– Murió de sida, supongo -aventuró Wexford-, y no mucho después.
– Murió antes de que pudiéramos conseguir la droga. Su final fue rápido. Vimos la descripción que publicaron, granos en la cara, todo eso. No era maldito acné, era Sarcoma de Kaposi.
Wexford dijo:
– Utilizó una pistola. ¿De dónde la sacó?
Hocking se encogió de hombros en gesto de indiferencia.
– ¿Me lo pregunta? Lo sabe tan bien como yo, es fácil conseguir una pistola si se quiere una. Nunca me lo dijo. Simplemente la tenía. Era una Magnum. -Volvió a mirarle de reojo con malicia-. La tiró al salir del banco.
– Ah -exclamó Wexford casi en silencio, casi para sí mismo.
– Tenía miedo de que le encontraran con ella. Entonces estaba enfermo; eso te hace débil, débil como un viejo. Sólo tenía veinticuatro años, pero era débil como el agua. Por eso disparó a aquel idiota, era demasiado débil para soportar la presión. Yo huí enseguida, ni siquiera estaba allí cuando él disparó.
– Estabas preocupado por él. Sabías que tenía una pistola.
– ¿Lo estoy negando?
– ¿Compraste un coche a nombre de George Brown?
Hocking asintió.
– Compramos un vehículo, compramos muchas cosas con dinero efectivo, calculamos que podríamos volver a vender el vehículo porque no nos atrevíamos a guardar los billetes. Yo los envolví en papel de periódico y los metí en un cubo de basura. Vendimos el vehículo… no fue una mala manera de llevar el tema, ¿no?
– Eso se llama blanquear dinero -aclaró Wexford con frialdad-. O al menos, cuando se hace en mayor escala.
– Murió antes de conseguir la droga.
– Ya me lo has dicho.
Jem Hocking se incorporó en la cama.
– Es usted un maldito hijo de puta. Si estuviéramos en cualquier otro sitio del sistema, no le habrían dejado a solas conmigo.
Wexford se levantó.
– ¿Qué podrías hacer, Jem? Soy tres veces más corpulento que tú. No estoy avergonzado ni impresionado.
– Impotente, maldita sea -dijo Hocking-. El mundo es impotente contra un hombre moribundo.
– Yo no diría eso. No hay nada en la ley que diga que un hombre moribundo no puede ser acusado de asesinato y atraco.
– ¡Usted no lo haría!
– Claro que lo haré -dijo Wexford, y se marchó.
El tren le llevó de regreso a Euston bajo una lluvia torrencial. Llovió todo el rato desde la estación Victoria hasta Kingsmarkham. En cuanto llegó intentó telefonear a Sheila y oyó su voz de Lady Macbeth, la que decía: «Dame la daga», pidiendo a quien llamaba que dejara un mensaje.
Era una tarea que Barry Vine habría podido hacer, o incluso Karen Malahyde, pero la hizo él mismo. Su rango no pareció asustar a Fred Harrison, un hombre nervioso que parecía una versión mayor y más baja de su hermano. Wexford le preguntó cuándo había llevado a Joanne Garland a Tancred House por última vez; Harrison consultó su libreta y mencionó una fecha cuatro martes atrás.
– No la habría querido ni ver de lejos de haber sabido que iba a causarme problemas -dijo Fred Harrison.
A pesar de sí mismo y sus sentimientos de infelicidad, a Wexford esto le divirtió.
– Dudo que le cause problemas a usted, señor Harrison. ¿Vio a la señora Garland o tuvo noticias de ella el martes 11 de marzo?
– Nada, ni pío desde cuando he dicho, el 26 de febrero.
– Y aquella noche, ¿qué sucedió? ¿Ella le telefoneó a usted y le pidió que la llevara a Tancred House a… qué hora? ¿Las ocho? ¿Las ocho y cuarto?
– No la hubiera llevado a ninguna parte si hubiera sabido que iba a causarme problemas. Créame. Me telefoneó como siempre hacia las siete, dijo que tenía que estar en Tancred a las ocho y media. Le dije como siempre que la recogería unos minutos después de las ocho, había tiempo de sobra, pero ella dijo que no, no quería llegar tarde, y que fuera a las ocho menos diez. Bueno, llegamos a Tancred a las ocho y diez, ocho y cuarto. Yendo por el camino más corto, era de prever, pero ella nunca escuchaba, siempre tenía miedo de llegar tarde. Eso sucedía siempre. A veces la esperaba, me pedía que esperara, estaba una hora, y yo aprovechaba para ir a ver a mi hermano.
A Wexford esto no le interesaba. Insistió:
– ¿Está seguro de que no le telefoneó el 11 de marzo?
– Créame, hablaría con franqueza. Lo último que quiero es tener problemas.
– ¿Cree que alguna vez utilizó otro servicio de taxis?
– ¿Por qué iba a hacerlo? No tenía ninguna queja de mí. Más de una vez me había dicho: «No sé lo que haría sin usted, Fred, que viene en mi rescate». Y después decía que yo era el único de por aquí en quien confiaba para que la llevara en coche.
Parecía que no había nada más que sacarle al nervioso Fred Harrison. Wexford le dejó para volver a Tancred. Conducía él mismo y tomó el camino de Pomfret Monachorum. Era sólo la segunda vez que iba por allí. Después de la lluvia del día anterior, el tiempo era bonancible y el bosque estaba lleno de vida, la vida callada y fresca de principios de primavera. El camino ascendía la colina boscosa que conducía a Tancred. Era demasiado pronto para que los árboles mostraran hojas excepto los espinos, que ya estaban cubiertos de verde. Las flores colgaban en las ciruelas silvestres como blancos velos manchados.
Conducía despacio. En cuanto su mente se vació de Fred Harrison y sus ansiedades, Sheila acudió para llenarla. Estuvo a punto de gruñir en voz alta. Cada palabra de enojo que había sido pronunciada durante aquel espantoso intercambio estaba fresco en su memoria, se repetía insistentemente.
«… estabas decidido a odiar a cualquiera a quien yo amara. ¿Y por qué? Porque tenías miedo de que le quisiera más que a ti.»
Conduciendo a través del bosque donde crecían los acónitos en anillos amarillos como pedazos de brillante luz del sol, abrió la ventanilla para sentir el aire fresco en el rostro, el aire equinoccial del primer día, o quizás el segundo, de primavera. La noche anterior, con la lluvia que golpeaba las ventanas, había intentado hablar con ella por teléfono y Dora también lo había intentado. Quería disculparse y pedirle que le perdonara. Pero el teléfono sonaba y sonaba y nadie respondía, y cuando volvió a probarlo, desesperado, a las nueve y otra vez a las nueve y media, sólo oyó la voz del contestador automático. No uno de sus mensajes característicos: «Si es alguien que me ofrece un papel femenino en una obra escocesa o que quiere llevarme a cenar a Le caprice…». «Cariño -el "cariño" universal de la actriz que servía para él o para Casey o para la mujer de la limpieza-, Sheila ha tenido que salir…» No era nada de esto sino: «Sheila Wexford. Estoy fuera. Deja un mensaje y es probable que te llame». Él no había dejado ningún mensaje, sino que al final se había acostado, harto.
Pensó que la había perdido. No tenía mucho que ver con el hecho de que ella se marchara a casi diez mil kilómetros de distancia. Casey se la habría arrebatado igualmente si ambos hubieran decidido comprar una casa y establecerse en Pomfret Monachorum. La había perdido y las cosas jamás volverían a ser iguales para ellos.
El sendero efectuó su último giro, llegando a la recta y al terreno llano. A ambos lados se extendían kilómetros de árboles jóvenes, plantados quizá veinte años atrás, sus ramas delgadas que buscaban la luz de un brillante color rojizo, el espino y el endrino entre ellos ramilletes de verde brumoso y blanco como la nieve. El espacio de terreno que quedaba entre ellos, sembrado de hojas secas de color marrón, estaba moteado de luz del sol.
A lo lejos vislumbró un movimiento. Alguien se aproximaba a él, por el sendero, muy adelante, alguien joven, una chica joven. A medida que se acercaban la veía mejor. Era Daisy. Por improbable que pareciera que estuviera allí, en aquel lugar, a aquella hora, se trataba sin duda de Daisy.
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