– Lo utilizaban para que los pobres diablos de los asilos anduvieran arriba y abajo -explicó Wexford-. Ella lo tiene por diversión.
– Bueno, para estar en forma, señor.
– ¿Y todo eso es para estar en forma?
Volvían a estar en el dormitorio, donde se encontraron frente a la más amplia colección de cosméticos y productos de belleza que él jamás había visto en los grandes almacenes. Estos artículos no se hallaban en los cajones de un tocador o en un estante, sino metidos en un gran armario, que estaba allí exclusivamente para ellos.
– Hay otro montón en el cuarto de baño -dijo Karen.
– Esto podría levantar a un muerto -dijo Wexford, sosteniendo una botella marrón con un tapón dorado y cuentagotas. Destapó un frasco y olió su contenido, una crema amarilla con un fuerte aroma dulzón-. Ésta te la podrías comer. No sirven para nada, ¿verdad?
– Supongo que da esperanzas a las pobres viejas -dijo Karen con la arrogante indiferencia de los veintitrés años-. Se cree lo que se lee, ¿no le parece, señor? Se cree lo que se lee en las etiquetas. La mayoría de la gente lo hace.
– Supongo que sí.
Lo que más le sorprendió fue lo ordenado que estaba el lugar. Como si su propietaria se hubiera ido y hubiera sabido de antemano que se iba. Pero nadie se marcha sin avisárselo a nadie. Una mujer con una familia tan numerosa como Joanne Garland no se marcha sin decir una palabra a su madre, a sus hermanos. Su mente regresó a aquella noche y la historia de Burden. No era una historia satisfactoria, pero tenía sus puntos positivos.
– ¿Cómo va lo de comprobar todas las compañías de taxis del distrito?
– Hay muchas, señor, pero estamos terminando.
Wexford intentó pensar en las posibles razones por las que una mujer soltera, de edad madura, de repente se va de viaje en marzo sin decírselo a su familia, a sus vecinos o a su socia. ¿Algún amante del pasado que había aparecido y la había raptado? Poco probable en el caso de una mujer de negocios de cincuenta y cuatro años de carácter práctico. ¿Una llamada desde el otro lado del mundo comunicándole que alguien íntimo estaba muriendo? En este caso, lo habría dicho a su familia.
– Karen, ¿su pasaporte estaba en la casa?
– No, señor. Pero es posible que no lo tuviera. Podríamos preguntar a sus hermanas si alguna vez había ido al extranjero.
– Podríamos. Lo haremos.
De nuevo en los establos de Tancred House, le pasaron una llamada. No era nadie conocido y ni siquiera había oído hablar de él: el director suplente de la prisión de Royal Oak, en las afueras de Crewe, en Cheshire. Claro que lo sabía todo de Royal Oak, la famosa cárcel de alta seguridad, una cárcel de categoría B que se llevaba como comunidad terapéutica y aun así, años después de que estas teorías dejaran de estar de moda, se atenía al principio de que los criminales pueden ser «curados» mediante terapia. Aunque con el mismo índice de reincidencia que en cualquier otra prisión británica, al menos parecía que no hacía peores a sus internos.
El director suplente dijo que tenía un prisionero que quería ver a Wexford, que había pedido por él por su nombre. El prisionero cumplía una larga sentencia por intento de asesinato y robo con violencia y en la actualidad se hallaba en el hospital de la prisión.
– Él cree que va a morir.
– ¿Y es cierto?
– No lo sé. Se llama Hocking, James. Se le conoce como Jem Hocking.
– Nunca he oído ese nombre.
– Él ha oído hablar de usted. Kingsmarkham, ¿no? Conoce Kingsmarkham. ¿No mataron allí a un agente de policía hace un año?
– Ah, sí -respondió Wexford-. Así es.
George Brown. ¿Era Jem Hocking el hombre que había comprado un coche a nombre de George Brown?
La señora Griffin les dijo que Andy todavía no había regresado.
– Pero recibimos una llamada telefónica, ¿verdad, Terry? Nos llamó anoche desde el norte. ¿Dónde dijo que estaba, Terry? ¿Manchester?
– Llamó desde Manchester -afirmó Terry Griffin-. No quería que nos preocupáramos, quería que supiéramos que estaba bien.
– ¿Estaban ustedes preocupados?
– No es cuestión de si nosotros estábamos preocupados o no. Es una cuestión de que Andy pensara que podíamos estar preocupados. Pensamos que era muy considerado por su parte. No todos los hijos llaman a su mamá y a su papá para decirles que están bien cuando sólo llevan dos días fuera. Te preocupas cuando va con esa moto. Yo no elegiría una moto, pero ¿qué se ha de comprar un chico joven con el precio que tienen los coches? Fue muy considerado y atento llamándonos.
– Típico de Andy -dijo su madre complacida-. Siempre ha sido un chico muy considerado.
– ¿Dijo cuándo iba a regresar?
– No se lo pregunté. No espero que nos cuente todos sus movimientos.
– ¿Y no saben su dirección en Manchester?
La señora Griffin se había vuelto a mostrar demasiado susceptible y la relación era demasiado tensa para que se arriesgara a perturbarla formulando preguntas claras de esa naturaleza.
La mujer llamada Bib hizo entrar a Wexford en la casa. Llevaba un chándal rojo con un delantal por encima. Cuando Wexford dijo que la señora Harrison le esperaba, ella soltó una especie de gruñido e hizo un gesto de asentimiento pero no dijo una palabra. Caminó delante de él con un paso alegre como alguien que ha estado demasiado tiempo a bordo de un barco.
Brenda Harrison se encontraba en el invernadero. Éste estaba caliente, ligeramente húmedo y se percibía un olor dulce. El perfume procedía de un par de limoneros que estaban en macetas de loza azul y blanca. Estaban floridos y tenían frutos, las flores blancas y cerosas. La mujer había estado ocupada con la regadera, abono para las plantas de interior y trapos para sacar brillo a las hojas.
– Para quién es todo esto estoy segura de que no lo sé.
Las cortinas estampadas en blanco y azul estaban recogidas en volantes arriba, en el techo de cristal. Queenie, la gata persa, estaba sentada en uno de los antepechos, sus ojos fijos en un pájaro que estaba sobre una rama. El pájaro cantaba en la lluvia y sus cadencias hacían castañetear los dientes de la gata.
Brenda estaba de rodillas y se levantó, se secó las manos en el delantal y se hundió en una silla de mimbre.
– Me gustaría oír su versión, la de los Griffin. Realmente me gustaría oír lo que le contaron.
En esto Wexford se negó a complacerla. No dijo nada.
– Claro que estaba decidida a no decir una palabra. No a ustedes, quiero decir. No era justo para Ken. Bueno, así es como yo lo veía. No me parecía agradable para Ken. Y cuando uno lo piensa, si Andy Griffin se encaprichó conmigo por alguna razón e intentó todo aquel curioso asunto, ¿qué tiene eso que ver con los criminales que dispararon a Davina, Harvey y Naomi? Bueno, nada, ¿no?
– Hábleme de ello, señora Harrison, por favor.
– Supongo que debo hacerlo. Es muy desagradable. Sé que parezco mucho más joven de lo que soy, bueno, la gente siempre me lo dice, así que quizá no debería haberme sorprendido que Andy se portara como un fresco conmigo.
Era una expresión que Wexford hacía años que no oía. Se maravilló de la vanidad de la señora Harrison, la ilusión que hacía que esta mujer arrugada y marchita imaginara que no aparentaba sus cincuenta y tantos años. Y además, ¿por qué resultaba tan agradable y digno de orgullo el parecer más joven de lo que uno era? Eso siempre le había asombrado. Como si hubiera alguna virtud particular en el hecho de aparentar cuarenta y cinco cuando se tenían cincuenta. ¿Y qué aspecto se tenía, de todos modos, a los cincuenta?
Ella le miraba fijamente, buscando las palabras con las que revelarlo o quizás ofuscarlo.
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