Ruth Rendell - Un Beso Para Mi Asesino

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El libro arranca con la muerte de un policía en el atraco a un banco en el que inocentemente se ve envuelto y además, con un triple crimen perpetrado en una mansión. Casos aparentemente inconexos en cuya resolución se ve implicado el inspector jefe Wexford y que se verán seguidos de desconcertantes hechos que, como piezas de un complejo puzzle, tendrán que ser encajados adecuadamente para llegar al culpable.

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Él se echó a reír.

– ¿Padre? ¿Desde cuándo me llamas padre?

– Está bien, no te llamaré nada. Escúchame, por favor. Le amo con todas mis fuerzas. ¡Jamás le abandonaré!

– Ahora no estás en un escenario -dijo Wexford desagradable. Oyó que ella contenía el aliento-. Y si sigues así, francamente, dudo que jamás vuelvas a estarlo.

– Me pregunto -replicó ella distante… ¡Oh, había heredado muchas cosas de él!-. Me pregunto si alguna vez se te ha ocurrido pensar en lo inusual que es para una hija estar tan cerca de sus padres como he estado contigo y con madre; os llamo dos veces a la semana, siempre voy a visitaros. ¿Alguna vez os habéis preguntado por qué?

– No. Sé por qué. Es porque siempre nos hemos mostrado agradables, amables y cariñosos contigo, porque te hemos mimado muchísimo y nos hemos dejado pisar por ti, y ahora que he reunido fuerzas para enfrentarme a ti y decirte algunas verdades acerca de ti y ese horrible pseudo…

No terminó la frase. No llegó a decir lo que iba a citar como consecuencia de sus «fuerzas», y ahora había olvidado lo que era. Antes de poder decir una sola palabra más, ella le había colgado.

Sabía que no debería haberle hablado de aquella manera. Su madre, mucho tiempo atrás, utilizaba una frase de arrepentimiento que quizás era frecuente en su juventud: «¡Que vuelva todo lo que he dicho!». ¡Si fuera posible que volviera todo lo que uno ha dicho! Pronunciando esas palabras de su madre, para anular el insulto y el sarcasmo, para hacer desaparecer cinco minutos. Pero no era posible, y nadie sabía mejor que él que ninguna palabra pronunciada podía perderse nunca, sólo, un día, al igual que todo lo demás que ha sucedido jamás en la existencia humana, podría ser olvidada.

Llevaba el teléfono en el bolsillo. El tren, como era usual aquellos días, estaba lleno de gente que utilizaba teléfono, la mayoría hombres que efectuaban llamadas de negocios. Hacía poco tiempo que todavía resultaba una novedad, pero ahora era corriente. Podía telefonearle, tal vez estuviera en casa. Quizá le colgaría cuando oyera su voz. A Wexford, que normalmente no se preocupaba de la opinión de los demás, le desagradaba la idea de que los demás pasajeros presenciaran el efecto que esto produciría en él.

Pasaron un carrito con café y esos bocadillos omnipresentes, de los que le gustaban y que iban en cajas de plástico tridimensionales. En este mundo hay dos clases de personas -es decir, entre los que se alimentan-, los que cuando están preocupados comen para consolarse y a los que la ansiedad les mata el apetito. Wexford pertenecía a la primera categoría. Había desayunado y, presumiblemente, almorzaría, pero aun así se compró un bocadillo de tocino y huevo. Comió con atención, esperando que el encuentro en Royal Oak hasta cierto punto apartara a Sheila de su mente.

En Crew tomó un taxi. El taxista conocía bien la prisión, dónde estaba y qué clase de institución era. Wexford se preguntó quiénes serían habitualmente los pasajeros que llevaba allí. Quizá visitas, personas buenas y esposas. Uno o dos años atrás se había producido un movimiento para permitir las visitas conyugales en privado, pero éstas habían sido hábilmente vetadas. El sexo evidentemente se encontraba entre las primeras amenidades que no debían tolerarse.

La prisión resultó estar adentrada en el campo, en, según el taxista, el valle del río Wheelock. Royal Oak, explicó a Wexford en un tono practicado como de guía, procedía de un antiguo árbol, desaparecido mucho tiempo atrás, en el que el rey Carlos se había escondido de sus enemigos. No dijo qué rey Carlos y Wexford se preguntó cuántos árboles como aquél proliferaban en Inglaterra, tantos como camas en las que había dormido Isabel I, seguro. Sin duda había uno en Cheriton Forest, un lugar favorito para hacer pic-nic. Carlos debió de pasar años de su vida trepando a ellos.

Enorme, extenso, horrible. Seguramente era el muro más alto y más largo de las Midlands. No había árboles. Era tan árida en realidad la llanura en la que el grupo de edificios de ladrillo rojo se erguía, que su nombre resultaba absurdo: «La prisión de Su Majestad: Royal Oak» [6]. Había llegado.

¿Volvería el taxi a por él? El taxista le ofreció la tarjeta de la empresa de taxis. Podía telefonear. El taxi desapareció bastante rápido, como si, a menos que se efectuara una salida rápida, pudiera tener problemas para marcharse.

Uno de los directores, un hombre llamado David Cairns, le ofreció una taza de café en una agradable habitación con alfombra en el suelo y carteles enmarcados en las paredes. El resto del lugar se parecía a las demás cárceles, pero olía mejor. Mientras Wexford se tomaba su café, Cairns dijo que suponía que conocía lo de Royal Oak y su supervivencia a pesar de la desconfianza oficial y el desagrado del ministro del interior. Wexford dijo que creía conocerlo, pero Cairns procedió de todos modos a describirle el sistema. Era evidente que estaba orgulloso del lugar; era un idealista con ojos brillantes.

Paradójicamente, eran los prisioneros más violentos y recalcitrantes los que eran enviados a Royal Oak. Por supuesto, ellos también querían ir. Había tantos que querían ir, que a la sazón existía una lista de espera de más de un centenar. Personal e internos se llamaban por el nombre de pila. La terapia de grupo y el asesoramiento mutuo estaban a la orden del día. Los prisioneros se mezclaban, puesto que, de manera única, no existía la segregación de la Regla 43 ni la jerarquía de asesinos y delincuentes violentos arriba y delincuentes sexuales abajo.

Todos los internos llegaban a Royal Oak por un motivo especial, normalmente recomendados por un oficial médico superior de la cárcel. Esto le recordó que a su propio oficial médico superior, Sam Rosenberg, le gustaría verle antes de que fuera a ver a Jem Hocking. Como le había dicho, todos se llamaban por el nombre de pila. Nadie era «señor Tal» o «doctor Cual».

Un miembro del personal acompañó a Wexford al hospital, que formaba otra ala. Se cruzaron con hombres que caminaban libremente -libremente hasta cierto punto- vestidos con chándal o pantalones y camiseta. No pudo resistirse a mirar por una ventana donde se estaba realizando una sesión de terapia de grupo. Los hombres estaban sentados formando círculo. Estaban abriendo sus corazones y desnudando su alma, dijeron los miembros del personal, aprendiendo a sacar a la superficie todas sus confusiones internas. Wexford pensó que parecían tan miserables y tenían tanta cara de pocos amigos como la mayoría de encarcelados.

Se percibía un olor como en el hospital de Stowerton; jugo de lima, lisol y sudor. Todos los hospitales olían igual, excepto los privados, que olían a dinero. El doctor Rosenberg se hallaba en su despacho que se parecía a la sala de la enfermera encargada de Stowerton. Sólo faltaba el humo del cigarrillo. Dominaba una vista de la verde llanura vacía y una hilera de postes de electricidad.

Acababa de llegar el almuerzo. Había suficiente para dos, montones nada estimulantes de algo marrón sobre arroz hervido, probablemente pollo al curry. Tartas de fruta «individuales» para después y un cartón de leche descremada. Pero Wexford comía para consolarse y aceptó sin vacilar la invitación de Sam Rosenberg de unirse a él mientras hablaban de Jem Hocking.

El oficial médico era un hombre bajo y grueso de cuarenta años, con el rostro redondo como el de un niño y un mechón de pelo prematuramente gris. Vestía como los prisioneros, un chándal y zapatillas de deporte.

– ¿Qué opina? -preguntó, señalando con una mano la puerta y el techo-. De este lugar, quiero decir. Un poco distinto del «Sistema», ¿no?

Wexford comprendió que al decir el «Sistema» se refería al resto del servicio de prisiones y coincidió en que sí.

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