mensaje del primer ramo de flores dejado en el poste parecía inofensivo, una cita bastante apta sacada de Antonio y Cleopatra; bueno, apta si uno había admirado de modo extravagante a Davina Flory. El segundo tenía un matiz ligeramente siniestro. Era probable que también se tratara de Shakespeare, pero no pudo situarlo.
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