Ruth Rendell - Un Beso Para Mi Asesino
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Apartando los ojos de un documental sobre matanza de leones y destripamiento de fieras salvajes, Mark dijo feliz:
– Herida y sangrando.
Hizo un gesto afirmativo y señaló a su padre con el silbato.
– Oh, Dios, tengo que acostarle. Déjame terminar esto, Mark. Mientras Andy está en la parte de atrás para recoger el coche y X está realizando una matanza en el comedor, Joanne Garland llega en taxi. Una vez más tiene miedo de conducir porque ha tomado una o dos copas…
– ¿Dónde? ¿Con quién?
– Eso está por ver. Hay que descubrirlo. Pagó al taxista y éste se fue. La intención de Joanne era telefonear a otro taxi cuando hubiera terminado de mirar los libros de cuentas con Naomi. Son las ocho y diez. No se la espera allí hasta las ocho y media, pero sabemos que era una de esas personas superpuntuales que siempre llegan temprano.
»La puerta delantera está abierta. Ella entra, quizá llama a Naomi. Ve el cuerpo de Harvey despatarrado en la escalera, quizás oye el último disparo. ¿Se da la vuelta y echa a correr? Quizás. Andy ya ha aparecido con el jeep. Baja de éste de un salto y agarra a Joanne. X sale, mata a Joanne, con el sexto y último cartucho de la recámara, y meten su cuerpo en la parte de atrás.
«Temiendo encontrarse con alguien en la carretera, Gabbitas, nosotros, algún visitante, se van por el bosque, utilizando caminos por los que puede circular un jeep pero no un coche corriente. -Burden levantó a su hijo del suelo y apagó el televisor. El niño seguía aferrando su silbato-. Con algunas rectificaciones secundarias, sugiero que es la única manera en que pudo ocurrir.
Wexford dijo:
– ¿Por qué discutieron los Harrison y los Griffin?
La indignación había deformado brevemente el rostro de Burden. ¿Eso era todo? ¿Era la única reacción que provocaba su análisis? Se encogió de hombros.
– Andy intentó violarla.
– ¿Qué?
– Eso es lo que ella dice. Los Griffin afirman que ella se le insinuaba. Al parecer, él intentó hacer una especie de chantaje en ese sentido y Brenda se lo contó a Davina Flory. Por tanto, los Griffin tuvieron que marcharse.
– Será mejor que le encontremos, Mike.
– Le encontraremos -dijo Burden, y se llevó a su hijo a la cama.
Mientras subía la escalera, Mark disparaba con el silbato por encima de su hombro y gritaba sin parar:
– Herida y sangrando, herida y sangrando.
13
¿No tenían más amigos que los Virson y Joanne Garland, esta familia rica y distinguida, cuyo núcleo era una famosa escritora y un economista y ex diputado? ¿Dónde estaban las amigas del colegio de Daisy? ¿Los conocidos locales?
Estas cuestiones habían interesado a Wexford desde el principio. Pero la naturaleza del crimen era tal, que excluía hasta entonces el que los miembros del público que cumplían con la ley resultaran implicados, y la investigación usual en un caso de asesinato de todos los conocidos de las víctimas no se había llevado a cabo. Simplemente se le había ocurrido, mientras hablaba con Daisy, y en menor grado con los Harrison y Gabbitas, que parecía existir una ausencia de amigos de la familia Flory.
El funeral le demostró cuánta razón tenía… y qué equivocado estaba. A pesar de la fama de una de las fallecidas y la distinción, por asociación con ella, de los demás, él había supuesto que los que lloraban a Davina Flory y a su familia esperaban para asistir al funeral. Daisy, así como Joyce Virson, había dicho que se celebraría un servicio. Se había sugerido St. James, Piccadilly, antes de dos meses. El servicio celebrado en la iglesia parroquial de Kingsmarkham seguramente reuniría a una pequeña congregación, unas cuantas personas que sólo irían hasta el distante cementerio. Resultó que había cola.
Jason Sebright, del Kingsmarkham Courier tomaba nombres ante las puertas de la iglesia cuando él llegó. Wexford percibió rápidamente que la cola era la prensa y se abrió paso entre ellos mostrando su placa. La iglesia de St. Peter era muy grande, una de esas iglesias inglesas que en cualquier otra parte se llamaría catedral, con una nave enorme, diez capillas laterales y un coro y presbiterio grande como una iglesia de pueblo. Estaba casi llena.
Sólo los bancos delanteros del lado derecho esperaban a sus ocupantes, y unos cuantos asientos repartidos entre la congregación. Wexford se dirigió hacia uno de éstos, un espacio vacío junto al pasillo, a la izquierda. La última vez que había estado allí había sido para entregar a Sheila en matrimonio a Andrew Thorverton, la última vez que se había sentado así, en el centro de la iglesia, había sido para oír sus amonestaciones. Un matrimonio que había acabado mal, una o dos aventuras amorosas y ahora Augustine Casey… Apartó este pensamiento de su mente y observó a la congregación. Un voluntario tocaba el órgano, probablemente una pieza de Bach.
La primera persona a la que reconoció fue alguien a quien había conocido en la presentación de un libro, a la que había asistido llevado por Amyas Ireland. El libro, recordaba, era una saga familiar con un policía en cada generación desde los tiempos Victorianos, y el editor del autor era este hombre que se hallaba tres filas más adelante. Todos los demás del banco le parecieron editores, aunque no habría sabido decir por qué. Identificó (asimismo sin mucho fundamento) a una mujer rolliza con el pelo amarillo y un gran sombrero negro como la agente de Davina Flory.
La preponderancia de mujeres de edad, algunas de ellas de aspecto erudito, en grupos o sentadas solas, le hizo creer que se trataba de antiguas compañeras de Davina, quizá de los lejanos días de Oxford. Por las fotografías que había visto en los periódicos, reconoció a una distinguida novelista setentona. ¿No era el ministro de Cultura el que estaba en el banco junto a ella? Su nombre escapaba a Wexford en aquel momento, pero era él. Un hombre con una rosa roja en el ojal -¿de gusto cuestionable?- que había visto en la televisión estaba en los bancos de la Oposición. ¿Un viejo amigo parlamentario de Harvey Copeland? Joyce Virson había conseguido un sitio muy adelante. No había señales de su hijo. Y no se veía ni una sola chica joven.
En el momento en que se preguntaba quién ocuparía el asiento vacío que había a su lado, Jason Sebright se apresuró a sentarse en él.
– Hay hordas de literatos -dijo alegre, incapaz de ocultar que estaba disfrutando de la ocasión-. Voy a escribir un artículo titulado «Los amigos de una gran mujer». Aunque reciba nueve negativas de cada diez, conseguiré al menos cuatro entrevistas en exclusiva.
– Prefiero mi trabajo al tuyo -dijo Wexford.
– He aprendido mi técnica de la televisión norteamericana. Soy medio americano; paso las vacaciones allí, visitando a mi padre. -Esto lo dijo con una horrible parodia de acento del medio Oeste-. Tenemos mucho que aprender en este país. En el Courier siempre van con pies de plomo, hay que tratar a todo el mundo con guantes de seda y lo que yo…
– Chsss. Va a empezar.
La música había cesado. Se hizo el silencio. No se oía ni un susurro. Fue como si la congregación hubiera cesado de respirar. Sebright se encogió de hombros y se llevó un dedo a los labios. El silencio era de un tipo que sólo se produce en una iglesia: opresivo, frío, pero para algunos trascendente. Todos esperaban, expectantes y cada vez más sobrecogidos.
Los primeros acordes del órgano rompieron el silencio con una fuerte y terrible multiplicación de decibelios. Wexford apenas podía creer lo que oía. No la Marcha fúnebre de Saúl, ya no se oía la Marcha fúnebre de Saúl. Pero lo era. Dum-dum-di-bum-dum-di-dum-di-dum-dum-bum, murmuró en voz baja. Los tres ataúdes eran llevados por el pasillo con inefable lentitud al compás de aquella maravillosa y terrible música. Los hombres que los portaban sobre los hombros avanzaban con los pasos de una majestuosa pavana. Alguien con un gran sentido del dramatismo se había ocupado de aquello, alguien joven, ardiente e impregnado de tragedia.
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